La primera lectura, de tono profundamente
optimista, anuncia una nueva alianza entre Dios y el pueblo. Todo tendrá lugar
de forma fácil, casi milagrosa, sin especial esfuerzo para Dios ni para
nosotros. En cambio, las dos lecturas siguientes ofrecen una imagen muy
distinta: la nueva alianza entre Dios y el pueblo implicará un duro sacrificio
para Jesús. Un sacrificio que le sumerge en la angustia y le mueve a rezar al
Padre. Esta trágica experiencia se recuerda hoy en dos versiones distintas: la
de Juan, y la de la Carta a los Hebreos, que recoge el famoso relato de la
oración del huerto de los olivos contado por los evangelios sinópticos.
En aquel tiempo, entre los que habían
venido a celebrar la fiesta había algunos gentiles; éstos, acercándose a
Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban:
-Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y
Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó:
-Ha llegado la hora de que sea glorificado
el Hijo del hambre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí
mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará
para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí
también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi
alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre líbrame de esta hora. Pero si por esto
he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del cielo:
-Lo he glorificado y volveré a
glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía que
había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
-Esta voz no ha venido por mí, sino por
vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a
ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos
hacia mí.
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
El evangelio
comienza y termina en tono de victoria. El triunfo inicial se concreta en el
deseo de algunos de conocer a Jesús (es secundario que se trate de “gentiles”,
paganos, como dice la traducción litúrgica, o de “judíos de lengua griega”
residentes en otros países que han venido a celebrar la fiesta de Pascua). Y
ese triunfo, reflejado en el interés de unos pocos, alcanza dimensiones
universales al final: “atraeré a todos hacia mí”.
Pero este marco de triunfo encuadra una escena trágica: Jesús es consciente de que para triunfar tiene que morir, como el grano de trigo; tiene que ser “elevado sobre la tierra”, crucificado. Ante esta perspectiva confiesa: “me siento agitado”, angustiado. E intenta superar ese estado de ánimo con la reflexión y la oración. Ante todo, procura convencerse a sí mismo de la necesidad de su muerte: igual que el grano de trigo tiene que pudrirse en tierra para producir fruto. Sin embargo, los argumentos racionales no sirven de mucho cuando uno se siente angustiado. Viene entonces el deseo de pedirle a Dios: “Padre, líbrame de esta hora”. Pero se niega a ello, recordando que ha venido precisamente para eso, para morir. En vez de pedir al Padre que lo salve le pide algo muy distinto: “Padre, glorifica tu nombre”. Lo importante no es conservar la vida sino la gloria de Dios.
Oración en el huerto (Carta a
los Hebreos)
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
El relato de
los evangelios sinópticos es muy conocido: Jesús marcha al huerto de los olivos
la noche en que será apresado. Sabe que va a morir, siente profunda angustia, y
por tres veces reza al Padre pidiéndole que, si es posible, le evite ese trago
amargo. La Carta a los Hebreos no se detiene a contar lo ocurrido. Pero recuerda
lo trágico del momento cuando afirma que Jesús rezó “a gritos y con lágrimas”,
cosa que no menciona ninguno de los evangelios. Y lo que pedía (“pase de mí
este cáliz”) lo sugiere al decir que suplicaba “al que podía salvarlo de la
muerte”.
Sin embargo, el final de la lectura es optimista: Jesús salva eternamente a quienes le obedecen. En medio de este contraste entre tragedia y triunfo, unas palabras desconcertantes: “en su angustia fue escuchado”. Quizá el autor piensa en el relato de Lucas, que habla de un ángel que viene a consolar a Jesús. Pero quien conoce el evangelio advierte la ironía o el misterio que esconden estas palabras: Jesús es escuchado, pero muere.
El templo y el huerto
Es
evidente la relación entre las dos lecturas. En ambos casos Jesús se siente
agitado (Juan) o angustiado (Hebreos). En ambos casos recurre a la oración. En
ambas lecturas, la palabra final no es la muerte, sino la victoria de Jesús y,
con él, la de todos nosotros. Pero, dentro de estas semejanzas, hay una gran
diferencia con respecto a la oración de Jesús: en el evangelio, se niega a
pedir al Padre que lo salve, sólo quiere la gloria de Dios, por mucho que le
cueste; en la Carta, Jesús suplica “a gritos y con lágrimas” para ser salvado
de la muerte.
La
ciencia bíblica actual tiende a considerar estos relatos dos versiones distintas
del mismo hecho. Pero durante años y siglos estuvo de moda la tendencia a
armonizar los datos del evangelio. En esta postura, los relatos ofrecen dos momentos
distintos y sucesivos de la experiencia humana y religiosa de Jesús.
En
un primer momento, ante la angustia de la muerte, se refugia en la reflexión
racional (he venido para morir como el grano de trigo) y se niega a pedirle al
Padre que lo salve. Al cabo de pocos días, cuando la pasión y muerte no son una
posibilidad sino una certeza, reza con gritos y lágrimas, sudando sangre (como
añade Lucas): “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz”. Una reacción más
humana, pero perfectamente compatible con lo que cuenta Juan.
A
las puertas de la Semana Santa, la experiencia y la reacción de Jesús son un
ejemplo excelente que nos anima en nuestros momentos de angustia y desánimo, y
nos mueve a agradecerle su entrega hasta la muerte.
Final del recorrido: nueva alianza (Jeremías 31,31-34)
Las primeras lecturas de los domingos de Cuaresma han ofrecido una serie de momentos capitales de la historia de la salvación: alianza con Noé, sacrificio de Abrahán, decálogo, deportación a Babilonia y liberación. Hoy culmina con la promesa de una nueva alianza. El tema era fundamental en la época del exilio, porque muchos pensaban que Dios había roto las relaciones con su pueblo. Frente a este desánimo, el profeta repite la antigua fórmula de la alianza del Sinaí: «Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo». Pero con una diferencia capital. Esta vez la ley no será escrita en tablas de piedra, sino en los corazones, y todos conocerán al Señor. Demasiado optimismo por lo que respecta a la respuesta humana. Pero nos queda el consuelo de que, aunque sigamos quebrantando la alianza, Dios sigue perdonando nuestras culpas y no recordando nuestros pecados.
Ya llegan días -oráculo del Señor-
en qué haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No será
una alianza como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para
sacarlos de Egipto, pues quebrantaron mi alianza, aunque yo era su señor -oráculo
del Señor-. Ésta será la alianza que haré con ellos después de aquellos días -oráculo
del Señor-: pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo
seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros
diciendo: «Conoced al Señor», pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor -oráculo
del Señor-, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados.
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