El Catecismo que estudié de pequeño decía que Dios “premia a los buenos y castiga a los malos”. Pero no concretaba quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de pensar es con frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que Dios considera buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como tales.
Dios, un juez parcial a favor del pobre
Esta
es la imagen que ofrece la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico
35,12-14.16-18
El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial
contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del
huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y
su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta
alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez
justo le hace justicia.
Lo
más curioso de este texto es que no lo escribe un profeta, amante de las
denuncias sociales y de las críticas a los ricos y poderosos, sino un judío
culto, perteneciente a la clase acomodada del siglo II a.C.: Jesús ben Sira, viajero
incansable en busca de la sabiduría, pero también gran conocedor de las
tradiciones de Israel. Y la imagen que ofrece de Dios dista mucho de la que
tenían bastantes israelitas. No es un Dios imparcial, que juzga a las personas
por sus obras; es un Dios parcial, que juzga a las personas por su situación
social. Por eso se pone de parte de los pobres, los oprimidos, los huérfanos y las
viudas; los seres más débiles de la sociedad.
Comienza el autor diciendo: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el pobre. Porque la experiencia de Israel, como la de todos los pueblos, enseña que lo más habitual es que la gente se ponga a favor de los poderosos y en contra de los débiles.
Dios, un juez parcial a favor del humilde
El evangelio de Lucas (Lc 18, 9-14) ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo distinto, sin relación con el ámbito económico.
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose
por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo
Jesús esta parábola:
‒ Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.» El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.» Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
La parábola es fácil de entender, pero conviene profundizar en la actitud del fariseo.
La confesión de inocencia
Un niño pequeño, cuando hace una trastada, es frecuente que se excuse diciendo: “Mamá, yo no he sido”. Esta tendencia innata a declararse inocente influyó en la redacción del capítulo 150 del Libro de los muertos, una de las obras más populares del Antiguo Egipto. Es lo que se conoce como la “confesión negativa”, porque el difunto iba recitando una serie de malas acciones que no había cometido. Algo parecido encontramos también en algunos Salmos. Por ejemplo, en Sal 7,4-6:
Señor, Dios mío, si he cometido
eso, si hay crímenes en mis manos,
si
he perjudicado a mi amigo o despojado al
que me ataca sin razón,
que
el enemigo me persiga y me alcance,
me pisotee vivo por tierra, aplastando mi vientre contra el polvo.
O en el Salmo 26(25),4-5:
No
me siento con gente falsa,
con los clandestinos no
voy;
detesto
la banda de malhechores,
con los malvados no me siento.
La profesión de bondad
Existe también la versión positiva, donde la persona enumera las cosas buenas que ha hecho. Encontramos un espléndido ejemplo en el libro de Job, cuando el protagonista proclama (Job 29,12-17):
Yo
libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso,
recibía
la bendición del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda;
de
justicia me vestía y revestía,
el derecho era mi manto
y mi turbante.
Yo
era ojos para el ciego, era pies para el cojo,
yo
era el padre de los pobres
y examinaba la causa del
desconocido.
Le
rompía las mandíbulas al inicuo
para arrancarle la presa de los dientes.
El orgullo del fariseo
Volvamos a la confesión del fariseo:
«¡Oh
Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos,
adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo
de todo lo que tengo.»
Si el fariseo hubiera sido como Job, se habría limitado a las palabras finales: Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Pero al fariseo lo come el odio y el desprecio a los demás, a los que considera globalmente pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él es bueno, y considera que Dios está por completo de su parte.
La humildad del publicano
En
el extremo opuesto se encuentra la actitud del publicano. A diferencia de Job,
no recuerda sus buenas acciones, que algunas habría hecho en su vida. A
diferencia del Libro de los muertos y algunos Salmos, no enumera malas
acciones que no ha cometido. Al contrario, prescindiendo de los hechos
concretos se fija en su actitud profunda y reconoce humildemente, mientras se
golpea el pecho: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
En el AT hay dos casos famosos de confesión de la propia culpa: David y Ajab. David reconoce su pecado después del adulterio con Betsabé y de ordenar la muerte de su esposo, Urías. Ajab reconoce su pecado después del asesinato de Nabot. Pero en ambos casos se trata de pecados muy concretos, y también en ambos casos es preciso que intervenga un profeta (Natán o Elías) para que el rey advierta la maldad de sus acciones. El publicano de la parábola muestra una humildad mucho mayor. No dice: “he hecho algo malo”, no necesita que un profeta le abra los ojos; él mismo se reconoce pecador y necesitado de la misericordia divina.
Dios, un juez parcial e injusto
Al
final de la parábola, Dios emite una sentencia desconcertante: el piadoso
fariseo es condenado, mientras que el pecador es declarado inocente: Os digo que éste
bajó a su casa justificado, y aquél no.
¿Debemos
decir, en contra del Catecismo, que “Dios premia a los malos y castiga a los
buenos”? ¿O, más bien, que debemos cambiar nuestros conceptos de buenos y
malos, y nuestra imagen de Dios?
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