Fiesta de la Epifanía
El autor del primer
evangelio, Mateo, que probablemente reside en Antioquía de Siria, lleva años
viviendo una experiencia muy especial: aunque Jesús fue judío, la mayoría de
los judíos no lo aceptan como Mesías, mientras que cada vez es mayor el número
de paganos que se incorporan a la comunidad cristiana. Algunos podrían
interpretar este extraño hecho de forma puramente humana: los paganos que se convierten
son personas piadosas, muy vinculadas a la sinagoga judía, pero no se animan a
dar el paso definitivo de la circuncisión; los cristianos, en cambio, no les
exigen circuncidarse para incorporarse a la iglesia.
Mateo prefiere interpretar este hecho como una revelación de Dios a los paganos. Para expresarlo, se le ocurre una idea genial: anticipar esa revelación a la infancia de Jesús, usando un relato que no debemos interpretar históricamente, sino como el primer cuento de Navidad. Un cuento precioso y de gran hondura teológica. Y que nadie se escandalice de esto. Las parábolas del hijo pródigo y del buen samaritano son también cuentecitos, pero han cambiado más vidas que infinidad de historias reales.
La estrella
Los antiguos estaban convencidos de que el nacimiento de un gran personaje, o un cambio importante en el mundo, era anunciado por la aparición de una estrella. Sin necesidad de recurrir a lo que pensasen otros pueblos, la Biblia anuncia que saldrá la estrella de Jacob como símbolo de su poder (Números 24,17). Este pasaje era relacionado con la aparición del Mesías.
Los buenos: los magos
De acuerdo con lo
anterior, nadie en Israel se habría extrañado de que una estrella anunciase el
nacimiento del Mesías. La originalidad de Mateo radica en que la estrella que
anuncia el nacimiento del Mesías se deja ver lejos de Judá. Pero la gente
normal no se pasa las noches mirando al cielo, ni entiende mucho de astronomía.
¿Quién podrá distinguirla? Unos astrónomos de la época, los magos de oriente.
La palabra “mago” se aplicaba en el siglo I a personajes muy distintos: a los sacerdotes persas, a quienes tenían poderes sobrenaturales, a propagandistas de religiones nuevas, y a charlatanes. En nuestro texto se refiere a astrólogos de oriente, con conocimientos profundos de la historia judía. No son reyes. Este dato pertenece a la leyenda posterior, como luego veremos.
Los malos: Herodes, los sumos sacerdotes y los escribas
La narración, muy sencilla, es una auténtica joya literaria. El arranque, para un lector judío, resulta dramático. “Jesús nació en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes”. Cuando Mateo escribe su evangelio han pasado ya unos ochenta años desde la muerte de este rey. Pero sigue vivo en el recuerdo de los judíos por sus construcciones, su miedo y su crueldad. Es un caso patológico de apego al poder y miedo a perderlo, que le llevó incluso a asesinar a sus hijos y a su esposa Mariamne. Si se entera del nacimiento de Jesús, ¿cómo reaccionará ante este competidor? Si se entera, lo mata.
Un cortocircuito providencial
Y se va a enterar de
la manera más inesperada, no por delación de la policía secreta, sino por unos
personajes inocentes. Mt escribe con asombrosa habilidad narrativa. No nos presenta
a los magos cuando están en Oriente, observando el cielo y las estrellas.
Omite su descubrimiento y su largo viaje.
La estrella podría
haberlos guiado directamente a Belén, pero entonces no se advertiría el
contraste entre los magos y las autoridades políticas y religiosas judías. La
solución es fácil. La estrella desaparece en el momento más inoportuno, cuando
sólo faltan nueve kilómetros para llegar, y los magos se ven obligados a entrar
en Jerusalén.
Nada más llegar formulan, con toda ingenuidad, la pregunta más comprometedora: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella y venimos a adorarlo”. Una bomba para Herodes.
El contraste
Y así nace la escena
central, importantísima para Mt: el sobresalto de Herodes y la consulta a
sacerdotes y escribas. La respuesta es inmediata: “En Belén, porque así lo
anunció el profeta Miqueas”. Herodes informa a los magos y éstos parten. Pero
van solos. Esto es lo que Mt quiere subrayar. Entre las autoridades políticas
y religiosas judías nadie se preocupa por rendir homenaje a Jesús. Conocen la
Biblia, saben las respuestas a todos los problemas divinos, pero carecen de
fe. Mientras los magos han realizado un largo e incómodo viaje, ellos son
incapaces de dar un paseo de nueve kilómetros. El Mesías es rechazado desde el
principio por su propio pueblo, anunciando lo que ocurrirá años más tarde.
Los magos no se extrañan ni desaniman. Emprenden el camino, y la reaparición de la estrella los llena de alegría. Llegan a la casa, rinden homenaje y ofrecen sus dones. Estos regalos se han interpretado desde antiguo de manera simbólica: realeza (oro), divinidad (incienso), sepultura (mirra). Es probable que Mt piense sólo en ofrendas de gran valor dentro del antiguo Oriente. Un sueño impide que caigan en la trampa de Herodes.
Los Reyes magos no son los padres, somos nosotros
A alguno quizá le resulte una interpretación muy racionalista del episodio y puede sentirse como el niño que se entera de que los reyes magos no existen. Podemos sentir pena, pero hay que aceptar la realidad. De todos modos, quien lo desee puede interpretar el relato históricamente, con la condición de que no pierda de vista el sentido teológico de Mt. Desde el primer momento, el Mesías fue rechazado por gran parte de su pueblo y aceptado por los paganos. La comunidad no debe extrañarse de que las autoridades judías la sigan rechazando, mientras los paganos se convierten.
El contraste entre la primera lectura y el evangelio
La liturgia parece ver en el relato de los magos el cumplimiento de lo anunciado en el libro de Isaías (Is 60,1-6).
¡Levántate,
brilla, Jerusalén, que llega tu luz;
la gloria
del Señor amanece sobre ti!
Mira: las
tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos,
pero sobre
ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti.
Y caminarán
los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora.
Levanta la
vista en torno, mira: todos ésos se han reunido, vienen a ti;
tus hijos
llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos.
Entonces lo
verás, radiante de alegría;
tu corazón
se asombrará, se ensanchará,
cuando
vuelquen sobre ti los tesoros del mar
y te traigan
las riquezas de los pueblos.
Te inundará
una multitud de camellos,
de
dromedarios de Madián y de Efá.
Vienen todos
de Saba, trayendo incienso y oro,
y
proclamando las alabanzas del Señor.
Sin embargo, la relación es de contraste. En Isaías, la protagonista es Jerusalén, la gloria de Dios resplandece sobre ella y los pueblos paganos le traen a sus hijos, los judíos desterrados, la inundan con sus riquezas, su incienso y su oro. En el evangelio, Jerusalén no es la protagonista; la gloria de Dios, el Mesías, se revela en Belén, y es a ella adonde terminan encaminándose los magos. Jerusalén es simple lugar de paso, y lugar de residencia de la oposición al Mesías: de Herodes, que desea matarlo, y de los escribas y sacerdotes, que se desinteresan de él.
Alegría, adoración y regalo
Nosotros,
descendientes de los pueblos paganos, debemos imitar el ejemplo de los magos:
inmensa alegría al ver la estrella, adoración al niño, regalos. Alegría,
regalos y niños son típicos del 6 de enero. Pero Mateo piensa en un niño
distinto, al que debemos adorar y ofrecernos, llenos de alegría.
Ayer celebramos la fiesta de la
Epifanía, con Jesús niño de menos de dos años, y de repente lo vemos ya adulto,
en el momento del bautismo. De los años intermedios, si prescindimos de la
visita al templo que cuenta Lucas, no se dice nada.
Esta ausencia de datos resulta especialmente dura en el bautismo de Jesús. ¿Por qué decide ir al Jordán? ¿Cómo se enteró de lo que hacía y decía Juan Bautista? ¿Por qué le interesa tanto? Ningún evangelista lo dice. El relato de Marcos, el más antiguo, cuenta el bautismo con muy pocas palabras. Y ni siquiera se centra en el bautismo, sino en lo que ocurre inmediatamente después de él.
En aquel tiempo, proclamaba Juan:
̶ Detrás de mí
viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las
sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu
Santo.
Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que
Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y
al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo:
̶ Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.
Marcos destaca dos elementos
esenciales: el Espíritu y la voz del cielo.
La venida del
Espíritu tiene especial importancia, porque entre algunos rabinos existía la
idea de que el Espíritu había dejado de comunicarse después de Esdras (siglo V
a.C.). Ahora, al venir sobre Jesús, se inaugura una etapa nueva en la historia
de las relaciones de Dios con la humanidad.
La voz del cielo. A un oyente judío, las palabras «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» le recuerdan dos textos con sentido muy distinto. El Sal 2,7: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy», e Isaías 42,1: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero». El primer texto habla del rey, que en el momento de su entronización recibía el título de hijo de Dios por su especial relación con él. El segundo se refiere a un personaje que salva al pueblo a través del sufrimiento y con enorme paciencia. Marcos quiere evocarnos las dos ideas: dignidad de Jesús y salvación a través del sufrimiento. En este sentido, es importante advertir que la vida pública de Jesús comienza con el testimonio de la voz del cielo («Tú eres mi hijo amado, mi predilecto») y se cierra con el testimonio del centurión junto a la cruz: «Realmente, este hombre era hijo de Dios» (Marcos 15,39).
El programa futuro de Jesús (42,1-4.6-7)
Las palabras del cielo no sólo hablan de la dignidad de Jesús, le trazan también un programa. Es lo que indica la primera lectura de este domingo, tomada del libro de Isaías.
Así dice el Señor: Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará, hasta implantar el derecho en la tierra, y sus leyes que esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he cogido de la mano, te he formado, y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas.
El programa indica, ante todo, lo que no hará: gritar, clamar, vocear, que equivale a
amenazar y condenar; quebrar la caña cascada y apagar el pabilo vacilante,
símbolos de seres peligrosos o débiles, que es preferible eliminar (basta
pensar en Leví, el recaudador de impuestos, la mujer sorprendida en adulterio,
la prostituta…).
Dice luego lo que hará:
promover e implantar el derecho, o, dicho de otra forma, abrir los ojos de los
ciegos, sacar a los cautivos de la prisión; estas imágenes se refieren
probablemente a la actividad del rey persa Ciro, del que espera el profeta la
liberación de los pueblos sometidos por Babilonia; aplicadas a Jesús tienen un
sentido distinto, más global y profundo, que incluye la liberación espiritual y
personal.
El programa incluye también cómo se comportará: «no vacilará ni se quebrará». Su misión no será sencilla ni bien acogida por todos. Abundarán las críticas y las condenas, sobre todo por parte de las autoridades religiosas judías (escribas, fariseos, sumos sacerdotes). Pero en todo momento se mantendrá firme, hasta la muerte.
Misión cumplida: pasó haciendo el bien (Hechos de los Apóstoles 10,34-38)
Pedro, dirigiéndose al centurión Cornelio y a su familia, resume en estas pocas palabras la actividad de Jesús.
Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.»
Un buen ejemplo para vivir nuestro bautismo.
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