El domingo pasado, el evangelio nos animaba a escuchar a Jesús, como María. Hoy nos anima a hablarle a Dios. Ante una persona importante es fácil quedarse sin palabras, no saber qué decir. Mucho más ante Dios. Quizá por eso, los discípulos no rezan. Pero les suscita curiosidad ver a Jesús rezando. ¿Qué dice? ¿Por qué no les enseña a hablarle a Dios? Este será el tema del evangelio. La primera lectura ofrece un tipo de oración muy curioso: la intercesión a través del regateo. Dada la abundancia de material, sería preferible limitar la homilía al evangelio.
Primera lectura: Un regateo inútil (Génesis 18, 20-32)
En aquellos días, el Señor dijo:
‒ La acusación contra
Sodoma y Gomorra es fuerte, y su pecado es grave; voy a bajar, a ver si
realmente sus acciones responden a la acusación; y si no, lo sabré.
Los hombres se volvieron y
se dirigieron a Sodoma, mientras el Señor seguía en compañía de Abrahán.
Entonces Abrahán se acercó
y dijo a Dios:
‒ ¿Es que vas a destruir
al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los
destruirás y no perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?
¡Lejos de ti hacer tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la
suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el
mundo, ¿no hará justicia?
El Señor contestó:
‒ Si encuentro en la
ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a
ellos.
Abrahán respondió:
‒ Me he atrevido a hablar
a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Si faltan cinco para el número de
cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?
Respondió el Señor:
‒ No la destruiré, si es
que encuentro allí cuarenta y cinco.
Abrahán insistió:
‒ Quizá no se encuentren
más que cuarenta.
Le respondió:
‒ En atención a los
cuarenta, no lo haré.
Abrahán siguió:
‒ Que no se enfade mi
Señor, si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?
Él respondió:
‒ No lo haré, si encuentro
allí treinta.
Insistió Abrahán:
‒ Me he atrevido a hablar
a mi Señor. ¿Y si se encuentran sólo veinte?
Respondió el Señor:
‒ En atención a los
veinte, no la destruiré.
Abrahán continuó:
‒ Que no se enfade mi
Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez?
Contestó el Señor:
‒ En atención a los diez, no la destruiré.
He titulado
este episodio “Un regateo inútil” porque, en definitiva, no sirve de nada.
Sodoma y Gomorra desaparecen irremisiblemente porque no se encuentran en ella
ni siquiera diez personas inocentes.
En
realidad, el mensaje fundamental de este episodio no es la oración de
intercesión sino la dificultad de compaginar las desgracias que ocurren en la
historia con la justicia y la bondad de Dios. Este tema preocupó enormemente a
los teólogos de Israel, sobre todo después de la dura experiencia de la
destrucción de Jerusalén y del destierro a Babilonia en el siglo VI a.C.
En
una religión monoteísta, como la de Israel, el problema del mal y de la
justicia divina se vuelve especialmente agudo. No se le puede echar la culpa a
ningún dios malo, o a un dios secundario. Todo, la vida y la muerte, la
bendición y la maldición, dependen directamente del Señor. Cuando ocurre una
desgracia tan terrible como la conquista de Jerusalén y la deportación, ¿dónde
queda la justicia divina?
El
autor de este pasaje del Génesis lo tiene claro: la culpa no es de Dios, que
está dispuesto a perdonar a todos si encuentra un número mínimo de inocentes.
La culpa es de la ausencia total de inocentes.
El lector moderno no está de acuerdo con esta mentalidad. Tiene otros recursos para evitar el problema. El más frecuente, no pensar en él. Si piensa, decide que Dios no es el responsable de invasiones, destrucciones y deportaciones. De eso nos encargamos los hombres, que sabemos hacerlo muy bien. Con este planteamiento salvamos la bondad y la justicia divina. Los antiguos teólogos judíos veían la acción de Dios de forma más misteriosa y profunda. No eran tan tontos como a veces pensamos.
Evangelio: la oración modelo y la importancia de insistir (Lucas 11,1-13)
El evangelio recoge dos cuestiones muy distintas: la oración típica del cristiano, la que distingue a sus discípulos, y la importancia de ser insistentes y pesados en nuestra oración, hasta conseguir que Dios se harte y nos conceda… ¿Qué nos concederá Dios? Demasiada materia para un solo domingo. Comentaré los dos temas por separado.
Aprendiendo a rezar (Lucas
11, 1-4)
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus
discípulos le dijo:
‒ Señor, enséñanos a orar,
como Juan enseñó a sus discípulos.
Él les dijo:
‒ Cuando oréis decid:
“Padre,
santificado sea tu nombre,
venga tu reino,
danos cada día nuestro pan
del mañana,
perdónanos nuestros
pecados,
porque también nosotros
perdonamos a todo el que nos debe algo,
y no nos dejes caer en la tentación.”
Nota previa: En Lucas faltan dos peticiones que conocemos por Mateo: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, y “líbranos del mal”. La liturgia traduce “nuestro pan del mañana”; debería traducir, como en la misa, “nuestro pan de cada día”, ya que la fórmula griega es la misma en Mateo y Lucas (to.n a;rton h`mw/n to.n evpiou,sion). Pero existe una discusión muy antigua sobre si epiousion se debe interpretar del alimento cotidiano o como referencia a la eucaristía. Parece que la liturgia se ha inclinado en este caso por la interpretación eucarística.
El “Padre nuestro” es la síntesis de todo lo que Jesús vivió y sintió a
propósito de Dios, del mundo y de sus discípulos. En
torno a estos temas giran las peticiones (sean siete como en Mateo o cinco como
en Lucas).
Frente a un mundo que prescinde de Dios, lo ignora o incluso lo ofende,
Jesús propone como primera petición, como ideal supremo del discípulo, el deseo
de la gloria de Dios: “santificado sea tu Nombre”; dicho con palabras más
claras: “proclámese que Tú eres santo”. Es la vuelta a la experiencia
originaria de Isaías en el momento de su vocación, cuando escucha a los
serafines proclamar: “Santo, santo, santo, el Señor, Dios del universo” (Is 6).
La primera petición se orienta en esa línea profética que sitúa a Dios por
encima de todo, exalta su majestad y desea que se proclame su gloria.
Ante un mundo donde con frecuencia predominan el odio, la
violencia, la crueldad, que a menudo nos desencanta con sus injusticias, Jesús
pide que se instaure el Reinado de Dios, el Reino de la justicia, el amor y la
paz. Recoge en esta petición el tema clave de su mensaje (“está cerca el
Reinado de Dios”), en el que tantos contemporáneos concentraban la suma
felicidad y todas sus esperanzas.
Como tercer centro de interés
aparece la comunidad. Ese
pequeño grupo de seguidores de Jesús, que necesita día tras día el pan, el
perdón, la ayuda de Dios para mantenerse firme. Peticiones que podemos hacer
con sentido individual, pero que están concebidas por Jesús de forma
comunitaria, y así es como adquieren toda su riqueza.
Cuando uno imagina a ese pequeño
grupo en torno a Jesús recorriendo zonas poco pobladas y pobres, comprende sin
dificultad esa petición al Padre de que le dé “el pan nuestro de cada día”.
Cuando se recuerdan los fallos de
los discípulos, su incapacidad de comprender a Jesús, sus envidias y recelos,
adquiere todo sentido la petición: “perdona nuestras ofensas”.
Y pensando en ese grupo que debió
soportar el gran escándalo de la muerte y el rechazo del Mesías, la oposición
de las autoridades religiosas, se entiende que pida “no caer en la tentación”.
El Padre nuestro nos enseña que la
oración cristiana debe ser:
Amplia, porque no podemos limitarnos a nuestros problemas;
el primer centro de interés debe ser el triunfo de Dios;
Profunda, porque al presentar nuestros
problemas no podemos quedarnos en lo superficial y urgente: el pan es
importante, pero también el perdón, la fuerza para vivir cristianamente, el
vernos libres de toda esclavitud.
Íntima, en un ambiente confiado y filial, ya que nos dirigimos
a Dios como “Padre”.
Comunitaria. “Padre
nuestro", danos, perdónanos, etc.
En disposición de perdón.
Necesidad de ser insistentes en la oración (Lucas 11,5-13)
Y les dijo:
‒ Si alguno de vosotros
tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: “Amigo, préstame
tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que
ofrecerle.” Y, desde dentro, el otro le responde: “No me molestes; la puerta
está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para
dártelos.” Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se
los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará
cuanto necesite.
Pues así os digo a
vosotros:
Pedid y se os dará,
buscad y hallaréis,
llamad y se os abrirá;
porque quien pide recibe,
quien busca halla,
y al que llama se le
abre.
¿Qué padre entre vosotros,
cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?
¿O si le pide un pez, le
dará una serpiente?
¿O si le pide un huevo, le
dará un escorpión?
Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?
El ejemplo del amigo importuno
En las casas del tiempo de Jesús los
niños no duermen en su habitación. De la entrada de la casa a la cocina no se
va por un pasillo. No existe luz eléctrica ni linterna. Un solo espacio sirve
de todo: cocina y comedor durante el día, dormitorio por la noche. Moverse en
la oscuridad supone correr el riesgo de pisar a más de uno y tener que soportar
sus quejas y maldiciones.
El “amigo” trae a la memoria un
simpático proverbio bíblico: “El que saluda al vecino a voces y de madrugada es
como si lo maldijera”. Este amigo no saluda, pide. Y consigue lo que quiere.
Este individuo merecería que le dirigiesen toda la rica gama de improperios que reserva la lengua castellana para personas como él. Sin embargo, Jesús lo pone como modelo. Igual que más tarde, también en el evangelio de Lucas, pondrá como modelo a una viuda que insiste para que un juez inicuo le haga justicia.
La bondad paternal de Dios y un regalo inesperado
En realidad, no haría falta ser tan
insistentes, porque Dios, como padre, está siempre dispuesto a dar cosas buenas
a sus hijos.
Aquí es donde Lucas introduce un
detalle esencial. Las palabras tan conocidas “Pedid y se
os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá…” se
prestan a ser mal entendidas. Como si Dios estuviera dispuesto a dar cualquier
cosa que se le pida, desde un puesto de trabajo hasta la salud, pasando por
aprobar un examen. Esta interpretación ha provocada muchas crisis de fe y la
conciencia diluida de que la oración no sirve para nada.
El
evangelio de Mateo, que recoge las mismas palabras, termina diciendo que Dios
“dará cosas buenas a los que
se las pidan”. La oración de Jesús en el huerto de los olivos demuestra que
Dios tiene una idea muy distinta de nosotros, incluso de Jesús, de lo que es
bueno y lo que más nos conviene.
Pero
las palabras del evangelio de Mateo a Lucas le resultan poco claras y ofrece
una versión distinta: “vuestro Padre celestial dará Espíritu Santo a los que se lo piden”. Para
Lucas, tanto en el evangelio como en el libro de los Hechos, el Espíritu Santo
es el gran motor de la vida de la Iglesia. En medio de las dificultades,
incluso en los momentos más duros de la vida, la oración insistente conseguirá
que Dios nos dé la fuerza, la luz y la alegría de su Espíritu.
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