La confesión de Pedro («Tú eres el Mesías»), que leímos el domingo
pasado, marca el final de la primera parte del evangelio de Marcos. La segunda
parte la estructura a partir de un triple anuncio de Jesús de su muerte y
resurrección; a los tres anuncios siguen tres relatos que ponen de relieve la
incomprensión de los discípulos. El domingo pasado leímos el primer anuncio y
la reacción de Pedro, que rechaza la idea del sufrimiento y la muerte. Hoy
leemos el segundo anuncio, seguido de la incomprensión de todos.
Segundo anuncio de la pasión y resurrección
Salieron
de allí y atravesaron Galilea. Jesús no quería que se supiera, porque estaba
enseñando a sus discípulos. Les decía: «El hijo del hombre va a ser entregado
en manos de los hombres; lo matarán y, después de muerto, a los tres días
resucitará». Pero ellos no entendían estas palabras y no se atrevían a
preguntarle.
La actividad de Jesús entra en una nueva etapa: sigue recorriendo Galilea, pero no
se dedica a anunciar a la gente la buena nueva, se centra en la formación de
los discípulos. Y la primera lección que les enseña no es materia nueva, sino
repetición de algo ya dicho; de forma más breve, para que quede claro: ««El
hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y,
después de muerto, a los tres días resucitará». En comparación con el primer anuncio, aquí no concreta quiénes serán
los adversarios; en vez de sumos sacerdotes, escribas y senadores habla
simplemente de «los hombres». Tampoco menciona las injurias y sufrimientos. Todo
se centra en el binomio muerte-resurrección. Para quienes estamos
acostumbrados a relacionar la pasión y resurrección con la Semana Santa, es
importante recordar que Jesús las tiene presentes durante toda su vida. Para
Jesús cada día es Viernes Santo y Domingo de Resurrección.
Segunda muestra de incomprensión
Al primer anuncio, Pedro reaccionó reprendiendo a Jesús, y se ganó una
dura reprimenda. No es raro que ahora todos callen, aunque siguen sin entender
a Jesús: «ellos no entendían lo que les decían y temían preguntarle» (Mc 9,32).
Marcos es el evangelista que más subraya la incomprensión de los discípulos, lo
cual no deja de ser un consuelo para cuando no entendemos las cosas que Jesús
dice y hace, o los misterios que la vida nos depara. Quien presume de entender
a Jesús demuestra que no es muy listo.
La prueba más clara de que los discípulos no han entendido nada es que
en el camino hacia Cafarnaúm se dedican a discutir sobre quién es el más
importante. Mejor dicho, han entendido algo. Porque, cuando Jesús les pregunta
de qué hablaban por el camino, se callan; les da vergüenza reconocer que el
tema de su conversación está en contra de lo que Jesús acaba de decirles sobre
su muerte y resurrección.
Una enseñanza breve y una acción simbólica nada
romántica
Llegaron
a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: «¿Qué discutíais por el camino?».
Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido sobre quién entre
ellos sería el más grande. Jesús se sentó, llamó a los doce y les dijo: «El que
quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos». Tomó en sus
brazos a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: «El que acoge a uno de
estos pequeños en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no es a mí a
quien acoge, sino al que me ha enviado a mí».
Para comprender la discusión de los discípulos y el carácter
revolucionario de la postura de Jesús es interesante recordar la práctica de
Qumrán. En aquella comunidad se prescribe lo siguiente: «Los sacerdotes
marcharán los primeros conforme al orden de su llamada. Después de
ellos seguirán los levitas y el pueblo entero marchará en tercer lugar
(...) Que todo israelita conozca su puesto de servicio en la comunidad de Dios,
conforme al plan eterno. Que nadie baje del lugar que ocupa, ni tampoco se
eleve sobre el puesto que le corresponde» (Regla de la Congregación II,
19-23).
Este carácter jerarquizado de Qumrán se advierte en otro pasaje a
propósito de las reuniones: «Estando ya todos en su sitio, que se sienten primero
los sacerdotes; en segundo lugar, los ancianos; en tercer lugar,
el resto del pueblo. Cada uno en su sitio» (VI, 8-9).
La discusión sobre el más importante supone, en el fondo, un desprecio
al menos importante. Jesús va a dar una nueva lección a sus discípulos, de
forma solemne. No les habla, sin más. Se sienta, llama a los doce, y les dice
algo revolucionario en comparación con la doctrina de Qumrán: «El que quiera
ser el primero que sea el último y el servidor de todos». (El evangelio de Juan
lo visualizará poniendo como ejemplo a Jesús en el lavatorio de los pies).
A continuación, realiza un gesto simbólico, al estilo de los antiguos
profetas: toma a un niño, y lo estrecha entre sus brazos. Alguno podría
interpretar esto como un gesto romántico, pero las palabras que pronuncia Jesús
van en una línea muy distinta: «El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre me acoge a mí;
y el que me acoge a mí, no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado a
mí». Jesús no anima a ser cariñosos con los niños, sino a recibirlos en su
nombre, a acogerlos en la comunidad cristiana. Y esto es tan revolucionario
como lo anterior sobre la grandeza y servicio.
El grupo
religioso más estimado en Israel, que curiosamente no aparece en los
evangelios, era el de los esenios. Pero no admitían a los niños. Filón de Alejandría, en su Apología
de los hebreos, dice que «entre los esenios no hay niños, ni adolescentes,
ni jóvenes, porque el carácter de esta edad es inconsistente e inclinado a las
novedades a causa de su falta de madurez. Hay, por el contrario, hombres
maduros, cercanos ya a la vejez, no dominados ya por los cambios del cuerpo ni
arrastrados por las pasiones, más bien en plena posesión de la verdadera y
única libertad».
El rabí Dosa ben Arkinos tampoco mostraba gran estima de los niños:
«El sueño de la mañana, el vino del mediodía, la charla con los niños y el
demorarse en los lugares donde se reúne el vulgo sacan al hombre del mundo» (Abot,
3,14).
En cambio, Jesús dice que quien los acoge en su nombre lo acoge a él,
y, a través de él, al Padre. No se puede decir algo más grande de los niños. En
ningún otro sitio del evangelio dice Jesús que quien acoge a una persona
importante lo acoge a él. Es posible que este episodio, además de servir de
ejemplo a los discípulos, intentase justificar la presencia de los niños en las
asambleas cristianas (aunque a veces se comporten de forma algo insoportable).
Acoger, no violar
En las circunstancias actuales de la Iglesia, la acogida de los niños
evoca algo menos teológico y más triste. Junto a los miles, quizá millones, de
niños acogidos en nombre de Jesús a lo largo de siglos, alimentados, cuidados y
educados, hay otros miles (¡ojalá no sean millones!) violados y humillados. A
propósito de este segundo grupo, se podría parafrasear el evangelio: «Quien
viola a un niño de estos, me viola a mí, y el que me viola a mí, viola al que
me ha enviado».
[El tema de Jesús y los niños vuelve a salir más adelante en el
evangelio de Marcos, cuando los bendice y los propone como modelos para entrar
en el reino de Dios. Ese pasaje, por desgracia, no se lee en la liturgia
dominical.]
1ª Lectura: ¿Por qué algunos quieren matar a Jesús?
(Sabiduría 2,12.17-20)
El libro de la Sabiduría
es casi contemporáneo del Nuevo Testamento (entre el siglo I a.C. y el I d.C.).
Al estar escrito en griego, los judíos no lo consideraron inspirado, y tampoco
Lutero y las iglesias que sólo admiten el canon breve. El capítulo 2 refleja la
lucha de los judíos apóstatas contra los que desean ser fieles a Dios. De ese
magnífico texto, mutilándolo como de costumbre, se han elegido unos pocos
versículos para relacionarlos con el anuncio que hace Jesús de su pasión y
resurrección. Es una pena que del v.12 se salte al v.17, suprimiendo 13-16; los
tengo en cuenta en el comentario siguiente.
En el evangelio Jesús anuncia que «el Hijo del hombre será entregado
en manos de los hombres». ¿Por qué? No lo dice. Este texto del libro de la Sabiduría
ayuda a comprenderlo. Pone en boca de los malvados lo que les molesta de él
y lo que piensan hacer con él. «Nos molesta que se opone a nuestras
acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende, nos considera de
mala ley; nos molesta que presuma de conocer a Dios, que se dé el nombre
de hijo del Señor y que se gloríe de tener por padre a Dios». En consecuencia,
¿qué piensan hacer con él? «Lo someteremos a la afrenta y la tortura, lo
condenaremos a una muerte ignominiosa. Él está convencido de que Dios lo
ayudará, nosotros sabemos que no será así». Se equivocan. «Después de muerto,
al tercer día resucitará».
(Dijeron
los malos): Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras
acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación
errada. Veamos la verdad de sus palabras y probemos cuál será su fin. Porque si
el justo realmente es hijo de Dios, él lo protegerá y lo librará de las manos
de sus adversarios. Probémoslo con ultrajes y tormentos, veamos su dulzura y
pongamos a prueba su paciencia. Condenémoslo a una muerte infame, pues, según
dice, habrá quien vele por él».
2ª lectura: envidias, peleas, luchas y conflictos (Carta
de Santiago 3,16-4,3)
Esta lectura puede
ponerse en relación con la segunda parte del evangelio. En este caso no se
trata de discutir quien es el mayor o el más importante, sino de las peleas que
surgen dentro de la comunidad cristiana, que el autor de la carta atribuye al
deseo de placer, la codicia y la ambición. Cuando no se consigue lo que se
desea, la insatisfacción lleva a toda clase de conflictos.
Hermanos:
donde hay envidia y espíritu de contradicción, allí hay desorden y toda clase
de obras malas. La sabiduría de arriba, por el contrario, es ante todo pura,
pacífica, condescendiente, conciliadora, llena de misericordia y de buenos
frutos, imparcial, sin hipocresía. El fruto de la justicia se siembra en la paz
para los que obran la paz. ¿De dónde vienen las luchas y los litigios entre
vosotros? ¿No provienen acaso de vuestras pasiones, que luchan en vuestros
miembros? Ambicionáis y no tenéis, entonces matáis; envidiáis y no podéis
alcanzar nada, entonces combatís y os hacéis la guerra. No tenéis porque no
pedís. Pedís y no recibís porque pedís para malgastarlo en vuestros caprichos.
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