Encuesta, examen teórico y ejercicio práctico
Domingo 24. Ciclo B.
Fuentes del Jordán
La
encuesta
Cesarea de Felipe, junto a las fuentes del Jordán, es uno de los lugares
más hermosos de Israel. El peregrino actual, que parte generalmente de Nazaret,
tarda poco más de una hora en un cómodo autobús con aire acondicionado. Jesús y
los discípulos tuvieron que hacer el camino a pie, salvando un desnivel de unos
800 ms: desde los 200 bajo el nivel del mar (Lago de Galilea) hasta los 500-600
sobre él (pie del monte Hermón). No es un paseo cualquiera. Hay tiempo para
callar y tiempo para hablar. En esos momentos de comunicación, Jesús pregunta a
los discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?».
Hasta este momento, el evangelio de Mc ha ido planteando el enigma de quién
es Jesús. Un personaje desconcertante, que enseña con autoridad y tiene poder
sobre los espíritus inmundos (1,27), perdona pecados como si fuera Dios (2,7), escandaliza
comiendo con publicanos y pecadores (2,16) y se considera con derecho a
contravenir el sábado (2,27; 3,4). Los fariseos y los herodianos deciden muy
pronto que debe morir (3,6), sus familiares piensan que está mal de la cabeza
(3,21), los escribas que está endemoniado (3,22), y los de Nazaret no creen en
él, lo siguen considerando el carpintero del pueblo (6,1-6). Mientras, los
discípulos se preguntan desconcertados: «¿Quién es este que hasta el viento y
el lago le obedecen?» (4,41). Ahora, cuando llegamos al centro del evangelio de
Mc, Jesús aborda la cuestión capital: ¿quién es él?
En aquel tiempo salió
Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo, y en el camino
les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le dijeron: «Unos que
Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los profetas».
Para
la gente, Jesús no es un personaje real, sino un muerto que ha vuelto a la
vida, se trate de Juan Bautista, Elías, o de otro profeta. De estas opiniones,
la más «teológica» y con mayor fundamento sería la de Elías, ya que se esperaba
su vuelta, de acuerdo con Malaquías 3,23: «Yo os enviaré al profeta Elías antes
de que llegue el día del Señor, grande y terrible; reconciliará a padres con
hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra». En
cualquier caso, resulta interesante que el pueblo vea a Jesús en la línea de
los antiguos profetas. En ello pueden influir muchos aspectos: su poder (como
en los casos de Moisés, Elías y Eliseo), su actuación pública, muy crítica con
la institución oficial, su lenguaje claro y directo, su lugar de actuación, no
limitado al estrecho espacio del culto.
Si
la pregunta la hubiera formulado Jesús en nuestros días, la encuesta habría
resultado más variada y desconcertante que entonces: Hijo de Dios, profeta, marido
de la Magdalena, precursor de la dinastía merovingia…
Examen
teórico
Él les dijo: «Y
vosotros, ¿quién decís que soy?».
Pedro tomó la palabra y
dijo: «Tú eres el Mesías».
Jesús
quiere saber si sus discípulos comparten esta mentalidad o tienen una idea
distinta. Es una pena que Pedro se lance inmediatamente a dar la respuesta;
habría sido interesantísimo conocer las opiniones de los demás. Según Mc, la
respuesta de Pedro se limita a las palabras «Tú eres el Mesías».
¿Qué
significaba este título? En el Antiguo Testamento se refiere generalmente al
rey de Israel; un personaje que se concebía elegido por Dios, adoptado por él
como hijo, pero normal y corriente, capaz de los mayores crímenes. Sin embargo,
la monarquía desapareció en el siglo VI a.C., y los grupos que esperaban la
restauración de la dinastía de David fueron atribuyendo al mesías esperado
cualidades cada vez más maravillosas.
Los
Salmos de Salomón, oraciones de origen fariseo compuestas en el siglo I a.C., describen
detenidamente el papel del Mesías: librará a Judá del yugo de los romanos,
eliminará a los judíos corruptos que los apoyan, purificará Jerusalén de toda
práctica idolátrica, gobernará con justicia y rectitud, y su dominio se
extenderá incluso a todas las naciones. Es un rey ideal, y por eso el autor del
Salmo 17 termina diciendo: «Felices los que nazcan en aquellos días».
Si
imaginamos al grupo de Jesús, que vive de limosna, peregrina de un sitio para
otro sin un lugar donde reclinar la cabeza, en continuo conflicto con las
autoridades religiosas, decir que Jesús es el Mesías implica mucha fe en el
personaje o una auténtica locura.
Lo que
piensa Jesús de sí mismo
Y Jesús les ordenó que no se lo
dijeran a nadie. Desde entonces comenzó a declararles que el hijo del hombre
tenía que padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y
los maestros de la ley, morir y resucitar al tercer día. Esto lo decía con toda
claridad.
En
contra de lo que cabría esperar, Jesús prohíbe terminantemente decir eso a
nadie. Y en vez de referirse a sí mismo con el título de Mesías usa uno
distinto: «Hijo del Hombre», que parece inspirado en Ezequiel (a quien Dios
siempre llama «Hijo de Adán») y en Daniel. Lo importante no es el origen del
título, sino cómo lo interpreta Jesús: el destino del Hijo del Hombre es padecer
mucho, ser rechazado por las autoridades políticas, religiosas e
intelectuales, morir y resucitar. En una concepción popular del
Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros, esto es inaudito. Sin
embargo, la idea de un personaje que salva a su pueblo y triunfa a través del
sufrimiento y la muerte no es desconocida al pueblo de Israel. Un profeta
anónimo la encarnó en el personaje del Siervo de Yahvé (Isaías 53).
Conflicto
entre Pedro y Jesús
Pedro se lo llevó aparte y se
puso a reprenderle. Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, riñó a Pedro
diciéndole: «¡Apártate de mí, Satanás!, porque tus sentimientos no son los de
Dios, sino los de los hombres».
Igual
que el poema del libro de Isaías, Jesús termina hablando de resurrección. Pero
Pedro se queda en el sufrimiento. Se lleva a Jesús aparte y lo increpa, sin que
Mc concrete las palabras que dijo.
Jesús
reacciona con enorme dureza. Pedro lo ha tomado aparte, pero él se vuelve hacia
los discípulos porque quiere que todos se enteren de lo que va a decirle:
«¡Retírate, Satanás! ¡Piensas al modo humano, no según Dios!» La mención de
Satanás recuerda lo ocurrido después del bautismo, cuando Satanás somete a
Jesús a las tentaciones. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el
discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado
con su persona y su mensaje. Jesús, que no ha visto un peligro en las
tentaciones de Satanás, si ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su
reacción no es serena, sino llena de violencia.
Ejercicio
práctico
Llamó a la gente y a sus
discípulos y les dijo: «El que quiera venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar
su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio la
salvará.
De
repente, el auditorio se amplía, y a los discípulos se añade la multitud. Las
palabras que Jesús deberían desconcertarnos y provocar un rechazo. ¿Se imagina
alguien a un político diciendo: «El que quiera votarme, que esté dispuesto a perder
las elecciones e ir a la cárcel»? Pero el punto de vista de Jesús no es el de
los políticos. No pretende ganar las elecciones en este mundo, sino en el
futuro. Para Jesús, el mundo futuro es como un hotel de cinco estrellas; el mundo
presente, una chabola asquerosa situada en el entorno más degradado imaginable.
Todos podemos salir de la chabola y alojarnos en el hotel. Pero el camino es
duro, empinado, difícil. Jesús se ofrece a ir delante, y deja en nuestras manos
la decisión: el que se aferre a la chabola, en ella morirá; el que la abandone
y lo siga, tendrá un durísimo camino, pero disfrutará del hotel.
Y tú,
¿quién dices que es Jesús?
El evangelio de hoy no puede leerse
como simple recuerdo de algo el pasado. La pregunta de Jesús se sigue
dirigiendo a cada uno de nosotros, y debemos pensar detenidamente la respuesta.
No basta recurrir al catecismo («Segunda persona de la Santísima Trinidad») ni
al Credo («Dios de Dios, luz de luz…»). Tiene que ser una respuesta personal,
sentida. En la línea del evangelio de Juan: «El camino, la verdad y la vida». Pero,
sea cual sea la respuesta, es más importante aún la decisión de seguir a Jesús
con todas las consecuencias.
La
aceptación del sufrimiento y la certeza del triunfo (1ª lectura: Isaías
50,5-10)
“El Señor Dios me ha abierto el oído
y yo no he resistido, no me he echado atrás. He ofrecido mi espalda a los que
me golpeaban, mis mejillas a quienes me mesaban la barba; no he hurtado mi
rostro a la afrenta y a los salivazos. El Señor Dios viene en mi ayuda; por eso
soporto la ignominia, por eso he hecho mi rostro como pedernal y sé que no
quedaré defraudado. Próximo está el que me hace justicia, ¿quién puede litigar
conmigo? ¡Comparezcamos juntos! ¿Quién es mi demandante? ¡Preséntese ante mí!
Si el Señor Dios me ayuda, ¿quién puede condenarme? Todos se gastarán como un
vestido, la polilla los consumirá.
En
la concepción difundida a finales del siglo XIX por Bernhard Duhm, este
fragmento sería el tercer canto dedicado al Siervo de Yahvé, un personaje
misterioso, que termina salvando a su pueblo mediante el sufrimiento y la
muerte. Es lógico que los cristianos vieran en él a Jesús (el 4º canto, Is 53,
lo leemos el Viernes Santo).
Jesús ha dicho en el evangelio que «el
Hijo del hombre tiene que padecer y ser despreciado». Este breve poema anticipa
esas ofensas: golpes, burlas, insultos, salivazos, antes de un juicio que se
supone injusto. En este breve poema destacan dos detalles: la acción de Dios y
la reacción del Siervo.
La acción de Dios consiste en
revelar a su servidor lo mucho que va a sufrir («me ha abierto el oído»), pero
asegurándole que se mantendrá junto a él: «Mi Señor me ayudaba», «Tengo cerca a
mi abogado», «El Señor me ayuda». Esto supone una gran novedad, porque en la
teología habitual del Antiguo Oriente (y entre muchas personas de hoy día), el
sufrimiento se interpreta como un castigo de Dios. En cambio, el Siervo está
convencido de que no es así: el sufrimiento puede entrar en el plan de Dios,
como un paso previo al triunfo, y en ningún momento deja Él de estar presente y
ayudarle.
Por eso, la reacción del Siervo es
de entrega total: no se rebela, no se echa atrás, ofrece la espalda y la
mejilla a los golpes, no oculta el rostro a bofetadas y salivazos.
Si Pedro hubiera conocido y
comprendido este texto de Isaías, no se habría indignado con las palabras de
Jesús, que representan el punto de vista de Dios, mientras que él se deja
llevar por sentimientos puramente humanos. Pero debemos reconocer que nuestro
modo de pensar se parece mucho más al de Pedro que al de Jesús.
Una
polémica muy antigua: la fe y las obras (2ª lectura: Santiago 2,14-18)
«Genio y figura, hasta la sepultura».
Eso le pasó a san Pablo. Radical antes de convertirse, lo siguió siendo en
algunas cuestiones después de la conversión. Y su forma de expresarse se
prestaba a ser mal interpretado. En su lucha con los cristianos judaizantes,
partidarios de observar estrictamente la ley de Moisés, como si fuera ella
quien nos salva, defiende que la salvación viene por la fe en Cristo. Él no
excluye que el cristiano deba comportarse dignamente, todo lo contrario. Pero
insiste tanto en la fe y en la libertad del cristiano que sus adversarios le
acusaban de negar la necesidad de las buenas obras.
En esta polémica se inserta el texto
de la carta de Santiago, atacando la postura del que presume de tener fe, pero
no hace nada bueno. El ejemplo que utiliza, la respuesta egoísta del que presume
de tener fe a un hermano que pasa hambre, es esclarecedor y sigue
inquietándonos actualmente.
Hermanos, ¿de qué le sirve a uno
decir que tiene fe si no tiene obras? Si un hermano o una hermana están
desnudos y les falta el alimento cotidiano, y uno de vosotros les dice: «Id en
paz, calentaos y alimentaos», sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué
sirve esto? Lo mismo es la fe: si no tiene obras, está muerta en sí misma. Por
el contrario, alguien dirá: «Tú tienes la fe, y yo las obras. Muéstrame, si
puedes, tu fe sin obras, y yo con mis obras te mostraré la fe».
Si
el autor de la carta y Pablo se hubieran reunido a charlar, habrían estado
plenamente de acuerdo. Pablo podría haberle leído un fragmento de su carta a
los Gálatas, en la que viene a decir lo mismo: «Vosotros, hermanos, habéis sido
llamados a la libertad, pero no vayáis a tomar la libertad como estímulo del
instinto; antes bien, servíos mutuamente por amor» (Gal 5,13). Nos salva Jesús
y la fe en él, pero esa fe debe impulsarnos a una vida que no se deja arrastrar
por los bajos instintos (fornicación, indecencia, desenfreno, reyertas,
envidias, borracheras, comilonas, etc.), sino que está guiada por los frutos del
Espíritu de Dios (amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad…,) (Gal
5,19-25).
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