miércoles, 2 de agosto de 2023

 

Dios Padre habla poco, pero no se limita a repetirse

Fiesta de la Transfiguración. Ciclo A


Origen de la fiesta

En 1453, Mahomet II conquistó Constantinopla, lo que supuso una terrible tragedia para los cristiandad. Pero cuatro años más tarde, en 1457, los cristianos lo derrotaron en Belgrado. Cuando el 6 de agosto llegó a Roma la noticia, el papa Calixto III ordenó celebrar ese día la fiesta de la Transfiguración del Señor, conocida desde antiguo en las iglesias de Oriente y Occidente. Este año 2023, el Domingo 18 del Tiempo Ordinario coincide con la fiesta y le cede el puesto.

El relato de la Transfiguración

        En el Antiguo Testamento, Dios habla con mucha frecuencia, con las más diversas personas (incluso con la serpiente) y sobre toda clase de temas (desde la construcción de un arca que salve del diluvio hasta la táctica militar que debe emplear Josué). Sin embargo, en el evangelio de Mateo, Dios Padre solo habla en dos ocasiones: en el bautismo de Jesús y en la Transfiguración. En las dos dice lo mismo: «Este es mi hijo amado, mi predilecto». Pero en la Transfiguración añade una orden muy importante: «Escuchadle». 

El relato podemos dividirlo en tres partes: la subida a la montaña, la visión, y el descenso de la montaña. Desde un punto de vista litera­rio, se trata de una teofanía, una manifestación de Dios, y los evangelistas utilizan los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo Testamento para describirlas. Por eso, antes de analizar cada una de las partes, recordaré brevemente algunos datos de la famosa teofanía del Sinaí, cuando Dios se revela a Moisés.

En primer lugar, Dios no se manifiesta en un espacio cualquiera, sino en un sitio especial, la montaña. A esa montaña no tiene acceso todo el pueblo, sino sólo Moisés, al que a veces puede acompañar su hermano Aarón (Ex 19,24), o Aarón, Nadab y Abihú junto con los setenta dirigentes de Israel (Ex 24,1). La presen­cia de Dios se expresa mediante la imagen de una nube espesa, desde la que habla. Es también frecuente que se mencione en este contexto el fuego, el humo y el temblor de la montaña, como símbolo de la gloria y el poder de Dios que se acerca a la tierra. Estos elementos demuestran que los evangelistas no pretenden ofrecer un informe objetivo, histórico, de lo ocurrido, sino crear un clima semejante al de las teofanías del Antiguo Testa­mento.

            La subida a la montaña

Es significativo el hecho de que Jesús sólo elige a tres discípu­los, Pedro, Santiago y Juan. Esta exclusión de los otros nueve no debemos interpretarla sólo como un privilegio; la idea principal es que va a ocurrir algo tan importante que no puede ser presen­ciado por todos. Por otra parte, se dice que subieron «a una montaña alta y apartada». La tradición cristiana, que no se contenta con estas indicaciones generales, la ha identificado con el monte Tabor, que no tiene mucho de alto y nada de aparta­do. Lo que los evangelistas quieren indicar es otra cosa. Están usando el frecuente simbolismo de la montaña como morada de Dios o lugar de revelación divina. Entre los antiguos cananeos, el monte Safón era la morada del panteón divino. Para los griegos se trataba del Olimpo. Para los israelitas, el monte sagrado era el Sinaí (u Horeb). También el Carmelo tuvo un prestigio especial entre ellos, igual que el monte Sión en Jerusalén. Una montaña «alta y apartada» aleja horizontalmente de los hombres y acerca verticalmente a Dios. En ese contexto va a tener lugar la mani­festación gloriosa de Jesús, sólo a tres de los discípulos.

            La visión

La presentación de Mateo, muy parecida a la de Mc, aunque con ciertos cambios significativos, es de una agilidad y rapidez asombrosas, que puede hacer que el lector no caiga en la cuenta de todos los detalles significativos. En la visión hay cuatro elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud: 1) la transformación del rostro y las vestiduras de Jesús; 2) la aparición de Moisés y Elías; 3) la aparición de una nube luminosa que cubre a los presentes; 4) la voz que se escucha desde el cielo.

1) La transformación de Jesús la expresaba Marcos con estas pala­bras: «sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo» (Mc 9,3). Mateo omite esta comparación final y añade un dato nuevo: «su rostro brillaba como el sol». No se trata de una luz que se proyecta sobre Jesús, sino de una luz deslumbradora y maravillosa que brota de su inte­rior, transformando su rostro y sus vestidos; simboliza la gloria de Jesús, que los discípulos no habían percibido hasta ahora de forma tan sorprendente.

2) «De pronto, se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él». Moisés es el gran mediador entre Dios y su pueblo, el profeta con el que Dios hablaba cara a cara; sin Moisés, humana­mente hablando, no habría existido el pueblo de Israel ni su religión. Elías es el profeta que salva a esa religión yahvis­ta en su mayor momento de crisis, hacia el siglo IX a.C., cuando está a punto de sucumbir por el influjo de la religión cananea; sin él, habría caído por tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos concedían especial importancia a estos dos personajes. El hecho de que se aparezcan ahora a los discípu­los (no a Jesús), es una manera de confirmarles la importancia del personaje al que están siguiendo. No es un hereje ni un loco, no está destruyendo la labor religiosa de siglos, se encuentra en la línea de los antiguos profetas, llevando su obra a plenitud.

En este contexto, las palabras de Pedro proponiendo hacer tres chozas suenan a simple despropósito. Generalmente nos fijamos en las tres chozas. Pero esto es simple conse­cuencia de lo anterior: «qué bien se está aquí». En el contexto de las anteriores intervenciones de Pedro resulta coherente con su intención de que Jesús no sufra. Es mejor quedarse en lo alto del monte con Jesús, Moisés y Elías que tener que seguir a Jesús con la cruz.

3) «Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió, y dijo una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, mi predilecto. Escuchadlo». Como en el Sinaí, la presen­cia de Dios se expresa mediante la imagen de una nube espesa, desde la que Dios habla (Ex 19,9).

4) Sus primeras palabras reproducen exactamente las que se escucharon en el momento del bautismo de Jesús, cuando Dios presentaba a Jesús como su siervo. Pero aquí se añade un imperativo: ¡Escuchadlo! Esta orden se relaciona con el anuncio hecho por Jesús una semana antes a propósito de su pasión, muerte y resurrección. A Pedro le provocó un gran escándalo, pero Jesús no dio marcha atrás: «Quien quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga». Dios Padre confirma que ese mensaje no puede ser eludido ni trivializado. ¡Escuchadlo!

El descenso de la montaña

La orden de Jesús de que no hablen de la visión hasta que él resucite se inserta en la misma línea de la prohibición de decir que él es el Mesías. No es momento ahora de hablar del poder y la gloria, suscitando falsas ideas y esperanzas. Después de la resurrección, cuando para creer en Cristo sea preciso aceptar el escándalo de su pasión y cruz, se podrá hablar con toda libertad también de su gloria.

Resumen

Este episodio no está contado en beneficio de Jesús, sino como experiencia positiva para los apóstoles y para todos nosotros. Después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de las duras condiciones que impone a sus seguidores, tienen tres experiencias complementarias: 1) ven a Jesús transfigurado de forma gloriosa; 2) se les aparecen Moisés y Elías; 3) escuchan la voz del cielo.

Todo esto supone una enseñanza creciente: 1) al ver transformados su rostro y sus vesti­dos tienen la expe­riencia de que su destino final no es el fracaso, sino la gloria; 2) al aparecérseles Moisés y Elías se confirman en que Jesús es el culmen de la historia religiosa de Israel y de la revela­ción de Dios; 3) al escuchar la voz del cielo saben que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de Dios.

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