Para que una verdad sea proclamada dogma por la Iglesia católica es preciso que tenga un fundamento bíblico. En el caso de la Asunción de la Virgen es casi misión imposible, porque ningún texto del Nuevo Testamento cuenta su muerte ni su asunción. Sin embargo, con buena voluntad se encuentra un mensaje muy actual en las lecturas, especialmente en esta época de pandemia. Me limito a las de la misa de la vigilia, que me resultan más sugerentes.
El premio merecido de María (Lucas 11,27-28)
En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las gentes, una
mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo:
– «Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te
criaron». Pero él repuso:
– «Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen».
El
dicho popular: «Bendita sea la madre que te parió»
tiene en el ambiente de Jesús una formulación más completa: «Bendito sea el
vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron». Nuestro dicho se limita
al momento del parto; el que le dirige a Jesús una mujer desconocida tiene en
cuenta los meses de gestación y los años de crianza. Es todo el cuerpo de la
madre, vientre y pechos, lo que recibe la bendición.
Y esta es la relación con la fiesta: el cuerpo y alma de María, tan estrechamente unidos a Jesús, debían ser glorificados, igual que él. Si echamos la vista atrás, la vida de María no fue un camino de rosas. El anciano Simeón le anunció que una espada le traspasaría el alma. Y el primero en clavársela fue su propio hijo, que a los doce años se quedó en Jerusalén sin decirles nada. «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?». «Porque tengo que estar en las cosas de mi Padre». Y eso supondrá para María un sufrimiento continuo desde que comienza la actividad pública de Jesús. Oír que a su hijo lo acusaban de endemoniado, de comilón y borracho, de amigo de ladrones y prostitutas, de blasfemo… para terminar muriendo de la manera más infame. El cuerpo y el alma de María merecían una compensación. Esa glorificación es lo que celebramos hoy.
El premio inmerecido de todos nosotros (1 Corintios 15,54-57)
El destino de María es válido para todos nosotros, aunque por motivos muy distintos. Pablo alude al primer pecado: la ley de no comer del árbol de la vida provocó el pecado y, como consecuencia, la muerte. Pero de todo ello nos ha liberado Jesucristo, y la última palabra no la tiene la muerte sino la inmortalidad.
Hermanos: Cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?». El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la Ley. ¡Demos gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!
En esta larga etapa de pandemia, donde la muerte se ha hecho tan cercana y tantos cuerpos han sufrido y siguen sufriendo las consecuencias de la enfermedad, la fiesta de la asunción nos anima y consuela sabiendo que «esto corruptible se revestirá de incorrupción, y esto mortal de inmoralidad».
Un complemento poético (1 Crónicas 15,3-4.15-16; 16,1-2)
La misa de una solemnidad debe tener tres lecturas, la primera del Antiguo Testamento. Recordando que en las letanías se invoca a María como Arca de la alianza (Foederis arca), se pensó que el texto más adecuado para esta fiesta era el que describe la entrada del arca de la alianza en Jerusalén (el templo todavía no estaba construido). De la misma forma solemne y alegre entraría María en el cielo.
En aquellos días, David congregó en Jerusalén a
todos los israelitas, para trasladar el arca del Señor al lugar que le había
preparado. Luego reunió a los hijos de Aarón y a los levitas. Luego los levitas
se echaron los varales a los hombros y levantaron en peso el arca de Dios, tal
como había mandado Moisés por orden del Señor. David mandó a los jefes de los
levitas organizar a los cantores de sus familias, para que entonasen cantos
festivos acompañados de instrumentos, arpas, cítaras y platillos. Metieron el arca
de Dios y la instalaron en el centro de la tienda que David le había preparado.
Ofrecieron holocaustos y sacrificios de comunión a Dios y, cuando David terminó
de ofrecerlos, bendijo al pueblo en nombre del Señor.
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