Para la Iglesia, el año litúrgico no termina el 31 de diciembre sino a finales de noviembre. De ese modo puede reservar cuatro domingos antes del 25 de diciembre para celebrar el Adviento, que forma ya parte del nuevo ciclo. El último domingo del tiempo ordinario (34) se dedica siempre a celebrar la fiesta de Cristo Rey. Y el penúltimo (33) a recordar el fin del mundo y de la historia. Algo que puede parecer bastante ajeno a nuestra mentalidad y cultura, pero que fue esencial para los primeros cristianos y que ofrece materia interesante de reflexión.
Del entusiasmo ingenuo a la esperanza apocalíptica
La gran tragedia experimentada por el pueblo judío a comienzos del siglo VI a.C. (deportación a Babilonia, destrucción de Jerusalén y de su templo, pérdida de la independencia) provocó al cabo de unos años un florecimiento de profecías que anunciaban la vuelta de los desterrados, la prosperidad y esplendor de Jerusalén, la gloria futura del pueblo de Dios. Los profetas rivalizaban por ver quién anunciaba un futuro mejor. Y la gente, durante siglos, alentó esas esperanzas. Hasta que la realidad se impuso, dando paso a una gran decepción: ni independencia, ni riqueza, ni esplendor. La decepción fue tan fuerte, que algunos grupos vieron la solución en la desaparición del mundo presente, radicalmente malo, y la aparición de un mundo futuro maravilloso, del que sólo formarían parte los buenos israelitas. La primera lectura de hoy lo afirma con toda claridad.
Primera lectura (Malaquías 3,19-20a)
Mirad que llega el día, ardiente como un horno: malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir ‒dice el Señor de los ejércitos‒, y no quedará de ellos ni rama ni raíz. Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas.
En
este breve pasaje, lo único que precisa comentario es la metáfora final. Para
nosotros, «un sol de justicia» es un sol terrible, del que buscamos refugio
bajo cualquier sombra. Pero este no es el sentido aquí, sino todo lo contrario:
«un sol salvador, que nos salva con sus rayos». ¿De dónde viene esta extraña
metáfora? Probablemente de Egipto, inspirándose en la imagen del sol alado, que
representa su acción benéfica sobre todo el mundo.
El cálculo del momento final y las señales
Ya que la mentalidad apocalíptica considera inminente el fin del mundo, desea calcular el momento exacto en que tendrá lugar y las señales que lo anunciarán. Las dos preguntas que formulan los discípulos a Jesús en el evangelio de hoy recogen muy bien ambos aspectos: ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder? Para la mentalidad apocalíptica, cualquier acontecimiento trágico, sobre todo si era de grandes proporciones, anunciaba el fin del mundo. Por eso, en el evangelio de este domingo, cuando los discípulos oyen anunciar la destrucción de Jerusalén, inmediatamente piensan en el fin del mundo.
En
aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la
piedra y los exvotos. Jesús les dijo:
‒
Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra:
todo será destruido.
Ellos
le preguntaron:
‒ Maestro, ¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?
El peligro de esta mentalidad es que resulta estéril. Todo se queda en cálculos y señales, sin comprometerse con los problemas del mundo que nos rodea. Y eso es lo que pretenden evitar los evangelios sinópticos cuando ponen en boca de Jesús un largo discurso apocalíptico, que la liturgia mutila abundantemente (en nuestro caso, los 29 versículos de Lucas 21,8-36 quedan reducidos a los doce primeros; menos de la mitad).
La respuesta de Jesús
Él contestó:
‒
Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre,
diciendo: «Yo soy», o bien: «El momento está cerca»; no vayáis tras ellos. Cuando
oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso
tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.
Luego les dijo:
‒ Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
Las palabras de Jesús recogen un buen catálogo de
las señales habituales en la apocalíptica: 1) a nivel humano: guerras civiles,
revoluciones y guerras internacionales; 2) a nivel terrestre: epidemias y
hambre; 3) a nivel celeste: signos espantosos.
Pero
nada de esto anuncia el fin del mundo. Antes, y aquí radica la novedad del
discurso, ocurrirán señales a nivel personal y comunitario: persecución
religiosa y política, cárcel, juicio ante tribunales civiles; incluso la
traición de padres y hermanos, la muerte y el odio de todos por causa de Jesús.
Esta parte abandona la enumeración de catástrofes apocalípticas para describir
la dura realidad de las primeras comunidades cristianas. En todas ellas habría
algunos juzgados y condenados injustamente, traicionados incluso por sus seres
más queridos. Sólo dos frases alivian la tensión de este párrafo tan trágico.
La
primera resulta casi irónica, pero no lo es: Así tendréis ocasión de dar
testimonio. La persecución, la cárcel y los juicios injustos no se deben
ver como algo puramente negativo. Ofrecen la posibilidad de dar testimonio de
Jesús, y así lo interpretaron los numerosos mártires de los primeros siglos y
los mártires de todos los tiempos.
La
segunda alienta la confianza y la esperanza: ni un cabello de vuestra cabeza
perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. Más bien
habría que decir que perecerán todos los cabellos de vuestra cabeza, pero
salvaréis vuestras almas, que es lo importante.
Si siguiésemos leyendo el discurso, todo culminaría en la aparición de Jesús, «el Hijo del Hombre que llega en una nube con gran poder y gloria». Es el sol del que hablaba Malaquías, que ilumina y salva a todos los que creen en él.
Frente a la curiosidad, testimonio
Las
lecturas de este domingo corren el peligro de ser interpretadas en el Primer
Mundo como mero recuerdo de lo que ocurrió entre los primeros cristianos. Muy
distinta será la interpretación de bastantes iglesias africanas y asiáticas,
que se verán muy bien reflejadas y consoladas por las palabras de Jesús.
También nosotros debemos recordar que, sin persecuciones ni cárceles, nuestra
misión es aprovechar todas las circunstancias de la vida para dar testimonio de
Jesús.
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