El domingo pasado recordamos el Bautismo de Jesús.
En la versión de Marcos y de Lucas, Juan Bautista no dice nada. En la de Mateo,
entabla un breve diálogo con Jesús, porque no comprende que venga a bautizarse.
El cuarto evangelio sigue un camino muy distinto: Jesús va al Jordán, pero no
cuenta el bautismo; en cambio, introduce un breve discurso de Juan Bautista. Es
el texto que se lee este domingo (Jn 1,29-34).
‒ Éste es el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: «Tras de mí viene un
hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo.» Yo no lo
conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.
Y Juan dio testimonio diciendo:
‒ He contemplado al Espíritu que
bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el
que me envió a bautizar con agua me dijo: «Aquél sobre quien veas bajar el
Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo.»
Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.
Triple
esfuerzo de imaginación
Para
entender este texto conviene realizar un triple esfuerzo de imaginación: 1)
imaginar que somos jóvenes; 2) imaginar que vivimos hace veinte siglos en
Palestina; 3) imaginar que somos discípulos de Juan Bautista, y no hemos oído
hablar nunca de Jesús. Hemos hecho quizá un largo y molesto viaje para escuchar
a Juan y hacernos bautizar por él, hemos renunciado a todo para convertirnos en
discípulos suyos. Juan es el personaje más grande en nuestra vida. De repente,
aparece Jesús, un desconocido, y lo que Juan dice nos desconcierta por
completo.
Al
desconocido lo presenta, en primer lugar, como el
cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Fórmula extraña,
que ninguno entiende muy bien, pero que sugiere una estrecha relación con Dios
y con el perdón de los pecados. Hemos ido buscando un bautismo para el perdón
de los pecados, y ahora encontramos a un personaje que los quita.
Sigue
Juan diciendo que ese desconocido está por
delante de mí, porque existía antes que yo. Y lo miramos
extrañados, intentando convencernos de que Jesús es más viejo, aunque Juan lo
parece mucho más, quizá por culpa de tantas penitencias y por alimentarse solo
de saltamontes y miel silvestre. Pero tenemos la sensación de que Juan no se
refiere sólo a la edad: está sugiriendo que ese desconocido es mucho más
importante que él.
Y
esto queda claro cuando añade: He contemplado
al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él.
Entre nosotros hay algunos conocedores de la teología judía, y se asombran de
esto porque muchos rabinos afirman que el Espíritu de Dios lleva siglos sin
manifestarse. Muy grande tiene que ser ese desconocido, sobre todo teniendo en
cuenta que no solo recibe el Espíritu, sino que también lo transmite en un nuevo
bautismo, distinto del de Juan.
Finalmente,
termina dando testimonio de que éste es el
Hijo de Dios, una forma de referirse al rey de Israel, al
que Dios adopta como hijo. (Lo dejan claro las palabras que pronunciará poco
más tarde Natanael, dirigiéndose a Jesús: «Tú eres el hijo de Dios, tú eres el
rey de Israel»: Jn 1,49).
Los
oyentes de Juan se preguntarían asombrados: ¿quién es este que quita el pecado
del mundo, que es más importante que Juan, sobre el que se ha posado el
espíritu, que da el espíritu en un nuevo bautismo, que es el rey de Israel? Sin
duda, debe tratarse del Mesías, aunque no lo parezca.
Contemplar la escena es un recurso
magnífico para profundizar en el evangelio y entenderlo, pero la lectura
«científica» ayuda también a descubrir nuevos aspectos.
El más importante es que Juan
Bautista no pronunció este discurso: sus palabras son un recurso del
evangelista para suscitar en nosotros, desde el primer momento, la curiosidad y
el interés por el protagonista de su historia. Y no sólo esto, sino también una
respuesta personal, idéntica a la que refleja el episodio inmediatamente
posterior (Jn 1,35-37, que no se lee este domingo). Al día siguiente
estaba Juan con dos de sus discípulos. Viendo pasar a Jesús, dijo: Ahí está el Cordero de Dios. Los discípulos, al
oírlo hablar así siguieron a Jesús.
Esta vez no pronuncia Juan un largo y complicado discurso. Basta una simple
referencia, enigmática, al cordero de Dios. Lo importante es que la curiosidad
y el interés dan paso al seguimiento.
Cuando se relee el texto diez o
quince veces (algo imprescindible para entender el cuarto evangelio) se
advierten dos bloques de afirmaciones:
El primero se refiere a Jesús, del
que Juan dice: 1) Es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo; 2) está
por delante de mí porque existía antes
que yo; 3) el Espíritu su posó sobre él y bautizará con Espíritu Santo; 5) es
el Hijo de Dios.
Son afirmaciones que se
complementan, componiendo un mosaico de la figura de Jesús: empieza hablando de
su relación con el mundo, del que borra sus pecados; luego de su relación con
Juan; finalmente de su relación con Dios y con su Espíritu. Un personaje del que
solo se puede esperar lo mejor y que provoca asombro y deseo de conocerlo.
El segundo bloque de afirmaciones se
refiere a Juan: 1) he anunciado la venida de uno más importante; 2) dos veces
repite «yo no lo conocía»; 3) pero «he salido a bautizar para que sea
manifestado a Israel»; 4) he contemplado al Espíritu bajar sobre él; 4) lo he
visto y doy testimonio.
También estas afirmaciones se
complementan, esbozando la misión del Bautista y su descubrimiento de Jesús,
desde que Dios lo envía a bautizar hasta que se encuentra con el personaje
anunciado. En la visión que ofrece el cuarto evangelio, la vida de Juan
Bautista solo tiene sentido al servicio de Jesús, dándolo a conocer a los
demás. Algo que podría desilusionar o desconcertar a sus discípulos, pero que
debe moverlos a aceptar a Jesús, igual que hizo su maestro.
Dos notas:
‒ La imagen del «cordero de Dios»,
que no coincide exactamente ni con la del cordero pascual, ni con la del chivo
expiatorio del Yom Kippur, recuerda bastante al personaje misterioso de Isaías
53 que se ofrece a morir por el pueblo y marcha a la muerte «como un cordero
llevado al matadero», sin protestar ni abrir la boca. Teniendo en cuenta que en
ámbito cananeo el símbolo de la divinidad era el toro, por su fuerza y bravura,
elegir al cordero significa un cambio radical, una opción por lo débil y suave.
‒ «El pecado del mundo» es una fórmula
que solo se encuentra aquí, y resulta difícil saber en qué consiste el pecado
del mundo. Una pista la ofrece la primera carta de Juan: «Cuanto hay en el
mundo, la codicia sensual, la codicia de lo que se ve, el jactarse de la buena
vida, no procede del Padre, sino del mundo» (1 Jn 2,16). Todo eso sería lo que
elimina Jesús. Pero la cuestión es discutida.
La doble misión del Siervo de Dios y de Jesús (Is
49,3.5-6)
El Señor me dijo: «Tú eres
mi siervo, de quien estoy orgulloso.»
Y ahora habla el Señor, que desde
el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le
reuniese a Israel -tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza-. «Es poco
que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los
supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación
alcance hasta el confín de la tierra.»
El protagonista de esta lectura es
un personaje misterioso que aparece al final del libro de Isaías. Uniendo
diversos poemas de los capítulos 42, 49, 50 y 53 se esboza la figura de un
“Siervo de Yahvé”, al que Dios encomienda la misión de convertir a los judíos
desterrados en Babilonia (de la salvación política se encargará el rey persa
Ciro). El Siervo, después de una etapa inicial de entusiasmo, atraviesa una
profunda crisis, pensando que todo su esfuerzo ha sido inútil. Entonces, el
Señor le renueva la misión con respecto a Israel e incluso se la amplía,
extendiéndola a todo el mundo.
Este poema de Isaías ayuda a
entender la misión de Jesús de “quitar los pecados del mundo”. Una misión que
implica dos aspectos. El primero, relativo al pueblo de Israel, consiste en convertirlo
al Señor; de hecho, su mensaje inicial será “convertíos y creed en la buena
noticia”. El segundo se refiere al mundo entero: iluminar a todas las naciones
para que la salvación de Dios alcance hasta el fin del mundo; sus rápidas
visitas a Fenicia y la Decápolis, su buena relación con los despreciados
samaritanos, simbolizan y anticipan la misión universal de la Iglesia, sin
fronteras ni muros.
Nota sobre la segunda lectura (1 Corintios 1,1-3)
Desde este domingo hasta el séptimo del Tiempo Ordinario
(este año 2020 la Cuaresma comienza el 25 de febrero), la segunda lectura se
dedica a diversos fragmentos de la Primera Carta a los Corintios (solo de los
capítulos 1-3). El deseo de la liturgia de conocer a san Pablo leyendo breves
pasajes de sus cartas cada domingo resulta utópico. No es esa la forma de
conocerlo. Pero puede animarnos a leer en privado esta carta, una de las más
interesantes del apóstol, en la que trata problema de enorme actualidad.
En los volúmenes II (“El macedonio) y III (“La profecía”)
de mi obra Hasta los confines de la tierra (Verbo Divino, Estella)
dedico diversos capítulos a 1 Corintios. En un Apéndice del volumen III (pp. 319-330) ofrezco una introducción a la carta mezclando la
narración y lo “científico”, como hice en El cuadrante.
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