La celebración de tres misas el día de Navidad debe de ser muy antigua,
porque la famosa misa del Gallo, por la noche, se remonta al siglo V. Sigue la
misa de la aurora y se termina con la del día. Cada una de ellas tiene sus
lecturas propias, las mismas en los tres ciclos (A, B, C). No es normal que la
gente asista a las tres misas. Por eso indico brevemente el mensaje global de
los tres evangelios.
El de la misa del
Gallo nos habla de un niño que nace muy pobremente, sin nada que envidiarle a
los más pobres de la actualidad. Pero, inmediatamente después, un ángel nos
presenta a ese niño como Salvador, Mesías y Señor.
El de la misa de
la aurora indica diversas reacciones ante ese niño: los pastores corren a
visitarlo y vuelven alabando y dando gloria a Dios; los presentes se admiran;
María medita todo lo que oye.
El evangelio de la misa del día, el Prólogo de Juan, dice de ese niño algo más grande que el ángel a los pastores: es el Verbo de Dios, que lo acompaña desde el principio, antes de la creación. Y, aunque fue ignorado por el mundo y rechazado por su propio pueblo, se hizo carne, habitó entre nosotros y nos concede poder ser hijos de Dios.
25 de diciembre
Misa de medianoche
Aunque
desconocemos el día y la hora en que nació Jesús, imagino que fueron estas
palabras del libro de la Sabiduría las que animaron a situar el nacimiento a
medianoche: «Un silencio sereno lo envolvía todo, y al mediar la noche su
carrera, tu palabra todopoderosa se abalanzó desde el trono real de los cielos»
(Sab 18,14-15).
En cualquier
caso, el papa Sixto III (siglo V d.C.), introdujo en Roma la costumbre de
celebrar en Navidad una vigilia nocturna, a medianoche, «en seguida de cantar
el gallo», en un pequeño oratorio situado detrás del altar mayor de la Basílica de Santa María la Mayor. Ya que los antiguos romanos denominaban Canto del Gallo al comienzo del
día, a la medianoche, se quedó con el nombre de Misa de Gallo la que se
celebraba a esta hora.
La liturgia, con tres lecturas preciosas y muy ricas de contenido, suponen un desafío para quien pretenda comentarlas sin agotar al auditorio.
Tres motivos de alegría (Isaías 9,2-7)
En El Danubio
rojo, película ambientada en la Segunda Guerra Mundial, la noche de
Navidad, en medio del frío y la nieve, un grupo numeroso de soldados y
refugiados comienza a cantar en un tren el villancico «Noche de Dios». Ese es el
ambiente más adecuado para entender la primera lectura. El profeta se dirige a
un pueblo que camina en tinieblas, que ha sufrido durante un siglo la opresión
del imperio asirio, y le anuncia un cambio prodigioso: un mundo de luz y
alegría. Por tres motivos:
el fin del opresor,
el imperio asirio, que oprime a Israel con el yugo y el bastón, como si fuera
un animal de carga; será derrotado, igual que lo fueron los madianitas en
tiempos de Gedeón;
el fin de la guerra,
simbolizado por la desaparición, no de lanzas y espadas, sino de los elementos
menos peligrosos del soldado: bota y túnica;
la aparición de un niño, que se puede interpretar como el nacimiento de un príncipe o su entronización. Influido por el ritual egipcio, se coloca sobre sus hombros un manto que simboliza el poder, y se le dan diversos nombres: en Egipto eran cinco, aquí son cuatro, que expresan las cualidades más admirables que se pueden esperar de un gobernante: que sepa aconsejar, que sepa defender, que se comporte como un padre con sus súbditos, que traiga un reinado de paz. Por último, abandonando el influjo egipcio y con mentalidad plenamente judía, se relaciona a este niño con David. Y su labor de paz, justicia y derecho, aparentemente imposible, será obra del celo de Dios.
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande;
Habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló.
Acreciste la alegría, aumentaste el gozo:
Se gozan en tu presencia, como gozan al segar,
como se alegran al repartirse el botín.
Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro,
los quebrantaste como el día de Madián.
Porque la bota que pisa con estrépito y la túnica empapada en sangre
serán combustible, pasto del fuego.
Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado:
lleva a hombros el principado, y es su nombre:
«Maravilla de Consejero, Dios fuerte,
Padre de eternidad, Príncipe de la paz».
Para dilatar el principado con una paz sin límites,
sobre el trono de David y sobre su reino.
Para sostenerlo y consolidarlo con la justicia y el derecho,
desde ahora y por siempre.
El celo del Señor del universo lo realizará.
Dos motivos de compromiso (Carta a Tito 2,11-14).
El autor une la primera venida de Jesús («se ha manifestado la gracia de Dios») con la segunda y definitiva («la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo»). ¿Motivos de alegría? Sin duda. Pero estas dos venidas son también motivo de compromiso. Amor con amor se paga. Hay que renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, llevar una vida sobria y honrada, esperar la vuelta del Señor, dedicarse a las buenas obras.
Querido hermano: Se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, llevemos ya desde ahora una vida sobria, justa y piadosa, aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, el cual se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo de su propiedad, dedicado enteramente a las buenas obras.
¿Un niño pobre o un personaje maravilloso? (Lucas 2,1-14)
El evangelio de esta noche consta de dos escenas radicalmente distintas, pero que se complementan.
El nacimiento de un niño pobre
Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada.
La primera
escena, que se desarrolla únicamente en la tierra, contrasta a poderosos y
débiles. Empieza hablando del emperador Augusto, con autoridad para dar órdenes
a todos sus súbditos, y del gobernador de Siria, Cirino, que manda empadronarse
a la población de su provincia, cada cual en su ciudad, sin preocuparle las
molestias que eso puede causar.
Frente a los
poderosos, los débiles, representados por una familia muy modesta, a la que
solo le cabe obedecer, aunque la esposa deba recorrer, embarazada, los 150 km
de Nazaret a Belén. Según Lucas, cuando llegan a su destino no encuentran
alojamiento y deben pasar algunos días en la parte baja de una casa, donde
están los animales. Son pobres, y para ellos no hay sitio en el piso de arriba
(«la posada»).
Los «nacimientos»
que se montan actualmente en iglesias, casas particulares y otros sitios,
ofrecen un pesebre bonito y limpio. Lucas piensa en uno muy distinto, en el que
habrá comido un animal poco antes, arreglado aprisa para recostar al niño.
Es una escena de pobreza y humillación. Basta pensar en José, un padre que no tiene otra cosa que ofrecer a su mujer y a su hijo. La escena no se presta a comentarios románticos, sino a preguntas candentes: ¿por qué Gabriel no le dijo a María toda la verdad? ¿Por qué le anunció que su hijo sería el rey de Israel sin advertirle que no tendría riqueza ni poder? ¿Por qué elige Dios el camino de la pobreza y la humillación? ¿Por qué rechazamos los cristianos a quienes no pueden pagarse un pasaje en avión o en barco para llegar hasta nosotros? ¿Por qué no imaginamos que Dios pueda nacer en una chabola de mala muerte, en una familia pobre que trabaja recogiendo la aceituna? ¿Se puede esperar algo de este hijo de emigrantes, que no tendrá cultura ni formación?
El Salvador, el Mesías, el Señor
En aquella misma región había unos
pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De
repente, un ángel del Señor se les presentó, la gloria del Señor los envolvió
de claridad, y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo:
-No temáis, os anuncio una
buena noticia, que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad
de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la
señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
De pronto, en torno al ángel,
apareció una legión del ejército celestial que alababa a Dios diciendo:
-Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.
La segunda escena
se desarrolla en cielo y tierra. Es también de poderosos y débiles, de ángeles
y pastores. La profesión de pastor, aunque a algunos le recuerde a los antiguos
patriarcas de Israel, era de las más despreciadas y odiadas en aquel tiempo,
sobre todo por los campesinos. En la escala social de la época, los pastores
ocupan el penúltimo lugar, el de las clases impuras, porque su oficio se
equipara al de los ladrones. Y pasar la noche al aire libre, vigilando el
rebaño, no es la ocupación más agradable. El hecho de que el ángel se dirija a
ellos deja clara la «política incorrecta» de Dios. El gran anuncio del
nacimiento del Mesías no se comunica al Sumo Sacerdote de Jerusalén, ni a los
sacerdotes y levitas, ni a los estudiosos escribas, ni a los piadosos fariseos.
Por otra parte,
el anuncio modifica totalmente la imagen de la escena anterior. El niño que ha
nacido no es un simple niño pobre. Su nacimiento supone «una gran alegría para
todo el pueblo», porque es Salvador, Mesías y Señor. Este ángel anónimo es muy
escueto. No comenta ninguno de los tres títulos. Pero es más sincero que
Gabriel. No oculta que, a pesar de su grandeza, el niño está envuelto en
pañales y acostado en un pesebre.
Afortunadamente,
los pastores no son especialistas en la Biblia ni teólogos. En tal caso habrían
preguntado de inmediato de qué o de quién iba a salvar ese niño; si era un
mesías-rey, como David, o un mesías-sacerdote, como Aarón; si su señorío era
igual que el de Dios o que el del César; si los pañales y el pesebre debían ser
interpretados de forma real o simbólica… y cómo se compagina la «gran alegría
para todo el pueblo» con el hecho de que, años después, el pueblo termine
alejándose del Calvario golpeándose el pecho. En realidad, los pastores no
tienen tiempo de preguntar nada porque, de pronto, aparece una legión del
ejército celestial alabando a Dios y proclamando la paz.
¿Qué harán los
pastores? Quien desee saberlo tendrá la respuesta en el evangelio de la Misa de
la Aurora.
Pero el lector del evangelio puede ponerse en su lugar y advertir el mensaje que le está proponiendo Lucas. La vida de Jesús se puede interpretar de dos formas muy distintas: desde una óptica puramente humana o desde la fe. La primera resulta descarnada y dura. La segunda puede parecer ingenua; si no de cuento de hadas, de cuento de ángeles. Si se mantiene en la primera, terminará viendo a Jesús como un personaje peligroso y considerando justa su condena a muerte. Si acepta la segunda, a pesar de todas las dudas, terminará creyendo en él como su Salvador.
25 de diciembre
El evangelio de la misa del Gallo nos dejaba con una duda: ¿qué harán los pastores tras escuchar al ángel y al coro celeste? No han recibido ninguna orden, solo una buena noticia. Lucas no se limita a contar su reacción.
Tres reacciones ante la noticia (Lucas 2,15-20)
Sucedió que, cuando los ángeles
se marcharon al cielo, los pastores se decían unos a otros: «Vayamos, pues, a
Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado». Fueron
corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al
verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño.
Todos los que lo oían se
admiraban de lo que les habían dicho los pastores.
María, por su parte, conservaba
todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho.
Empieza y termina
con los pastores, que corren a Belén y vuelven alabando y dando gloria a
Dios. Esta gente, tan despreciada socialmente, corre hacia Jesús, cree que
un niño envuelto en pañales y en un pesebre puede ser el futuro salvador,
aunque ellos no se beneficiarán de nada, porque, cuando ese niño crezca, ellos
ya habrán muerto. La visita de los pastores simboliza lo que dirá Jesús más
tarde: «Te alabo Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y
entendidos y las has revelado a la gente sencilla».
Está también
presente un grupo anónimo, que podría entenderse como referencia a la demás
personas de la posada, pero que probablemente representa a todos los
cristianos, que se admiran de lo que cuentan los pastores.
Finalmente, el
personaje más importante, María, que conserva lo escuchado y medita
sobre ello. En los relatos de la infancia, Lucas ofrece dos imágenes muy distintas
de María. En la anunciación, Gabriel le comunica que será la madre del Mesías,
y ella termina alabando en el Magnificat las maravillas que Dios ha
hecho en ella. Sin embargo, cuando Jesús nace, Lucas habla de María de forma
muy distinta. A partir de ese momento, todo lo relacionado con Jesús le resulta
nuevo y desconcertante: lo que dicen los pastores, lo que dirá Simeón, lo que
le dirá Jesús a los doce años cuando se quede en Jerusalén. En esas
circunstancias, María no repite: «proclama mi alma la grandeza del Señor». Se
limita a callar y meditar, igual que hará a lo largo de toda la vida pública de
Jesús.
Estas tres actitudes se complementan: la admiración lleva a la meditación y termina en la alabanza de Dios.
Lucas juega con el lector, lo desafía. ¿Qué salvador les ha nacido a los pastores? ¿Qué señal portentosa puede ser un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre? Al día siguiente, los pastores estarán de nuevo con el rebaño, vigilando en medio del frío. Pero su vida ha cambiado, y la dureza de su vida no les impide alabar y dar gloria a Dios. Con ello se convierten en un ejemplo perfecto para el cristiano.
Una buena noticia para Jerusalén y la Iglesia (Isaías 62, 11-12)
Este breve pasaje
recoge una imagen típica de la época del destierro en Babilonia: Jerusalén como
esposa y madre. Como esposa, su marido, el Señor, la ha abandonado; como madre,
ha perdido a su hijos, ha quedado despoblada. El profeta le anuncia un cambio
radical: su marido vuelve, como salvador, acompañado de sus hijos.
La liturgia aplica este anuncio de la llegada de un salvador al nacimiento de Jesús. Y en los pastores podemos ver a ese «pueblo santo» y a «los redimidos del Señor». Cuando se piensa en los millones de cristianos que celebran la Navidad, vemos cómo se cumple la antigua profecía.
El Señor hace oír esto hasta el confín de la tierra:
«Decid a la hija de Sión: Mira a tu salvador, que llega.
El premio de su victoria lo acompaña, la recompensa lo precede».
Los llamarán «Pueblo santo», «Redimidos del Señor»,
y a ti te llamarán «Buscada», «Ciudad no abandonada».
Una buena noticia para nosotros (Carta a Tito 3,4-7)
El evangelio
habla de tres reacciones ante el nacimiento de Jesús. La carta de Pablo se
centra en Dios y en nosotros.
Ante todo, lo
ocurrido es una manifestación de la bondad de Dios y de su amor al hombre. Como
diría el cuarto evangelio: «De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó a
su Hijo único» (Juan 3,16). Si la gente se admiró de lo que decían los
pastores, igual debemos admirarnos nosotros de esta prueba del amor de Dios.
Sobre todo, teniendo en cuenta que no es algo que nosotros hayamos merecido ni
ganado por nuestros propios méritos.
Además, la salvación que entonces tuvo lugar se actualiza en nuestro bautismo, que nos hace nacer de nuevo, nos concede abundantemente el Espíritu Santo, y nos hace herederos de la vida eterna, donde «estaremos siempre con el Señor» (1 Tesalonicenses 4,17).
Querido hermano: Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre, no por las obras de justicia que hubiéramos hecho nosotros, sino, según su propia misericordia, nos salvó por el baño del nuevo nacimiento y de la renovación del Espíritu Santo, que derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, seamos, en esperanza, herederos de la vida eterna.
25 de diciembre
La misa de la aurora nos presentó a María meditando lo que han contado los pastores. Es una pena que Lucas, que transmitió en el Magnificat su reacción a las palabras de Isabel, en este caso guarde silencio. Dos teólogos cristianos, los autores del cuarto evangelio y de la carta a los Hebreos, sí nos dejaron su reflexión sobre Jesús y su nacimiento. La liturgia les antepone la visión de un profeta-poeta.
«El Señor ha consolado a su pueblo» (Isaías 52,7-10)
El texto de Isaías de la misa de la aurora presentaba a Jerusalén como esposa y madre, que recupera a su esposo y sus hijos. Este la presenta como ciudad, sin rey y en ruinas después de la caída en manos de los babilonios. Pero el mensaje de esperanza es el mismo: Dios vuelve a ella como rey, y las ruinas, reconstruidas, cantarán de alegría. Como en el caso anterior, la liturgia aplica la venida de Dios-rey a Jesús, que nace como Mesías y Salvador.
Qué hermoso son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz, que anuncia la buena noticia, que pregona la justicia, que dice a Sión: «¡Tu Dios reina!». Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, porque el Señor ha consolado a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha descubierto el Señor su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios.
«El Señor nos ha hablado por su Hijo» (Hebreos 1,1-6)
Imaginemos al
autor de la carta ante el pesebre. Pero el niño no acaba de nacer, él escribe
bastantes años después. Es mucho lo que ya se ha dicho y discutido sobre Jesús.
Y él comienza su carta con un resumen ambicioso, que abarca desde el comienzo
de los siglos hasta la glorificación del Señor.
Lo primero que
destaca es la novedad de que Dios nos hable a través de su Hijo, no a través de
profetas. Un hecho tan grande que no debemos esperar algo distinto y mayor:
estamos en la «etapa final».
Luego acumula
palabras para describir la dignidad del Hijo. Retrocede del momento en el que
hereda todo (se supone que tras la resurrección) al momento en el que intervino
en la creación del mundo. Habla de su identidad e identificación con Dios con
expresiones misteriosas: «reflejo de su gloria, impronta de su ser». Dedica una
frase, casi de pasada, a la vida terrena, en la que solo sugiere, de forma
velada, su muerte, que purifica nuestros pecados. Y termina con su triunfo a la
derecha de la Majestad y su encumbramiento por encima de los ángeles.
San Ignacio de Loyola, al hablar del nacimiento de Jesús, sugiere al ejercitante pensar cómo el Señor nace en suma pobreza «y al cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz» (Ejercicios espirituales, nº 110). El autor de la carta a los Hebreos tiene una perspectiva más amplia. No menciona aquí los sufrimientos y la muerte (tema que desarrollará más adelante) sino su triunfo y su gloria.
En muchas ocasiones y de muchas
maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa
final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por
medio del cual ha realizado los siglos.
Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y, habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas; tanto más encumbrado sobre los ángeles cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues ¿a qué ángel dijo jamás: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy»; y en otro lugar: «Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo»? Asimismo, cuando introduce en el mundo al primogénito dice: «Adórenlo todos los ángeles de Dios».
La historia del Verbo de Dios (Juan 1,1-5.9-14) (forma breve)
Dos
advertencias:
1.
Según muchos comentaristas, el autor del cuarto evangelio utilizó al comienzo
un himno sobre el Verbo Dios, introduciendo por medio, en dos ocasiones, sendas
referencias a Juan Bautista. La liturgia permite elegir entre la forma larga,
con todo el texto actual, y la breve, que suprime lo referente a Juan. Es esta
la que comentaré brevemente, presentando el himno como una historia del Verbo
de Dios en cinco etapas.
2. Para comprender esta historia habría que conocer las reflexiones sobre la Sabiduría de Dios en los dos siglos antes de Jesús. En el segundo domingo después de Navidad se vuelve a leer el prólogo de Juan, y la lectura que lo acompaña es, con razón, la del libro del Eclesiástico.
Primera etapa: la Palabra junto a Dios
«En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Así comienza el libro del Génesis. Para el autor del prólogo, en ese momento existía ya el Verbo, junto a Dios. Es lo mismo que se dice de la Sabiduría en el libro de los Proverbios y en el Eclesiástico.
Segunda etapa: el Verbo y la creación
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Aunque parece una nueva matización del Génesis, supone un desarrollo. Allí se dice que Dios crea por su palabra («dijo Dios») y su acción. Aquí, esa palabra se convierte en compañera suya imprescindible durante el acto creador. Todo fue creado por el Verbo: sol, luna, estrellas, montañas, mar, animales de toda especie, ser humano. Además de habernos creado, es también nuestra vida y nuestra luz. Dos términos claves en la teología del cuarto evangelio, que presentará a Jesús como «el camino, la verdad y la vida». En esa misma teología encaja la referencia a la tiniebla como símbolo de la oposición a Jesús y a Dios.
Tercera etapa: el mundo, creado por el Verbo, lo ignora.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
El mundo no se refiere aquí a los seres inanimados sino a las personas que ignoran a Dios, no lo adoran, o prescinden de él. El autor del Prólogo piensa en los pueblos paganos, que podrían haber conocido al Dios verdadero, pero que habían caído en diversas formas de idolatría.
Cuarta etapa: la Palabra se instala en Israel; unos lo rechazan, otros la acogen.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
¿Qué hará el Verbo cuando se vea ignorado por el mundo? Para un judío, la respuesta es clara: refugiarse en Israel, el pueblo elegido, igual que hacía la Sabiduría: «Eché raíces entre un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad». Pero el Verbo se encuentra con una desagradable sorpresa: «los suyos no lo recibieron». Da la impresión de que un autor posterior consideró esta afirmación demasiado pesimista y añadió que algunos lo recibieron, convirtiéndose en hijos de Dios. Pero este aparente añadido destruye el dramatismo del himno primitivo.
Quinta etapa: el Verbo se hace carne y habita entre nosotros.
La Palabra ha sufrido dos derrotas: el mundo la ignora, su pueblo la rechaza. ¿Qué haría cualquiera de nosotros en su lugar? Quedarse junto a Dios y olvidarse de todos. Afortunadamente, Dios no es así. El Verbo toma la decisión más asombrosa que se puede imaginar.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Reflexión final
El
fiel cristiano que haya acudido a la iglesia pensando escuchar unas lecturas
bonitas y sencillas sobre Jesús niño y los pastores se encuentra en la misa del
día con unas lecturas muy teológicas, pero que le recuerdan la dignidad e
importancia de ese niño que ve en el pesebre.
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