Los protagonistas de las tres
lecturas (hoy tendré también en cuenta la segunda) son las personas que
deberían estar al servicio de la comunidad. Unos se portan mal con Dios y con
el prójimo; Pablo se entrega por completo a sus cristianos.
El mal ejemplo
de los sacerdotes (1ª lectura)
La primera lectura nos traslada a Judá en el siglo IV
a.C. Por entonces, los judíos están sometidos al imperio persa. No tienen rey,
sólo un gobernador, y los sacerdotes gozan cada vez de mayor poder y autoridad.
Pero no lo ejercen como correspondería. Contra ellos se alza este profeta
anónimo (Malaquías no es nombre propio sino título; significa “mi mensajero”).
Las acusaciones que hace a los sacerdotes son muy duras, pero parecen muy
genéricas: no dar gloria a Dios, no obedecerle, no guardar sus caminos, hacer
tropezar a muchos. Si la liturgia no hubiese mutilado el texto, quedarían
claras algunas de las cosas con las que los sacerdotes desprecian a Dios:
ofreciendo sobre el altar pan manchado, animales ciegos, cojos, enfermos o
incluso robados. En definitiva, no dan importancia al altar ni a lo que se
ofrece a Dios.
Lectura de la profecía de Malaquías 1, 14-2, 2b. 8-10
«Yo soy el Gran Rey, y mi nombre es respetado en las
naciones -dice el Señor de los ejércitos. Y ahora os toca a vosotros,
sacerdotes. Si no obedecéis y no os proponéis dar gloria a mi nombre -dice el
Señor de los ejércitos-, os enviaré mi maldición. Os apartasteis del
camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley, habéis invalidado mi alianza
con Leví -dice el Señor de los ejércitos-. Pues yo os haré despreciables y
viles ante el pueblo, por no haber guardado mis caminos, y porque os fijáis en
las personas al aplicar la ley. ¿No tenemos todos un solo padre? ¿No nos
creó el mismo Señor? ¿Por qué, pues, el hombre despoja a su prójimo,
profanando la alianza de nuestros padres?»
El mal ejemplo
de los escribas y fariseos (evangelio)
En los domingos anteriores leíamos diversos
enfrentamientos de grupos religiosos judíos con Jesús. Ahora le toca a él
contraatacar. Y lo hace con un discurso muy extenso, del que hoy sólo se lee la
primera parte, dirigido contra los escribas y fariseos, los principales
representantes religiosos de los judíos después del año 70 (cuando los romanos
incendiaron el templo de Jerusalén, los sacerdotes pasaron a segundo plano
porque no podían ejercer su función cultual).
Los escribas eran los especialistas en la Ley de Moisés,
algo así como nuestros canonistas y moralistas. Los fariseos eran los seglares
piadosos, que se esforzaban sobre todo por cumplir las normas de pureza y por
pagar el diezmo incluso de lo más pequeño.
Ni buen ejemplo ni buena
enseñanza
En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y
los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos
hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e
insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están
dispuestos a mover un dedo para empujar.
El discurso comienza con una
afirmación llena de ironía. Aparentemente distingue entre lo que dicen y lo que
hacen. Lo que dicen es bueno, lo que hacen... es que no hacen nada. Sin
embargo, esta afirmación hay que matizarla teniendo en cuenta el resto del
evangelio. Entonces se advierte que Jesús no está de acuerdo con la enseñanza
de escribas y fariseos, porque en otras ocasiones ha mostrado su desacuerdo con
ellos, e incluso ha puesto en guardia a los discípulos contra su doctrina («la
levadura de los escribas y fariseos»). Así lo demuestra la referencia a su
enseñanza: toda ella se resume en agobiar a la gente con cargas pesadas, que
ellos no se molestan en empujar ni con el dedo. Por consiguiente, la única
forma adecuada de interpretar las palabras iniciales es la ironía. Jesús está
en desacuerdo con la conducta de escribas y fariseos, y también con su
enseñanza.
Filacterias y
alzacuellos, borlas y colorines
Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan
las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros
puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les
hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.
El discurso sigue con el mismo enfoque irónico. Después
de afirmar que «no hacen», dice que hacen muchas cosas, pero todas para llamar
la atención. Y se detiene en algo a lo que Jesús daba mucha importancia: la
forma de vestir.
Las filacterias eran pequeñas cajas forradas de pergamino
o de piel negra de vaca que contienen tiras de pergamino en las que están
escritos cuatro textos bíblicos (Dt 11,13-22; 6,4-9; Ex 13,11-16; Ex 13,2-10).
Desde los trece años, durante la oración de la mañana en los días laborables, el
israelita varón se ponía una sobre la cabeza y otra en el brazo izquierdo,
pronunciando estas palabras: «Bendito seas, Yahvé, Dios, Rey del Universo, que
nos has santificado por tus mandamientos y que nos has ordenado llevar tus
filacterias». Mateo alude a una costumbre de los judíos beatos, que llevaban
las filacterias todo el día y agrandaban las borlas para hacerlas más visibles.
El origen de las borlas se remonta a Nm 15,38s: «Di a los
israelitas: Haceos borlas y cosedlas con hilo violeta a la franja de vuestros
vestidos. Cuando las veáis, os recordarán los mandamientos del Señor y os
ayudarán a cumplirlos sin ceder a los caprichos del corazón y de los ojos, que
os suelen seducir». Los judíos beatos agrandaban esas borlas que llamar la
atención. Escribas y fariseos caen en estos defectos, a los que se añaden otros
detalles de presunción.
Ni maestro, ni padre
Vosotros, en
cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y
todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra,
porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros,
porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros
será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla
será enaltecido.
Mateo, que no quiere limitarse a ironizar, sino que desea
evitar los mismos peligros en la comunidad cristiana, termina esta parte
introductoria exhortando a evitar todo título honorífico: maestro, padre,
consejero. En su opinión, no se trata de una cuestión secundaria: el uso de
estos títulos equivale a introducir diferencias dentro de la comunidad,
olvidando que todos somos iguales: todos hermanos, todos hijos del mismo
Padre. Más aún, esos títulos significan desposeer a Dios y al Mesías de la dignidad
exclusiva que les pertenece, para atribuírsela a simples hombres. Por eso,
frente al deseo de aparentar de escribas y fariseos, el principio que debe
regir entre los cristianos es que «el más grande de vosotros será servidor
vuestro». Y el que no esté dispuesto a aceptarlo, que se atenga a las consecuencias:
«A quien se eleva, lo abajarán, y a quien se abaja, lo elevarán».
Una anécdota que viene a cuento
Me contaban hace poco que un compañero fue a visitar a un
cardenal. Cometió el tremendo error de llamarle “Reverencia” (título de un
obispo) en vez de “Eminencia”. Al interesado se le mudó la cara ante tamaña
ofensa. Y mi compañero no consiguió lo que pedía. Lógico.
El buen ejemplo
de Pablo (2ª lectura)
Por pura casualidad, y sin que sirva de precedente, la
segunda lectura de hoy se puede relacionar con las otras dos. Frente al mal
ejemplo de desinterés, autoritarismo, vanidad y presunción, Pablo ofrece un
ejemplo de entrega absoluta a los cristianos de Tesalónica, como una madre,
trabajando día y noche para no resultarles gravoso.
Hermanos:
Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor. Recordad si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios. Ésa es la razón por la que no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes.
Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor. Recordad si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios. Ésa es la razón por la que no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario