Antonio Ciseri, Martirio de los siete hermanos Macabeos
El martes pasado celebramos la fiesta de los difuntos. Miles de personas habrán visitado los cementerios, o los habrán recordado y asistido a la eucaristía. Pero las actitudes ante la muerte habrán sido muy distintas: desde una gran fe en la resurrección hasta la duda o incluso la negación. Las lecturas de este domingo nos ofrecen dos actitudes muy distintas ante la esperanza de otra vida: la de quienes creen firmemente en ella (los siete hermanos del libro de los Macabeos) y la de quienes bromean sobre la cuestión (los saduceos).
Los israelitas y la fe en la resurrección
El evangelio de Marcos cuenta algo
muy curioso: después de la Transfiguración, cuando Jesús baja del monte con
Pedro, Santiago y Juan, les dice: «No contéis a nadie lo que habéis visto,
hasta que el hijo del hombre resucite de la muerte». Y añade el evangelista que
los tres apóstoles discutieron sobre «qué querría decir aquello de resucitar de
la muerte» (Mc 89,-10).
Efectivamente, en contra de lo que muchos piensan, el pueblo de Israel no tuvo en los siglos antes de Jesús una idea clara de la resurrección. Más bien se daba por supuesto que el hombre, cuando moría, descendía al Sheol, donde llevaba una forma de vida en la que no era posible la felicidad ni tenía lugar una visión de Dios. La oración que pronuncia el piadoso rey Ezequías (siglo VIII a.C.) expresa muy bien la opinión tradicional (Isaías 38,18-19).
«El Abismo no te da gracias, ni
la Muerte te alaba,
ni esperan en tu fidelidad los que
bajan a la fosa.
Los vivos, los vivos son los que te dan gracias, como yo ahora.»
Los judíos comienza a creer en la resurrección en los últimos siglos del Antiguo Testamento; los testimonios más claros proceden del siglo II a.C., en el libro de Daniel y en 2 Macabeos. Debió de contribuir mucho a implantar esta fe la idea de que quienes morían por ser fieles a Dios y a sus mandamientos debían recibir una recompensa en la otra vida. La última visión del libro de Daniel termina con estas palabras: «Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua» (Daniel 12,2). Y, poco después, el ángel dice a Daniel: «Te alzarás a recibir tu destino al final de los días» (Daniel 12,13).
Los que se toman la resurrección en serio
El libro segundo de los Macabeos
contiene en el c.7 una leyenda sobre la muerte de siete hermanos junto con su
madre, en la que se afirma claramente la fe en la resurrección. Un fragmento de
ese capítulo constituye la primera lectura de este domingo.
«En
aquellos días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar
con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la
Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: «¿Qué pretendes sacar de
nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres.»
El segundo, estando para morir,
dijo: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto
por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna. »
Después se divertían con el tercero.
Invitado a sacar la lengua, lo hizo en seguida, y alargó las manos con gran
valor. Y habló dignamente: «De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio;
espero recobrarlas del mismo Dios.»
El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba para morir, dijo: «Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida».
Los que se toman la resurrección en broma: los saduceos
Esta fe en la resurrección fue aceptada plenamente por los fariseos. En cambio, los saduceos la rechazaban como novedad e intentan discutir sobre el tema con Jesús. El evangelio de Lucas lo cuenta de este modo:
En aquel
tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le
preguntaron:
‒ Maestro, Moisés nos dejó escrito:
Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la
viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el
primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con
ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer.
Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete
han estado casados con ella.
Jesús les contestó:
‒ En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.
Los saduceos
Los
saduceos formaban uno de los grandes grupos religioso-políticos de la época de
Jesús, junto con los fariseos, los esenios y los sicarios. Su nombre deriva de
Sadoc, sumo sacerdote en tiempos de Salomón. Aunque el partido estaba compuesto
en gran parte por sacerdotes, también lo integraban seglares. Su rasgo más
destacado es que pertenecían a la aristocracia. «Esta doctrina es profesada
por pocos, pero éstos son hombres de posición elevada» (Flavio Josefo, Antigüedades
de los Judíos XVIII, 1, 4).
Aparte de su condición de aristócratas, otro rasgo característico es que únicamente reconocían como vinculante la Torá escrita (el Pentateuco) y rechazaban «las tradiciones de los antepasados». Como consecuencia de lo anterior, negaban la resurrección de los cuerpos y cualquier tipo de supervivencia personal.
El argumento de los saduceos: la ley del levirato
El argumento que aducen es muy
simple e irónico, basado en una ley antigua. En Israel, como entre los asirios
e hititas, se pretendía garantizar la descendencia y la estabilidad de los
bienes familiares mediante una ley que se conoce con el nombre latino de «ley
del levirato» (de levir, «cuñado»), y dice así: «Si dos hermanos
viven juntos y uno de ellos muere sin hijos, la viuda no saldrá de casa para
casarse con un extraño; su cuñado se casará con ella y cumplirá con ella los
deberes legales de cuñado; el primogénito que nazca continuará el nombre del
hermano muerto, y así no se extinguirá su nombre en Israel.» (Dt 25,5-6).
Los saduceos parten de la idea, extendida entre algunos judíos de la época, de que la vida matrimonial continuaba después de la resurrección. Entonces, ¿cómo se resuelve el caso de los siete hermanos que han tenido la misma mujer? La pregunta de los saduceos es inteligente: no niegan de entrada la resurrección, al contrario, parecen afirmarla («cuando resuciten»); pero proponen una dificultad tan grande que el adversario puede sentirse obligado a reconocer su derrota y negar esa resurrección.
La respuesta de Jesús
Jesús se limita a indicar la
diferencia radical entre la vida presente y la futura. «En esta vida, hombres y
mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la
resurrección de entre los muertos no se casarán». Los
saduceos entienden la vida futura como una reproducción literal de la presente
(muchas mujeres, y también muchos hombres, dirían que para eso no vale la pena
resucitar). Para Jesús, en cambio, las relaciones cambian por completo: varones
y mujeres serán «como ángeles de Dios».
Para comprender esta comparación con
los ángeles hay que tener en cuenta la mentalidad dualista que reflejan algunos
escritos judíos anteriores, como el Libro de Henoc. En él se distinguen
dos clases de seres: los carnales (los hombres) y los espirituales (los ángeles).
Los primeros necesitan casarse para garantizar la procreación. Los segundos,
no. A los primeros, Dios «les ha dado mujeres para que las fecunden y tengan
hijos y así no cese toda obra sobre la tierra». Y a los ángeles se les dice: «Vosotros
fuisteis primero espirituales, con una vida eterna, inmortal, por todas las
generaciones del mundo. Por eso no os he dado mujeres, porque la morada de los
espirituales del cielo está en el cielo» (Henoc 15,4-7). En este texto, la
mujer es vista exclusivamente desde el punto de vista de la procreación, y el
matrimonio no tiene más fin que garantizar la supervivencia de la humanidad.
A la luz de este texto, la comparación con los ángeles significa que la humanidad pasa a una forma nueva de existencia, inmortal, en la que no es preciso seguir procreando. De las palabras de Jesús no pueden sacarse más conclusiones sobre la vida de los resucitados. El solo pretende desvelar el equívoco en que se mueven los saduceos y la mayoría de sus contemporáneos en este punto. Lo curioso es que Jesús diga esto a un grupo religioso que tampoco cree en los ángeles.
La resurrección
Resuelta la dificultad, pasa a
demostrar el hecho de la resurrección. Los rabinos fundamentaban la fe en la resurrección
usando tres recursos:
1)
citas de la Escritura;
2)
relatos del AT de resurrección de muertos (los de Elías y Eliseo);
3)
argumentos de razón.
Jesús
se limita al primer recurso citando las palabras de Dios a Moisés cuando se le
revela en la zarza ardiente: «Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, y
el Dios de Jacob». Conviene recordar que estas palabras formaban parte de una
de las dieciocho bendiciones que todo judío piadoso rezaba tres veces al día.
Por tanto, se trata de palabras conocidas y repetidas continuamente por los
saduceos, pero de las que no extraen la consecuencia lógica: «Dios no es un
Dios de muertos, sino de vivos». A una mentalidad crítica, esta argumentación
puede resultarle de una debilidad sorprendente. Sin embargo, no es tan débil.
Más bien, deja clara la debilidad del punto de vista de los saduceos, que
confiesan una serie de cosas sin querer aceptar las conclusiones. Desde el
punto de vista de un debate teológico, es más honesto negarlo todo que afirmar
algo y negar lo que de ahí se deriva.
Años más tarde, en algunos
cristianos de Corinto se daba una actitud parecida a la de los saduceos.
Aceptaban y confesaban que Jesús había resucitado, pero negaban que los demás
fuésemos a resucitar. Se aceptaba el evangelio como algo válido para esta vida,
pero se negaba su promesa de otra vida definitiva. Esta contradicción es la
que ataca Jesús en los saduceos.
Si mi interpretación es exacta, este texto no serviría para demostrarle a un ateo que existe la resurrección. El texto se dirige más bien a gente de fe, como nosotros, que dudan de sacar las consecuencias lógicas de esa fe que confiesan.
La convicción de Jesús
A lo largo de todo el evangelio, Jesús manifiesta una certeza absoluta sobre la realidad de otra vida después de la muerte. Es algo que le sale espontáneo, en las circunstancias más distintas. En esa nueva vida se consigue la recompensa que Dios nos prepara, se justifican los sacrificios, incluso de la vida, por difundir el evangelio, se enjugan las lágrimas (como dirá el Apocalipsis). Nada de lo que dice y hace Jesús se comprende sin ese convencimiento. Nosotros, que somos a menudo muy distintos, debemos pedirle: “Creo, Señor, pero aumenta nuestra fe”.
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