Tres tipos de pan.
Domingo 19. Ciclo B.
La primera lectura y
el evangelio nos hablan de tres clases de pan: el que alimenta por un día
(maná), el que da fuerzas para cuarenta días (Elías) y el que da la vida eterna
(Jesús). Pero comencemos recordando lo ocurrido en la sinagoga de Cafarnaúm.
Desarrollo de Juan 6,42-52
El pasaje es complicado
porque mezcla diversos temas.
1. Objeción de los judíos:
¿Cómo puede este haber bajado del cielo?
2. Respuesta de Jesús: si
creyerais en mí, lo entenderíais.
- Pero solo cree en mí aquel a quien el Padre atrae.
- Mejor dicho: Dios enseña a todos, pero no todos
quieren aprender.
- Atención: El que Dios enseñe a todos no significa que
lo veamos.
3. Jesús y el maná: el pan
que da la vida y el pan que no la garantiza.
4. Final sorprendente: el pan
es mi carne.
Exposición del contenido
El domingo pasado, Jesús
ofrecía un pan infinitamente superior al del milagro de la multiplicación. Ese
pan es él, que ha bajado del cielo. El evangelio de este domingo
comienza contando la reacción de los judíos ante esta afirmación. ¿Cómo
puede haber bajado del cielo uno al que conocen desde niño, que conocen a su
padre y a su madre?
Jesús no responde
directamente a esta pregunta. Ataca el problema de fondo. Si los judíos no
aceptan que ha bajado del cielo es porque no creen en él. Y si no creen en él,
es porque el Padre no los ha llevado hasta él. Esta afirmación tan radical
sugiere que todo depende de Dios: solo los que él acerca a Jesús creen en
Jesús. Por eso, inmediatamente después se añade: «Dios instruye a todos…
pero no todos quieren aprender». Solo el que acepta su
enseñanza viene a Jesús, lo acepta, y cree que ha bajado del cielo. Ningún
judío puede echarle a Dios la culpa de no creer en Jesús.
La idea de que Dios instruye
a todos cabe interpretarla como si fuese un profesor sentado delante de sus
alumnos, al que pueden ver. No. A Dios no lo ha visto nadie. Solo el que
procede de él: Jesús.
Tras este paréntesis
sobre la fe, la acción del Padre y la visión de Dios, Jesús vuelve al tema del
pan que baja del cielo, el que da la vida, a diferencia del maná, que no la da.
Pero termina añadiendo una afirmación más escandalosa aún: «el pan que yo
daré es mi carne por la vida del mundo». La reacción de los judíos no se hace
esperar: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». La solución, el próximo
domingo.
En aquel
tiempo los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan que ha
bajado del cielo», y decían: «¿No es este Jesús, el hijo de José? Nosotros
conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?».
Jesús
les dijo: «Dejad de criticar. Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió
no lo trae, y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas:
Todos serán enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y acepta su
enseñanza viene a mí. Esto no quiere decir que alguien haya visto al Padre.
Sólo ha visto al Padre el que procede de Dios. Os aseguro que el que cree tiene
vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el
desierto y murieron. Éste es el pan que baja del cielo; el que come de él no
muere». «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá
eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la
vida del mundo».
Los
judíos discutían entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?».
Tres notas al evangelio
1. El auditorio cambia. Ya no
se trata de los galileos que presenciaron el milagro, sino de los
judíos. En el cuarto evangelio, los judíos representan generalmente
a las autoridades que se oponen a Jesús. Sin embargo, lo que dicen («conocemos a su padre y a su madre») no encaja en boca de
un judío, sino de un nazareno. Esto demuestra que no estamos ante un relato histórico,
que recoge los hechos con absoluta fidelidad, sino de una elaboración polémica.
2. El tema de la fe
interrumpe lo relativo a Jesús como pan bajado del cielo, pero es fundamental.
Solo quien cree en Jesús puede aceptar eso. Lo curioso, en este caso, es cómo
se llega a la fe: por acción del Padre, que nos lleva a Jesús. Normalmente
pensamos lo contrario: es Jesús quien nos lleva al Padre. «Yo soy el camino…
nadie puede ir al Padre sino por mí». Aquí se advierte, como en
todo el evangelio de Juan, la acción recíproca del Padre y de Jesús.
3. Tras este inciso, Jesús
vuelve a contraponer el maná y su pan. En la primera parte (domingo 18), adoptó
una actitud muy crítica ante el maná. Cuando los galileos, citando el Salmo
78,24, dicen que Dios «les dio a comer pan del cielo», Jesús responde que el maná no era
«pan del cielo»; el verdadero pan del cielo es él. Ahora añade otro dato más
polémico: los que comían el maná morían; su pan da la vida eterna.
El pan de Elías (1ª
lectura: 1 Reyes 19,4-8).
El siglo
IX a.C. fue de profunda crisis religiosa. El rey de Israel, Ajab, se casó con
una princesa fenicia, Jezabel, muy devota del dios cananeo Baal. La gente ya
era bastante devota de este dios, al que atribuían la lluvia y las buenas
cosechas. Pero el influjo de Jezabel y la permisividad de Ajab provocaron que
Yahvé dejase de tener valor para el pueblo. A esto se opuso el profeta Elías,
denunciando a los reyes y matando a los profetas de Baal, lo que le habría
costado la vida si no llega a huir hacia el sur, al monte Horeb (el Sinaí). El
viaje es largo, demasiado largo, y Elías se desea la muerte. Un ángel le ofrece
una torta cocida sobre piedras; la come dos veces, y con la fuerza de aquel
manjar camina cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte en el que tuvo
lugar la gran revelación de Dios a Moisés. Este relato se ha usado a menudo en
relación con la eucaristía, y por eso se ha elegido para este domingo.
En
aquellos días, Elías llegó a Berseba de Judá y dejó allí a su criado. Él se
internó en el desierto una jornada de camino y fue a sentarse bajo una retama,
deseándose la muerte y diciendo: «¡Ya basta, oh Señor! Quítame la vida, pues no
soy yo mejor que mis padres». Luego se acostó y se quedó dormido debajo de la
retama. Un ángel le tocó y le dijo: «Levántate y come». Miró en derredor, y vio
a su cabecera una torta cocida sobre piedras ardiendo y un vaso de agua. Comió,
bebió y luego se volvió a acostar. El ángel del Señor volvió por segunda vez,
le tocó y le dijo: «Levántate y come, pues te resta un camino demasiado largo
para ti». Se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquel manjar caminó
cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb.
Tres clases de panes
Las lecturas de hoy sugieren una
reflexión.
Antes de la reforma de Pío X, la
comunión no era frecuente. Los cristianos más piadosos comulgaban una vez a la
semana; normalmente, una vez al mes. La comunión era para ellos como el pan de
Elías, que da fuerzas para vivir cristianamente durante un período más o menos
largo de tiempo.
Con la reforma de Pío X, a comienzos
del siglo XX, se difunde la comunión diaria, aunque no se oiga misa. (Recuerdo
de joven, en la iglesia de los franciscanos de Cádiz, la gran cantidad de gente
que iba a comulgar en un altar lateral mientras en el altar mayor se decía una
misa que muy pocos seguían). Es como el maná, que da fuerzas para ese día, pero
conviene repetirlo al siguiente.
El evangelio de Juan nos hace caer
en la cuenta de que la eucaristía no solo da fuerzas para un día o un mes. Garantiza
la vida eterna. Se comprende que Jesús interrumpa su discurso para hablar de la
fe y de la acción del Padre.
Una anécdota
Cuenta san Ignacio de Loyola
en su Autobiografía (§ 96) que «estando un día, algunas
millas antes de llegar a Roma, en una iglesia, y haciendo oración, sintió
tal mutación en su alma y vio tan claramente que Dios Padre le ponía con
Cristo, su Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto, sino que Dios Padre
le ponía con su Hijo». Una experiencia que encaja perfectamente con el
evangelio de hoy y nos invita a pedir lo mismo.
La vida eterna en la vida diaria (2ª lectura: Efesios 4,30-5,2)
Se cuenta en el libro del Éxodo que,
en la noche de Pascua, los israelitas mojaron con la sangre del cordero el
dintel y las dos jambas de la puerta de la casa para que el ángel del Señor, al
castigar a los egipcios, pasase de largo ante las casas de los israelitas. Esta
costumbre se remonta a los pastores, que al comienzo de la primavera
sacrificaban un cordero y untaban con su sangre los palos de la tienda para
preservar al ganado de los malos espíritus y garantizar una feliz trashumancia.
El autor de la carta a los Efesios
recoge la imagen y la aplica al Espíritu Santo, que nos ha marcado con su sello
para distinguirnos el día final de la liberación. Y añade una serie de consejos
para vivir esa unidad en la que ha insistido en las lecturas de los domingos
anteriores. Sirven para un buen examen de conciencia y para ver cómo podemos
vivir, ya aquí en la tierra, la vida eterna del cielo.
Hermanos No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, que os ha marcado con
su sello para distinguiros el día de la liberación. Desterrad de vosotros la
amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad. Sed buenos,
comprensivos, perdonándoos unos a otros como Dios os perdonó en Cristo. Sed
imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor, como Cristo os amó
y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor.
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