El domingo pasado leímos el relato del bautismo en el evangelio de Marcos. Si hubiéramos seguido leyendo este evangelio, hoy deberíamos leer las tentaciones de Jesús. Pero se reservan para el principio de la Cuaresma, y, en un prodigio de zapping litúrgico, cambiamos de evangelio y leemos este domingo un texto de Juan sobre la vocación de los primeros discípulos. Para ambientar este episodio, y con fuerte contraste, la primera lectura cuenta la vocación de Samuel.
La vocación de un profeta (1 Samuel
3,3b-10.19)
En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo del
Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel. Este respondió:
̶ Aquí estoy.
Corrió adonde estaba Elí y dijo:
̶ Aquí estoy,
porque me has llamado.
Respondió Elí:
̶ No te he
llamado; vuelve a acostarte.»
Fue y se acostó. El Señor volvió a llamar a Samuel.
Se levantó Samuel, fue adonde estaba Elí y dijo:
̶ Aquí estoy,
porque me has llamado.
Respondió Elí:
̶ No te he
llamado, hijo mío. Vuelve a acostarte.
Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había
manifestado todavía la palabra del Señor.
El Señor llamó a Samuel por tercera vez. Se levantó, fue
adonde estaba Elí y dijo:
̶ Aquí estoy,
porque me has llamado.
Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba
al joven, y dijo a Samuel:
̶ Ve a acostarte.
Y si te llama de nuevo, di: "Habla, Señor, que tu siervo escucha"
Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó
y le llamó como las veces anteriores:
̶ ¡Samuel, Samuel!
Respondió Samuel:
̶ Habla, que tu
siervo escucha.
Samuel creció. El Señor estaba con él, y no dejó que se frustrara ninguna de sus palabras.
El autor
utiliza el frecuente recurso de plantear un problema (el Señor llama a Samuel
sin que éste sepa quién lo llama), con dos intentos fallidos por parte del niño
(dos veces acude a Elí) y la solución en un tercer momento («Habla, Señor, que
tu siervo escucha»).
De los datos
que ofrece el texto, el más interesante es la explicación de por qué Samuel
confunde a Yahvé con Elí. «Samuel no conocía todavía al Señor». ¿Cómo es esto
posible? Su madre lo dejó en el templo cuando era todavía un niño, vive con la
familia del sumo sacerdote, ha debido de oír hablar de Yahvé infinidad de
veces, escuchar su nombre en cantos y salmos. Samuel debía de tener una buena
formación catequética. A pesar de todo, «no conocía todavía al Señor, no se le
había revelado la palabra del Señor». Una cosa es conocer a Dios de oídas, por
oraciones y lecciones mejor aprendidas, y otra muy distinta ese contacto
profundo con él a través de su palabra.
Cabe el peligro
de centrarse en la figura de Samuel y pasar por alto lo mucho que dice el texto
a propósito de Dios. Ante todo, no comunica su voluntad al pueblo directamente,
se sirve de una persona concreta. Al mismo tiempo, se revela como un ser
extraño, desconcertante, que elige para esta misión a un niño de pocos años y
parece jugar con él al ratón y al gato, haciendo que se levante tres veces de
la cama antes de hablarle con claridad.
Además, ese
Dios que más tarde se revelará como un ser cercano al profeta, acompañándolo de
por vida, se revela también como un ser exigente, casi cruel, que le encarga al
niño una misión durísima para su edad: condenar al sacerdote con el que ha
vivido desde pequeño y que ha sido para él como un padre. Esto no se advierte
en la lectura de hoy porque la liturgia ha omitido esa sección para dejarnos
con buen sabor de boca.
En resumen, la vocación de un profeta no sólo le cambia la vida, también nos ayuda a conocer a Dios.
La vocación de los primeros
discípulos (Juan 1,35-51)
En el cuarto evangelio, Jesús no acude a Juan para que lo bautice, sino para entrar en contacto con sus primeros discípulos. Es una pena que el evangelio de este domingo se limite al encuentro con los tres primeros, porque el conjunto ofrece un mensaje muy interesante sobre la vocación.
Andrés
y el discípulo anónimo (1,35-39)
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y,
fijándose en Jesús que pasaba, dice:
̶ Este es el Cordero de Dios.
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a
Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:
̶ ¿Qué buscáis?
Ellos le contestaron:
̶ Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?
Él les dijo:
̶ Venid y lo veréis.
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él
aquel día; era como la hora décima [las cuatro de la tarde].
En el primer
encuentro, la iniciativa parte del Bautista que, al ver pasar a Jesús, dice de
él: «Ese es el cordero de Dios». Antes había dicho algo más concreto: «Ese es el
cordero de Dios que quita el pecado del mundo». La referencia parece clara al
personaje del que habla Isaías 53: uno que salva a su pueblo cargando con sus
pecados, y que, cuando lo condenan a muerte, «como cordero llevado al matadero,
como oveja muda ante el esquilador, no abría la boca» (Is 53,6-7).
Las palabras de
Juan, más que simple información parecen contener una invitación a sus
discípulos a entrar en contacto con ese personaje misterioso. Juan, con esta
actitud de desprendimiento y generosidad, está anticipando lo que dirá más
tarde: «Yo no soy el
Mesías, sino que me han enviado por delante de él. (…) Él debe crecer y yo
disminuir» (Jn 3,28.30).
Y los dos
discípulos, aunque quizá no entendieron claramente lo que significaba «Ese es el Cordero de Dios», sintieron gran curiosidad, lo siguen, y
escuchan las primeras palabras que pronuncia Jesús en el evangelio: «¿Qué buscáis?» No es una pregunta trivial, suena a desafío.
Es la pregunta que Jesús dirige a cualquier lector del evangelio: «¿Qué buscas?». Y el lector se siente obligado a pensar si
ha buscado o busca algo en su vida, o si ha dejado de buscar. Los dos muchachos
podrían decir, con el salmista: «Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro». Pero su respuesta es más tímida. Se dirigen
a él con profundo respeto, llamándolo «rabí», y se limitan a preguntarle dónde
vive. Por desgracia (y esta vez no podemos culpar a los liturgistas) no sabemos
de qué hablaron desde las cuatro de la tarde en adelante.
Andrés y Simón Pedro (1,40-42)
Andrés, hermano
de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús;
encuentra primero a su hermano Simón y le dice:
̶ Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).
Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:
̶ Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro).
De esa larga
conversación cuyo contenido ignoramos, Andrés sacó la conclusión de que aquella
persona era alguien más que el Cordero de Dios, o un rabí cualquiera. Así lo
comunica entusiasmado a su hermano: «Hemos encontrado al Mesías». ¿Qué quería decir con esto? Ateniéndonos al
cuarto evangelio, la mentalidad popular esperaba del Mesías que realizara
numerosos milagros, como sugiere la gente de Jerusalén: «¿Cuándo venga el
Cristo, hará más signos de los que este ha hecho?» (Jn 7,31). En esta línea
prodigiosa, otros piensan que «el Mesías permanecerá para siempre» (Jn 12,34).
Sin embargo, el título de Mesías tenía por entonces una fuerte carga política,
como se advierte en los Salmos de Salomón 17 y 18, de origen fariseo,
procedentes del siglo I a.C. Es posible que esto fuera lo que más entusiasmara
a Andrés e intentara transmitir a su hermano Simón Pedro.
La pretensión
de haber encontrado al Mesías la considerarían absurda muchos judíos. Los
fariseos llevaban más de un siglo pidiendo a Dios que enviara a su Rey Mesías.
¿Iba a encontrarlo precisamente este pobre muchacho galileo? Sin embargo, su
hermano le hace caso y marcha al encuentro de Jesús.
Tiene lugar
entonces una de las escenas más misteriosas. Cuando Andrés y Simón Pedro llegan
ante Jesús, el evangelista introduce una pausa que crea fuerte tensión: «Jesús se le quedó mirando». ¿Qué siente Jesús al ver a Simón Pedro? ¿Qué
experimenta este al verse examinado por Jesús? Una vez más, el evangelista
omite cualquier comentario.
Jesús no lo
saluda. No le pregunta qué busca. No necesita que Andrés se lo presente. Él
sabe quién es y quién es su padre. Inmediatamente, con una autoridad suprema,
le cambia el nombre por Cefas, sin explicarle por qué se lo cambia ni qué
significa ese nombre.
Para un judío,
el nombre y la persona se identifican. Lo que advierte Simón es que ese
personaje está disponiendo de él sin consultarlo ni pedirle permiso. Sin
embargo, no reacciona, no pide una explicación ni se rebela. Quien no lo
conozca, imaginará a Simón como un muchacho tímido y callado. Veremos que no es
así.
La escena simboliza el poder de Jesús sobre Simón y una cierta predilección por él, ya que es el único al que le cambia el nombre. El lector del cuarto evangelio sabe, desde este momento, que deberá conceder gran importancia a este personaje.
Dos relatos parecidos y diversos
El contraste
entre el evangelio y la vocación de Samuel es enorme. Esta ocurre en el
santuario, de noche, con una voz misteriosa que se repite y un mensaje que
sobrecoge. En el evangelio todo ocurre de forma muy humana, normal: un boca a
boca que va centrando la atención en Jesús, cuando no es él mismo quien llama,
como en el caso (que no se ha leído) de Felipe. Y las reacciones abarcan desde
la simple curiosidad de los dos primeros hasta el escepticismo irónico de
Natanael, pasando por el entusiasmo de Andrés y Felipe. Pero hay también
elementos parecidos.
1. En ambos
relatos, la vocación cambia la vida. En adelante, «el Señor estaba con Samuel»,
y los discípulos estarán con Jesús. Este cambio se subraya especialmente en el
caso de Pedro, al que Jesús cambia el nombre.
2. La vocación
revela a Dios en el caso de Samuel, y a Jesús en el caso de los discípulos.
Cada vocación aporta un dato nuevo sobre la persona de Jesús, como distintas
teselas que terminan formando un mosaico: Juan Bautista lo llama «Cordero de
Dios»; los dos primeros se dirigen a él como Rabí, «maestro»; Andrés le habla a
Pedro del Mesías; Felipe, a Natanael, de aquel al que describen Moisés y los
profetas, Jesús, hijo de José, natural de Nazaret; y el escéptico Natanael
terminará llamándolo «Hijo de Dios, rey de Israel». Es una pena que la
mutilación del texto impida captar este aspecto.
La liturgia nos sitúa al comienzo de la actividad de Jesús. Lo iremos conociendo cada vez más a través de las lecturas de cada domingo. Pero no podemos limitarnos a un puro conocimiento intelectual. Como Samuel y los discípulos, debemos comprometernos con Dios, con Jesús.
«Yo esperaba con ansia al Señor» (Salmo 39)
El Salmo
elegido para el día de hoy comienza con las palabras: «Yo esperaba con ansia al
Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. Me puso en la boca un cántico nuevo, un
himno a nuestro Dios» (Sal 39,2). Más que a Samuel, estas palabras se aplican a
los futuros apóstoles. Esperaban con ansia al Señor, y por eso han acudido a
escuchar a Juan Bautista. Pero el Señor no se ha limitado a poner en sus bocas
un canto nuevo. Los ha tomado completamente a su servicio.
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