Este último fin de semana de agosto, al menos en España, no
parece el momento más adecuado para honduras teológicas. La preocupación de la
mayoría de la gente se centrará en el fin de las vacaciones, la vuelta al
trabajo o la amenaza del paro, la difusión del coronavirus, los problemas a los
que se enfrenta la escolarización … Sin embargo, en este contexto en el que
muchísimos van a tener que cargar con su cruz, es bueno hacerlo siguiendo a Jesús.
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro
acaba de confesar a Jesús como Mesías. Él piensa en un Mesías glorioso,
triunfante. Por eso, Jesús considera esencial aclarar las ideas a sus
discípulos. Se dirigen a Jerusalén, pero él no será bien recibido. Al contrario,
todas las personas importantes, los políticos (“ancianos”), el clero alto
(“sumos sacerdotes”) y los teólogos (“escribas”) se pondrán en contra suya, le
harán sufrir mucho, y lo matarán. Es difícil poner de acuerdo a estas tres
clases sociales. Sin embargo, tratándose de Jesús, coinciden en el deseo de
hacerlo sufrir y eliminarlo. Esto
que parece una simple conjura humana, Jesús lo interpreta como parte del plan
de Dios. Por eso, no dice a los discípulos: «Vamos a Jerusalén, y allí
una panda de canallas me va a perseguir y matar», sino «tengo
que ir» a
Jerusalén a cumplir la misión que Dios me encomienda, que implicará el
sufrimiento y la muerte, pero que terminará en la resurrección.
[La necesidad de cumplir el plan de Dios es el tema de la primera lectura, como
veremos luego].
Para
la concepción popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros,
esto resulta inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su
pueblo y triunfa a través del sufrimiento y la muerte no es desconocida al
pueblo de Israel. La expresó un profeta anónimo, y su mensaje ha quedado en el
c.53 de Isaías sobre el Siervo de Dios.
2ª escena: Pedro, portavoz de Satanás, y Jesús
Jesús termina hablando de resurrección, pero lo que llama la atención a Pedro es el «padecer mucho» y el «ser ejecutado». Según Mc 8,32, Pedro se puso entonces a reprender a Jesús, pero no se recogen las palabras que dijo. Mateo describe su reacción con más crudeza:
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
― ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
― Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú
piensas como los hombres, no como Dios.
Ahora
no es Dios quien habla a través de Pedro, es Pedro quien se deja llevar por su
propio impulso. Está dispuesto a aceptar a Jesús como Mesías victorioso, no como
Siervo de Dios. Y Jesús, que un momento antes lo ha llamado «bienaventurado»,
le responde con enorme dureza: «¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces
tropezar!»
Estas palabras traen a la memoria el episodio de las tentaciones a las que Satanás sometió a Jesús después del bautismo. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado con su persona y su mensaje. Y Jesús, que no vio especial peligro en las tentaciones de Satanás, ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su reacción no es serena, como ante el demonio; no aduce tranquilamente argumentos de Escritura para rechazar al tentador, sino que está llena de violencia: «Tú piensas como los hombres, no como Dios.» Los hombres tendemos a rechazar el sufrimiento y la muerte, no los vemos espontáneamente como algo de lo que se pueda sacar algún bien. Dios, en cambio, sabe que eso tan negativo puede producir gran fruto.
Esta función de tentador que desempeña Pedro en el pasaje y la reacción tan enérgica de Jesús nos recuerdan que las mayores tentaciones para nuestra vida cristiana no proceden del demonio, sino de las personas que están a nuestro lado y nos quieren. Frente a una mentalidad que mitifica y exagera el peligro del demonio en nuestra vida, es interesante recordar este episodio evangélico y unas palabras de santa Teresa que van en la misma línea. Después de contar las dudas e incertidumbres por las que atravesó en muchos momentos de su vida, causadas a veces por confesores que le hacían ver el demonio en todas partes, resume su experiencia final: «...tengo yo más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo; porque él no me puede hacer nada, y estotros, en especial si son confesores, inquietan mucho, y he pasado algunos años de tan gran trabajo, que ahora me espanto cómo lo he podido sufrir» (Vida, cap. 25, nn.20-22).
3ª escena: Jesús y los discípulos (parábola del maletín y el joyero)
Entonces dijo Jesús a sus discípulos:
― El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.
No se conocían de nada, sólo les unió compartir dos asientos de primera clase. Ella colocó en el compartimento un elegante estuche con sus joyas. Él, un pesado maletín con su portátil y documentos de sumo interés. El pánico fue común al cabo de unas horas, cuando vieron arder uno de los motores y oyeron el aviso de prepararse para un aterrizaje de emergencia. Tras el terrible impacto contra el suelo, ella renunció a sus joyas y corrió hacia la salida. Él se retrasó intentando salvar sus documentos. El cadáver y el maletín los encontraron al día siguiente, cuando los bomberos consiguieron apagar el incendio. Extrañamente, ella recuperó intacto el estuche de sus joyas.
En tiempos de Jesús no había aviones, y él no pudo contar esta parábola. Pero le habría servido para explicar la enseñanza final de este evangelio. Para entender esta tercera parte conviene comenzar por el final, el momento en el que el Hijo del Hombre vendrá a pagar a cada uno según su conducta. En realidad, sólo hay dos conductas: seguir a Jesús (salvar la vida, renunciando al joyero) o seguirse a uno mismo (salvar el maletín a costa de la vida). Seguir a Jesús supone un gran sacrificio, incluso se puede tener la impresión de que uno pierde lo que más quiere. Seguirse a uno mismo resulta más importante, salvar la vida y el maletín. Pero el avión está ya ardiendo y no caben dilaciones. El que quiera salvar el maletín, perderá la vida. Paradójicamente, el que renuncia al joyero salva la vida y recupera las joyas.
Jeremías y Jesús (Jer 20,7-9)
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción.» La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: «No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre»; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía.
La vida de
Jeremías no fue fácil. Él no quería ser profeta, le objetó a Dios que era
demasiado joven y que no sabía hablar. Pero el Señor no aceptó su protesta y lo
obligó a transmitir el mensaje más duro en los años más difíciles del reino de
Judá: cuando se avecinaba la desaparición de la monarquía, la destrucción de
Jerusalén y la deportación a Babilonia.
Al principio,
todo fue bien («me sedujiste, Señor, y me dejé seducir»). Pero el tener que
anunciar y justificar la desgracia futura se le convierte en una carga
insoportable. Personalmente, tiene la sensación de que todo su mensaje se
sintetiza en dos palabras horribles: «violencia» y «destrucción». Socialmente, esta
predicación le procura críticas, burlas, persecuciones, incluso amenazas de
muerte. ¿Solución? Olvidarse de Dios y de su palabra. Pero no puede hacerlo.
Esa palabra arde en sus entrañas, es un fuego incontenible.
Jeremías, igual que Jesús, se siente obligado a cumplir la misión que Dios le encomienda. Es cierto que en Jesús no encontramos la misma rebeldía, pero la reacción tan humana del profeta ayuda a comprender que, para el Señor, «tener que ir a Jerusalén» supuso también un gran sacrificio.
Una introducción muy abstracta a un capítulo muy concreto (Rom 12,1-2)
Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
Estos dos
versículos plantean al lector, o a quien los escucha durante la celebración de
la Eucaristía (suponiendo que preste atención), más interrogantes que
respuestas: ¿cómo podemos presentar nuestros cuerpos como «hostia viva»?, ¿por
qué es un «culto razonable»?, ¿qué significa «no ajustarse a este mundo» y
«transformarse por la renovación de la mente»?, ¿cómo sé lo que es bueno y
perfecto, lo que a agrada a Dios?
Sin embargo, estos
versículos tan abstractos encuentra una respuesta muy concreta en lo que sigue
del capítulo 12 de la carta a los Romanos. Sería bueno encontrar un momento para
leerlo. Una frase, al menos, se adapta perfectamente a las circunstancias
actuales, cuando miles de personas se están quedando sin trabajo y pasando
grandes apuros económicos: «Sed solidarios con los consagrados en sus
necesidades». Pablo se refería a los cristianos. Hoy debemos pensar en
cualquier persona.
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