miércoles, 30 de septiembre de 2020

De canción de amor a canción de muerte. Domingo 27. Ciclo A

 

"Mi amigo tenía una viña en fértil collado..."

Acto I: Explanada del templo de Jerusalén. Hacia 735 a.C.

          El murmullo se apaga lentamente. Cuando se hace silencio, Isaías se dirige a la gente congregada: «Voy a cantar una canción de amor. Del amor de mi amigo a su viña». El público sonríe incrédulo. No imagina al profeta cantando una canción de amor. Lo más frecuente en él son denuncias y elegías.

            La canción habla del trabajo entusiasta que dedica su amigo a una hermosa viña: entrecava el terreno, lo descanta, plata buenas cepas, construye una atalaya y, esperando una magnífica cosecha, cava un lagar. Pero, al cabo del tiempo, la viña, en vez de dar uvas hermosas y dulces, da ácidos agrazones.

            Isaías aparta la cítara y mira fijamente al público: «Ahora os toca a vosotros hacer de jueces entre mi amigo y su viña. ¿Podía hacer por ella más de lo que hizo».

La gente guarda silencio e Isaías continúa: «Voy a deciros lo que hará mi amigo: derribará su valla para que sirva de pasto a ovejas y cabras, para que la pisoteen mulos y toros; la arrasará para que crezcan en ella zarzas y cardos, y prohibirá a las nubes que lluevan sobre ella».

El profeta se interrumpe y pregunta de nuevo: «¿Quién es mi amigo y cuál es su viña?» Pero no da tiempo a que nadie intervenga: «La viña del Señor sois vosotros, los hombres de Israel y de Judá. Dios ha hecho mucho por vosotros, y esperó a cambio que practicarais el derecho y la justicia, que os portarais bien con el prójimo. Pero sólo habéis producido asesinatos y provocado lamentos».

            El texto de la canción es la 1ª lectura de hoy:

Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. 

Mi amigo tenía una viña en fértil collado. 

La entrecavó, la descantó, y plantó buenas cepas;

construyó en medio una atalaya y cavó un lagar. 

Y esperó que diese uvas, pero dio agrazones. 

Pues ahora, habitantes de Jerusalén, hombres de Judá,

por favor, sed jueces entre mí y mi viña. 

¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho? 

¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones? 

Pues ahora os diré a vosotros lo que voy a hacer con mi viña:

quitar su valla para que sirva de pasto,

derruir su tapia para que la pisoteen. 

La dejaré arrasada:

no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos;

prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella. 

La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel;

son los hombres de Judá su plantel preferido.

Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; 

esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos. 


Acto II: Explanada del templo de Jerusalén. Hacia año 29 de nuestra era.

Jesús acaba de contar a los sacerdotes y senadores la parábola de los dos hermanos, advirtiéndoles que las prostitutas y los publicanos les llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Inmediatamente, sin darles tiempo a reaccionar ni responder, les dice:

― Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar…

― Ésa ya la sabemos, comenta uno en voz alta. Ésa no es tuya, es de Isaías.

Jesús no se inmuta. Y la parábola toma de repente un rumbo imprevisible. A diferencia de la viña de Isaías, ésta sí da fruto. El problema no radica en la viña, sino en los viñadores, que se niegan a entregar los frutos a su legítimo propietario.

El drama se desarrolla en tres etapas. En las dos primeras, el dueño envía unos criados, y los viñadores los apalean, matan o apedrean. En la tercera, envía a su propio hijo. Cuando lo matan, Jesús, igual que Isaías, se encara con los oyentes, pidiéndoles su opinión: «¿Qué hará con aquellos labrado­res?»

A diferencia de lo que ocurre en Isaías, los oyentes intervienen, emitiendo una sentencia tremendamente dura: los viñadores merecen la muerte y la viña será entregada a otros más honrados.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:

― Escuchad otra parábola: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje. Llegado el tiempo de la vendimia, envió sus criados a los labradores, para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo, diciéndose: "Tendrán respeto a mi hijo. "Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: "Éste es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia." Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron. Y ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?»

Le contestaron:

― Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos.

Y Jesús les dice: 

― ¿No habéis leído nunca en la Escritura: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente"?  Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.»

Tres grandes enseñanzas

            1. La canción de la viña de Isaías insiste en una idea que a muchos cristianos todavía les resulta extraña: el amor de Dios se paga con amor al prójimo. Dios ha hecho mucho por los israelitas, pero lo que pide de ellos no es actos de culto sino la práctica de la justicia y el derecho. Jesús dirá que el segundo mandamiento (amar al prójimo) es tan importante como el primero (amar a Dios). Y la 1ª carta de Juan afirma: «Si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amar… a nuestros hermanos».

            2. Para Jesús, a diferencia de Isaías, el pueblo no es una viña mala e improductiva. Al contra­rio, da frutos a su tiempo. El mal radica en las autoridades religiosas, que consideran la viña propiedad privada y no recono­cen a su auténtico propietario. Por eso Mateo termina con un comentario incomprensiblemente suprimido por la liturgia: «Al oír sus parábolas, los sumos sacerdotes y los fariseos se dieron cuenta de que iban por ellos» (v.45). Sería completamente equivocado utilizar la homilía de este domingo para atacar al público presente, que bastante hace con soportarnos. Quienes debemos sentirnos especialmente interpelados somos los que tenemos una responsabilidad dentro de la comunidad cristiana.

            3. En su versión final (véase “Una cuestión discutida”), la parábola subraya la importancia y triunfo de Jesús. Después de todos los profetas (los criados), él es “el hijo”, lo más valioso que Dios puede mandar. Y aunque las autoridades religiosas lo infravaloren y desprecien, él termina convertido en la piedra angular del nuevo edificio de la Iglesia. 

Una cuestión discutida

Muchos comentaristas piensan que la parábola primitiva contada por Jesús hablaba sólo del envío de los criados, los profetas, a los que los viñadores apalean, matan o apedrean. Y terminaría con las palabras: «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.» Es pueblo eran los seguidores de Jesús.

Cuando lo mataron, los primeros cristianos pensaron que este era el mayor crimen, y se habrían añadido las palabras referentes al envío y la muerte del hijo. En la misma línea de subrayar la importancia de Jesús habría añadido las palabras del Salmo 118,22: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente». Es un cambio fuerte de metáfora. Los viñadores se convierten en arquitectos, y el hijo en una piedra. Los constructo­res la desechan, porque no la consideran válida como piedra angular, la que soporta el peso de todo el arco. Sin embargo, Dios la coloca en un puesto de privilegio. Con este añadido, la parábola pierde en clari­dad, pero advierte a las autoridades religiosas que su crimen no ha servido de nada, y alegra a los cristianos con la certeza del triunfo de Jesús. 

La paz de Dios y la forma de conseguirla (Filipenses 4,6-9)

            La lectura de Pablo comienza con las palabras: «Nada os preocupe», y repite más adelante dos promesas muy parecidas: «La paz de Dios custodiará vuestros corazones» y «el Dios de la paz estará con vosotros». La paz, siempre necesaria, lo es quizá más en este tiempo. Pablo indica a los cristianos de Filipos tres recursos para conseguirla: 1) la oración, la súplica y la acción de gracias; 2) tener en cuenta todo lo que es virtud o mérito; 3) poner por obra lo que recibieron, oyeron y vieron en él.

            Si reflexionamos sobre estos recursos y los ponemos en práctica, conseguiremos la paz de Dios.

 

 

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