Si el domingo pasado no hubiera coincidido con la fiesta de la Asunción, habríamos terminado de leer el debate de Jesús sobre el pan de vida. Lo curioso, y extraño, es que el evangelista no cuenta la reacción final del auditorio. Anteriormente, en dos ocasiones, ha interrumpido a Jesús mostrando su desacuerdo. Ahora no dice nada, como si no mereciera la pena seguir discutiendo. Sin embargo, se cuenta la reacción de los discípulos, con dos posturas muy distintas (unos lo abandonan, otros lo siguen) y el aviso de la traición de uno de ellos.
Juan 6,60-69
En aquel tiempo muchos de los discípulos de
Jesús dijeron:
-Este modo de hablar es duro. ¿Quién puede
hacerle caso?».
Sabiendo Jesús que sus discípulos lo
criticaban, les dijo:
-¿Esto os escandaliza? ¿Y si vierais al
Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne
no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y, con
todo, hay algunos entre vosotros que no creen.
Pues Jesús sabía desde el principio quiénes
no creían y quién lo iba a entregar.
Y dijo:
-Por eso os he dicho que nadie puede venir
a mí si el Padre no se lo concede.
Desde entonces, muchos discípulos suyos se
echaron atrás y no volvieron a ir con él.
Entonces Jesús les dijo a los doce:
-¿También vosotros queréis marcharos?
Simón Pedro le contestó:
-Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».
Abandono
Es un momento de crisis
muy fuerte. Hasta ahora, los discípulos no han tenido ningún problema, aunque
debemos reconocer que las noticias del cuarto evangelio sobre ellos son escasas
hasta este momento. Ha contado la vocación de los cinco primeros (Juan, Andrés,
Pedro, Felipe, Natanael), pero no la de los otros muchos que se fueron
agregando, ni siquiera la elección del grupo de los Doce. Las referencias de
pasada son positivas. En las bodas de Caná se dice que «creyeron en él» (Jn
2,11). Cuando purifica el templo, se acordaron de lo que dice un salmo («El
celo por tu casa me devora») y justifican su actitud violenta (Jn 2,17). No lo
conocen todavía muy a fondo, porque cuando les dice: «Yo tengo un alimento que
vosotros no conocéis», lo único que se les ocurre pensar es que alguien le ha
traído de comer (Jn 4,32-33). En el importante episodio de la curación del
enfermo de la piscina, con el largo discurso posterior de Jesús, el evangelista
ni siquiera los menciona (Jn 5).
Tras este extraño
silencio, en la multiplicación de los panes y los peces y el debate en la
sinagoga de Cafarnaúm, los discípulos adquieren gran protagonismo. Pero
divididos en dos grupos: la mayoría y los Doce.
La mayoría abandona a
Jesús. ¿Por qué? Ellos lo justifican diciendo que «este discurso» (o` lo,goj ou-toj) es duro, intolerable, inadmisible. No se refieren solo
a la idea de comer su carne y beber su sangre; se refieren a todo lo que ha
dicho Jesús sobre sí mismo: que es el enviado de Dios, que ha bajado del cielo,
que resucitará el último día a quien crea en él, que él es el verdadero pan de
vida. En el fondo, comer el cuerpo y beber la sangre de Jesús equivalen a
«tragárselo», a aceptarlo tal como él dice que es. Y eso, la mayoría de los
discípulos, no está dispuesto a admitirlo. Lo han visto hacer milagros, pero
eso no les extraña. También en el Antiguo Testamento se habla de personajes
milagrosos. Sin embargo, ninguno de ellos, ni siquiera Moisés, dijo haber
bajado del cielo y ser capaz de resucitar a alguien. Si Jesús hubiera aceptado
ser rey, como ellos habían pretendido poco antes, si se hubiera limitado a
hablar de esta tierra y de esta vida, no se habrían escandalizado y lo
seguirían. Ellos quieren un Jesús humano, no un Jesús divino.
En su respuesta, Jesús
empieza echando leña al fuego: si se escandalizan de lo que ha dicho, podría
darles más motivos de escándalo. Su problema es que enfocan todo desde un punto
de vista humano, carnal; y para creer en él hay que dejarse guiar por el
espíritu. Pero esto solo lo consigue aquel a quien el Padre se lo concede.
Estas palabras de Jesús resultan desconcertantes: por una parte, cargan la
culpa sobre los discípulos que se sitúan ante él con una mirada puramente
humana; por otra, responsabiliza a Dios Padre, ya que solo él puede conceder el
acceso a Jesús («nadie puede venir a mí si el Padre no se lo concede»).
Quizá el evangelista está pensando en los cristianos que han abandonado la comunidad a causa de las persecuciones o por cualquier otro motivo. ¿Qué les ha pasado a esas personas? ¿Es solo culpa suya? ¿Hay un aspecto misterioso, en el que parte de la culpa parece recaer sobre Dios? Pensando en la gente que conocemos y cómo han evolucionado en su vida de fe, estas preguntas siguen siendo de enorme actualidad.
Seguimiento
El momento más dramático
se cuenta con enorme concisión. Tras el abandono de muchos solo quedan los
Doce. La pregunta de Jesús («¿También vosotros queréis marcharos»), sugiere
cosas muy distintas: desilusión, esperanza, sensación de fracaso… La respuesta
inmediata de Pedro, como portavoz de los Doce, recuerda a su confesión en
Cesarea de Filipo, según la cuentan los Sinópticos: «Tú eres el Mesías».
Pero hay unas diferencias interesantes. Pedro no comienza confesando, sino preguntándole: «Señor, ¿a quién iremos?» Abandonar a Jesús y volver a sus trabajos es algo que no se les pasa por la cabeza. Necesitan un maestro, alguien que los guíe. ¿Dónde van a encontrar uno mejor que él? ¿Uno cuya palabra te hace sentirte vivo? Lo primero que hace Pedro es reconocer que necesitan a Jesús, no pueden vivir sin él. Luego sigue la confesión de fe. Pero no dice que Jesús sea el Mesías, sino «el Santo de Dios». No queda claro que quiere decir Pedro con este título, que solo aparece una vez en el Antiguo Testamento, aplicado al sumo sacerdote Aarón (Sal 106,16). En el Nuevo Testamento, Mc y Lc lo ponen en boca del endemoniado de la sinagoga de Cafarnaúm, que lo aplica a Jesús (Mc 1,24 = Lc 4,34; Mt omite este pasaje). Sin duda, Pedro confiesa que Jesús está en una relación especial con Dios, sin meterse a discutir si ha bajado del cielo.
Traición
En el texto litúrgico,
este tema solo aparece de pasada: Jesús sabía «quien lo iba a entregar». Si no
hubiesen mutilado el evangelio, quedaría mucho más claro. Porque,
inmediatamente después de la intervención de Pedro, Jesús añade: «“¿No os he
elegido yo a los Doce? Pero uno de vosotros es un diablo.” Lo decía por Judas
Iscariote, uno de los Doce, que lo iba a entregar.»
Con ello surge una nueva pregunta y un nuevo misterio: ¿por qué Judas no abandona a Jesús en este momento, cuando tantos otros lo han hecho? ¿Por qué Jesús, si lo sabe, lo mantiene en el grupo? ¿Cómo puede llegar alguien a desilusionarse de Jesús hasta el punto de traicionarlo?
El compromiso de los israelitas con Dios (Josué 24,1-2.15-18)
La decisión de Pedro y los
otros de seguir con Jesús recuerda a la de los antiguos israelitas de
mantenerse fieles a Yahvé, Dios de Israel. Estamos en el capítulo final del
libro de Josué. Los israelitas, bajo sus órdenes, han conquistado todo el
territorio que Dios les había prometido. En ese momento, Josué reúne a todas
las tribus en Siquén, les recuerda los beneficios pasados de Dios y les ofrece
la alternativa de servir o no servir a Yahvé. Es un diálogo espléndido,
dramático, en el que Josué, contra lo que cabría esperar, se esfuerza por
convencer al pueblo de que no sirva a Yahvé: es un dios celoso, y no los
perdonará si lo traicionan. Sin embargo, los israelitas porfían en que quieren
servirlo, y todo termina con la alianza entre el pueblo y Dios.
La selección litúrgica ha mutilado la intervención de Josué, el diálogo con el pueblo, y el final. De 28 versículos, solo se han salvado 6.
En aquellos
días Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquén y llamó a los ancianos
de Israel, a los jefes, a los jueces y a los magistrados. Y se presentaron ante
Dios. Josué dijo a todo el pueblo:
-Si
os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quién queréis servir: si a los
dioses a los que sirvieron vuestros padres al otro lado del Río, o a los dioses
de los amorreos, en cuyo país habitáis, que yo y mi casa serviremos al Señor.
El pueblo respondió:
-¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses! Porque el Señor nuestro Dios es quien nos sacó, a nosotros y a nuestros padres, de Egipto, de la casa de la esclavitud, y quien hizo ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios y nos guardó en todo nuestro peregrinar y entre todos los pueblos por los que atravesamos. También nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios.
Si el texto se hubiera
leído completo, ofrecería una relación más clara con el evangelio. Tanto Josué
como Jesús hablan de manera clara y dura, como queriendo desanimar a sus
seguidores. La gran diferencia radica en la diversa reacción de los oyentes. El
texto de Josué ofrece un final feliz, ajeno por completo a la realidad: de
hecho, los israelitas siguieron sirviendo a otros dioses y abandonando a Yahvé.
El evangelio traza un cuadro más realista, incluso pesimista: muchos discípulos
abandonan a Jesús; solo quedan doce, y uno de ellos será un traidor.
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