lunes, 8 de julio de 2013

El teólogo listillo y el buen samaritano (Domingo 15, Ciclo C)

  
Jorge Loring es un jesuita benemérito, a punto de cumplir 92 años, entusiasta de la Sábana Santa de Turín. Su obra más famosa es un libro, inicialmente pensado como apuntes para sus catequesis, al que puso como título Para salvarte. Con el paso del tiempo, fue el primer autor en lengua española que publicó en vida más de un millón de ejemplares. Pero los breves apuntes terminaron convirtiéndose en un enorme volumen de 1084 páginas. Un día, estando él presente, comenté: “No sé si para Jorge es más fácil o más difícil salvarse ahora que antes; desde luego, hay que leer más páginas”.
     He recordado esta anécdota al leer los textos del próximo domingo. Ante más de mil páginas, el lector puede sentirse como el antiguo israelita, retratado en el Deuteronomio, que considera imposible conocer la voluntad de Dios; o como el maestro de la Ley que le pregunta a Jesús qué debe hacer para conseguir la vida eterna.
      La respuesta del Deuteronomio es clara: no hay que subir al Himalaya ni atravesar el Atlántico para saber lo que Dios quiere de nosotros. Lo que Dios quiere del israelita está escrito “en el código de esta ley”, mucho más breve que el Para salvarte; se limita a los capítulos 12-26 del Deuteronomio. No se trata de estudiar mucho sino de convertirse con todo el corazón y toda el alma y de poner en práctica lo que allí se dice.

Lectura del libro del Deuteronomio 30, 10-14

            Moisés habló al pueblo, diciendo:
            ‒ Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma. Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: “¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?” Ni está más allá del mar, no vale decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.

* * *

     Pero al Deuteronomio le ocurrió algo parecido al Para salvarte. Aunque el texto era intocable, y nadie estaba autorizado a quitar ni añadir nada, la interpretación de sus normas fue creciendo de forma incontrolable. En tiempos de Jesús, el judaísmo contaba 613 mandamientos (365 prohibiciones y 248 preceptos), capaces de volver loco a cualquier persona.
       En los evangelios hay diversos intentos de simplificar la cuestión con una respuesta breve y drástica. El más famoso es la Regla de oro, con la que cierra el evangelio de Mateo el Sermón del Monte: “Tratad a los demás como queréis que os traten a vosotros. En esto consiste la ley y los profetas” (Mt 7,12). No sólo el Deuteronomio, todo el Antiguo Testamento (la Ley de Moisés y los Profetas) se resumen en estas pocas palabras: “Tú sabes muy bien cómo quieres que te traten. Trata tú lo mismo a los demás”.
      Recordarás que el tema reaparece cuando un individuo (que Marcos presenta como “un joven rico”) acude a Jesús y le pregunta qué debe hacer para “conseguir la vida eterna”. En este caso, la respuesta es algo más larga pero también se limita a lo esencial: cumplir los mandamientos de la segunda tabla (“no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre”). Ni siquiera le obliga a ir a misa los domingos, aunque le añade algo parecido a lo de la Regla de oro: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 9,18-19).

    El evangelio de este domingo comienza de forma parecida, pero con una notable diferencia. El protagonista no es un personaje angustiado por salvarse sino un teólogo con el colmillo retorcido, que desea dejar en ridículo a Jesús y va a salir con el rabo entre las piernas. Te recuerdo que los maestros de la ley, los escribas, se pasaban la vida estudiando, conocían la Torá (el Pentateuco) de memoria a los trece años y no comenzaban a ejercer como escribas hasta los cuarenta.

Lucas 10, 25-37 cuenta lo ocurrido de este modo

            En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:
            ‒ Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
            Él le dijo:
            ‒ ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?
            Él contestó:
            ‒ «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.» 
            Él le dijo:
            ‒ Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.

            Aquí podría haber terminado todo. Pero el doctor en teología debió sentirse en ridículo, como si hubiera hecho la pregunta más estúpida y fácil de responder. Entonces,

            el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús:
            ‒ ¿Y quién es mi prójimo?

            Afortunadamente, Jesús no era griego ni alemán. No le da una conferencia de Antropología ni le escribe un Manual de quinientas páginas intentando aclarar esa intrincada cuestión filosófica. Se limita a inventarse una historia.

            Jesús dijo:
            ‒ Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto.
            Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo.
            Lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo
            Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo,
            le dio lástima,
            se le acercó,
            le vendó las heridas,
            echándoles aceite y vino,
            y, montándolo en su propia cabalgadura,
            lo llevó a una posada
                        y lo cuidó.
            Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:
            ‒ Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.

            Para un intelectual como el escriba, que le cuenten un cuento puede resultarle un insulto. Pero Jesús no le da tiempo a reponerse, pasa directamente al contraataque:

            ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos? 
            Él contestó:
            ‒ El que practicó la misericordia con él.
            Díjole Jesús:
            ‒ Anda, haz tú lo mismo.

         La moraleja es clara

            Lo importante no es perderse en discusiones filosóficas sobre quién es el prójimo sino ayudar en la práctica al que me necesita. En el momento actual, cuando se debate tanto sobre la crisis y sus causas, este relato nos recuerda que lo importante no es discutir sino actuar.

        La mala idea de la parábola

         San Francisco de Asís, que era muy bueno, no habría contado la parábola como Lucas. Se habría limitado a ofrecer el ejemplo del samaritano, dejándonos a todos con buen sabor de boca.
            Pero Lucas, del que siempre alabamos su bondad, tenía también a veces muy mala idea. No le basta un protagonista, necesita tres. Y los elige con toda la intención: un sacerdote, un levita, un samaritano.
            El sacerdote y el levita, los personajes especialmente consagrados a Dios, hacen exactamente lo mismo: dan un rodeo y siguen su camino.
            ¿Porque son malos y egoístas? No. Porque si el herido no está herido, sino muerto, basta tocarlo para quedar impuro.
            La ley es tajante: “El sacerdote no se contaminará con el cadáver de un pariente, a no ser de pariente próximo: madre, padre, hijo, hija, hermano o de su propia hermana soltera, no dada en matrimonio. Queda profanado” (Levítico 21,2-4). Si no pueden contaminarse con un pariente, mucho menos con un desconocido al borde de la carretera.
            Y lo que se deduce es trágico: es la ley de Dios la que impide practicar la misericordia y comportarse como prójimo del herido.
            Lucas podría haber buscado como tercer protagonista a un cura progre o a un diácono permanente sin obsesión por la ley.
            Elige al menos indicado: un samaritano. El personaje más odioso y despreciable para un judío. La historia de ese odio se remonta a muchos siglos, pero culminó en el siglo VIII, cuando los asirios deportaron a buena parte de la población original y trajeron a habitantes de otros pueblos. Lo que ocurrió lo cuenta el segundo libro de los Reyes:
       “Todos aquellos pueblos se fueron haciendo sus dioses, y cada uno en la ciudad donde vivía los puso en las ermitas de los altozanos que habían construido los de Samaria: los de Babilonia hicieron a Sucot-Benot; los de Cutá, a Nergal; los de Jamat, a Asima; los de Avá, a Nibjás y Tartac; los de Sefarvain sacrificaban a sus hijos en la hoguera en honor de sus dioses Adramélec y Anamélec. También daban culto al Señor; nombraron sacerdotes a gente de la masa del pueblo, para que oficiaran en las ermitas de los altozanos. De manera que daban culto al Señor y a sus dioses, según la religión del país de donde habían venido. Hasta hoy vienen haciendo según sus antiguos ritos; no veneran al Señor ni proceden según sus mandatos y preceptos, según la ley y la norma dada por el Señor a los hijos de Jacob, al que impuso el nombre de Israel.”
      Un representante de este pueblo que no venera al Señor ni procede según sus mandatos y preceptos es que actúa con misericordia y se comporta como prójimo.
      ¿Te suena el tema?


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