"Vi la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo..."
Lectura del evangelio según
san Juan 13, 31-33a. 34-35
El evangelio de hoy,
tomado del discurso de Jesús durante la última cena, aborda brevemente dos
temas: Jesús y Dios; Jesús, nosotros y los otros. En realidad, el texto del
cuarto evangelio incluye entre estos dos temas un tercero: Jesús y los
discípulos. Los responsables de la selección no desaprovecharon la ocasión de
suprimirlo.
Jesús y Dios. (Puede extrañar que no escriba “Jesús y el Padre”, pero en esta primera
parte Jesús usa tres veces la palabra “Dios” y nunca “Padre”.)
Cuando salió
Judas del cenáculo, dijo Jesús: Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y
Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo
glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará.
Estamos en la noche del Jueves Santo. Judas acaba
de salir del cenáculo para traicionar a Jesús y este pronuncia unas palabras
desconcertantes. “Ahora es glorificado
el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él.”
¿Qué quiere decir Jesús? La primera dificultad
está en que usa cinco veces el verbo “glorificar”, que nosotros no usamos
nunca, aunque sepamos lo que significa. Nadie le dice a otro: “yo te
glorifico”, o “Pedro glorificó a su mujer”. Sólo en la misa recitamos el
Gloria, y ahí el verbo va unido a otros más usados: “te alabamos, te
bendecimos, te adoramos, te glorificamos”. Pero, en el fondo, después de leer
la frase diez o doce veces, queda más o menos claro lo que Jesús quiere decir:
ha ocurrido algo que ha redundado en su gloria y, consiguientemente, en gloria
de Dios; y Dios, en recompensa, glorificará también a Jesús.
¿Qué es eso que ha
ocurrido ahora y que redunda en gloria de Jesús? Que Judas ha
salido del cenáculo para ir a traicionarlo. Parece absurdo decir esto. Pero
recuerda lo que dice la primera lectura: “hay que pasar mucho para entrar en
el reino de Dios”. A través de la pasión y la muerte es como Jesús dará
gloria a Dios, y Dios a su vez lo glorificará.
San Ignacio de Loyola, en
los Ejercicios Espirituales, anima al ejercitante, en momentos como
este, a pedir la gracia de “alegrarse y gozarse de tanta alegría y gozo de
Cristo nuestro Señor”. Algo fundamental, pero que podemos pasar por alto.
Jesús,
nosotros y los otros.
Hijos míos, me
queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os
améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal
por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a
otros.»
Esta parte, muy conocida, es
fácil de entender y muy difícil de practicar. El amor al prójimo como a uno
mismo es algo que está ya mandado en el libro del Levítico. La novedad consiste
en amar “como yo os he amado”. La
idea de que Jesús amaba solo a uno de los discípulos (“el discípulo amado”) no
es exacta. Amaba a todos, y si a ellos les hubieran preguntado en aquel momento
cómo les había amado Jesús dirían que eligiéndolos y soportándolos. Es mucho,
pero hay una forma más grande de demostrar el amor: dando la vida por la
persona a la que se quiere, como el buen pastor que da la vida por sus ovejas.
Cabe el peligro de
concluir: “Si Jesús nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarlo a él”.
Sin embargo, el mandamiento nuevo no habla de amar a Jesús, sino de amarnos
unos a otros. Esto supone un cambio importante con respecto al libro del
Deuteronomio, donde el mandamiento principal es “amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Jesús, de forma casi
polémica, omite la referencia a Dios y habla del amor al prójimo. Y lo mismo
que a los israelitas se los reconocía por creer en un solo Dios dentro de un
ambiente politeísta, a los cristianos se nos debe reconocer por amarnos unos a
otros.
Sin embargo, cuando se
conoce la historia de la Iglesia, queda claro que los cristianos nos
distinguimos, más que por el amor mutuo, por la capacidad de pelearnos, no solo
entre diversas confesiones, sino dentro de la misma. Curiosamente, la situación
ha mejorado mucho entre las distintas confesiones, mientras los conflictos
abundan dentro de la misma iglesia. Lo cual es comprensible. Es más fácil
pelearse con el hermano que vive contigo que con el que ha formado su propia
familia y está más lejos.
Lectura del libro de los Hechos de
los apóstoles 14, 21b-27
El domingo
pasado se leyó la actividad de Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia, y las
dificultades que promovieron al final los judíos y algunas señoras importantes,
obligándoles a huir de allí. Marchan entonces a Iconio, Listra y Derbe (el mapa
ayuda a seguir el itinerario). Lo que allí ocurrió no se lee en la misa, pero
es importante recordarlo brevemente para comprender la lectura de hoy (el que
quiera puede leer el capítulo 14 de los Hechos, que es muy interesante).
En
Iconio predican con bastante éxito, pero al final la gente se divide, algunos intentan
apedrearlos y tienen que huir de nuevo.
En Listra curan a un tullido y la gente los consideran dioses; ellos
consiguen con dificultad que no les den culto. Pero vienen judíos de Antioquía
e Iconio que ponen a la gente contra Pablo; lo apedrean y lo arrastran fuera de la ciudad
dándolo por muerto. Los discípulos lo recogen y
al día siguiente huye con Bernabé hacia Derbe.
En Derbe anuncian el evangelio y
ganan bastantes discípulos. Allí no se dan persecuciones. Terminada la
predicación, emprenden el viaje de vuelta a Antioquía de Siria (donde habían
comenzado el viaje misionero), pasando por las mismas ciudades que ya habían
evangelizado. Este viaje de vuelta es el tema de la lectura de hoy.
En aquellos
días, Pablo y Bernabé volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a
los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que
pasar mucho para entrar en el reino de Dios.
En cada Iglesia designaban
presbíteros, oraban, ayunaban y los encomendaban al Señor, en quien habían
creído. Atravesaron Pisidia y llegaron a Panfilia. Predicaron en Perge, bajaron
a Atalía y allí se embarcaron para Antioquía, de donde los habían
enviado, con la gracia de Dios, a la misión que acababan de cumplir. Al
llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio
de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe.
El viaje de vuelta, contado tan
esquemáticamente, debió de durar, como mínimo, uno o dos meses. Pero Lucas no
se detiene a contar con detalle lo ocurrido. Para él es más importante indicar
la conducta de los apóstoles. En todas las comunidades hacen lo mismo durante
la vuelta:
1) Confortar y exhortar a perseverar en la
fe. “Confortar” es un verbo exclusivo de Hch (14,22; 15,41; 18,23) y siempre
tiene por objeto a los discípulos o a las comunidades (no a individuos). ¿Cómo
se conforta y exhorta? Advirtiéndoles de la realidad: “hay que pasar mucho para
entrar en el Reino de Dios”. Igual que Pablo y Bernabé han tenido que sufrir
para anunciar el evangelio; igual que Esteban fue apedreado hasta la muerte
(Hch 11,19). Las persecuciones y tribulaciones forman parte esencial de la vida
cristiana.
2) Designar responsables. Esta palabra
griega, presbitérous,
etimológicamente designa a los “ancianos”, pero en la práctica se aplica a los
responsables de la comunidad y terminará adquiriendo un matiz muy concreto:
sacerdote. Pero no es eso lo que designan los apóstoles, sino simples
encargados de dirigir la comunidad, las asambleas litúrgicas, etc.
3) Celebrar liturgias de oración y ayuno, en
las que encomiendan a la comunidad al Señor.
Finalmente, cuando llegan a Antioquía de
Siria, pueden dar la gran noticia: Dios ha abierto a los paganos la puerta de
la fe. Ha comenzado una etapa nueva en la historia de la iglesia y de la
humanidad.
Lectura
del libro del Apocalipsis 21, 1-5a
Si
la primera lectura se fija sobre todo en las tribulaciones por las que hay que
pasar para entrar en el reino de Dios, la segunda, del Apocalipsis, habla de
ese reino de Dios, del mundo futuro maravilloso. No es literatura de ficción,
aunque lo parezca. Los cristianos del siglo I estaban sufriendo numerosas
persecuciones, y la certeza de un mundo distinto era el mayor consuelo que
podían recibir.
Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una
tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar
ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del
cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo.
Y escuché una voz potente que decía desde el trono: «Ésta es la morada de Dios
con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con
ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni
luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado.» Y el que
estaba sentado en el trono dijo: «Todo lo hago nuevo.»
Aunque el lenguaje es muy distinto,
la idea de fondo es la misma en las dos primeras lecturas: ahora mismo, la
comunidad padece grandes tribulaciones (Hch), hay lágrimas, muerte, luto,
llanto, dolor (Ap), pero todo esto llevará al reino de Dios (Hch) y a un mundo
maravilloso (Ap).
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