Las dos
frases más repetidas por la iglesia en este domingo son: «Cristo
ha resucitado» y «Dios ha
resucitado a Jesús»; resumen
las afirmaciones más frecuentes del Nuevo Testamento sobre este tema.
Sin embargo, como evangelio para este domingo se ha elegido uno que no tiene como protagonistas ni a Dios, ni a Cristo, ni confiesa su resurrección. Los tres protagonistas que menciona son puramente humanos: María Magdalena, Simón Pedro y el discípulo amado. Ni siquiera hay un ángel. El relato del evangelio de Juan se centra en las reacciones de estos personajes, muy distintas.
Tres reacciones ante la resurrección de Jesús (Juan 20,1-9)
El primer día de la semana, María
la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la
losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el
otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del
sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro
discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo
corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose,
vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás
de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le
habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio
aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
María reacciona de forma precipitada: le basta ver
que han quitado la losa del sepulcro para concluir que alguien se ha llevado el
cadáver; la resurrección ni siquiera se le pasa por la cabeza.
Simón Pedro actúa
como un inspector de policía diligente: corre al sepulcro y no se limita, como
María, a ver la losa corrida; entra, advierte que las vendas están en el suelo
y que el sudario, en cambio, está enrollado en sitio aparte. Algo muy extraño.
Pero no saca ninguna conclusión.
El discípulo amado también
corre, más incluso que Simón Pedro, pero luego lo espera pacientemente. Y ve lo
mismo que Pedro, pero concluye que Jesús ha resucitado. En él se cumple lo que
dirá días más tarde Jesús a Tomás: «Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Porque, en realidad, lo único que ha visto es unos lienzos y un sudario.
El evangelio de Juan, que tanto nos hace sufrir a lo largo del año con sus enrevesados discursos, ofrece hoy un mensaje espléndido: ante la resurrección de Jesús podemos pensar que es un fraude (María), no saber qué pensar (Pedro) o dar el salto misterioso de la fe (discípulo amado).
¿Por qué espera el discípulo amado a Pedro?
Es frecuente interpretar este hecho de la siguiente manera. El discípulo amado (sea Juan o quien fuere) fundó una comunidad cristiana bastante peculiar, que corría el peligro de considerarse superior a las demás iglesias y terminar separada de ellas. De hecho, el cuarto evangelio deja clara la enorme intuición religiosa del fundador, superior a la de Pedro: le basta ver para creer, igual que, más adelante, cuando Jesús se aparezca en el lago de Galilea, inmediatamente sabe que «es el Señor». Sin embargo, su intuición especial no lo sitúa por encima de Pedro, y lo espera a la entrada de la tumba en señal de respeto. La comunidad del discípulo amado, imitando a su fundador, debe sentirse unida a la iglesia total, de la que Pedro es responsable.
Las otras dos lecturas: beneficios y compromisos.
A
diferencia del evangelio, las otras dos lecturas de este domingo (Hechos y
Colosenses) afirman rotundamente la resurrección de Jesús. Aunque son muy
distintas, hay algo que las une:
a) las
dos mencionan los beneficios de la resurrección de Jesús para nosotros:
el perdón de los pecados (Hechos) y la gloria futura (Colosenses);
b) las dos afirman que la resurrección de Jesús implica un compromiso para los cristianos: predicar y dar testimonio, como los Apóstoles (Hechos), y aspirar a los bienes de arriba, donde está Cristo, no a los de la tierra (Colosenses).
«Dios lo resucitó y él nos encargó predicar» (Hechos 10, 34a. 37-43)
Las
palabras de Pedro forman parte de un largo episodio del libro de los Hechos que
cuenta uno de los momentos capitales del cristianismo primitivo: la predicación
del evangelio a los paganos. Según Lucas, antes de que Pablo y la comunidad de
Antioquía emprendiesen esta labor revolucionaria, ya Pedro había recibido de
Dios el encargo de aceptar la invitación del centurión Cornelio y dirigirse a
su casa (con escándalo inicial del mismo Pedro y escándalo posterior de los
sectores más conservadores de la comunidad de Jerusalén). Pedro hablará de
Jesús y de los testigos que lo acompañaron.
A Jesús
lo presenta destacando tres aspectos durante su actividad terrena: estuvo
ungido con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien, Dios estaba con
él. Después de la resurrección adquirió una dignidad mucho mayor: Dios lo
constituyó juez de vivos y muertos, con poder de perdonar los pecados a quienes
creen en él. La enorme dignidad que esto supone solo se comprende teniendo en
cuenta los textos apocalípticos, que presentan a Dios como único juez. Para
Cornelio y su familia es el mayor argumento a favor de creer en Jesús.
«Nosotros» somos testigos de lo que hizo durante su actividad pública y de la realidad de su resurrección, ya que comimos y bebimos con él. Y esto no obliga a predicar al pueblo. Pero el episodio de Cornelio deja claro que «el pueblo» no es solo Israel. Ahora también tienen cabida los paganos.
En aquellos días, Pedro tomó la
palabra y dijo:
-Vosotros conocéis lo que sucedió
en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan.
Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu
Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo,
porque Dios estaba con él.
Nosotros somos testigos de todo
lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron,
colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la
gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por
Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección
de entre los muertos.
Nos encargó predicar al pueblo,
dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos.
De él dan testimonio todos los profetas: que todos los que creen en él reciben,
por su nombre, el perdón de los pecados.
«Aspirad a los bienes de arriba» (Colosenses 3,1-4)
Hoy repetiremos a menudo: «Cristo ha resucitado». ¿Es un simple saludo? ¿Cambia esto nuestra vida? El autor de la carta a los colosenses (Pablo o un discípulo suyo) subraya el profundo cambio que debe producirse en nosotros. Para ello, debemos comenzar preguntándonos qué buscamos en la vida, a qué aspiramos. Cuando hubiésemos hecho la lista de aspiraciones, nos sorprendería el texto de la carta.
Hermanos: Si habéis resucitado
con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la
derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque
habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando
aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos,
juntamente con él.
El autor
distingue dos etapas en la vida cristiana, marcadas por dos situaciones de
Cristo: ahora está sentado a la derecha de Dios, escondido en él; más tarde se
aparecerá glorioso. Del mismo modo, el cristiano debe ahora esconderse con
Cristo en Dios, buscar los bienes de arriba, aspirar a ellos.
¿Qué
significa esto en la práctica? La carta indica inmediatamente qué es lo del
cielo y qué lo de la tierra. A la tierra corresponden «fornicación, impureza,
pasión concupiscencia y avaricia», «cólera, ira, malicia, maledicencia,
obscenidades». Al cielo, «compasión entrañable, amabilidad, humildad, modestia,
paciencia, soportarse mutuamente, perdón… y por encima de todo, el amor, que es
el broche de la perfección» (Col 3,5-14). La resurrección de Cristo nos obliga
a adoptar una nueva forma de vida.
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