jueves, 11 de junio de 2020

Una día del Corpus a medias. Ciclo A


Este año 2020, la pandemia del coronavirus provocará que el día del Corpus falte en muchas ciudades y pueblos lo más típico de esta fiesta: la procesión solemne por las calles. Esta fiesta comenzó a celebrarse en Bélgica en 1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447, cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la Eucaristía y confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino.
            Sin embargo, las lecturas del ciclo A parecen adaptarse al coronavirus y carecen de ese aspecto alegre y festivo. Lo que pretenden es enseñarnos el valor de la eucaristía y su repercusión en nuestra vida.

El maná, un triste alimento de tiempo de crisis (Deuteronomio 8,2-3.14b-16a

            En el Antiguo Testamento hay dos tradiciones principales sobre el maná. La primera (Éxodo 16) lo presenta como un alimento que baja del cielo cada día (menos el sábado, para respetar el día de descanso), con sabor a galletas de miel, que toda la gente recoge por igual, sin que a nadie le falte o le sobre, tan sorprendente que se deben conservar dos litros en una jarra dentro del Arca de la Alianza. En esta línea, un salmo lo llamará «pan de ángeles».
            Pero hay otra tradición muy distinta, nada milagrosa (Números 11,4-9), en la que el maná se parece a una semilla que hay que recoger, moler y cocer, y al final tiene un sabor más prosaico: pan de aceite. Al cabo de poco tiempo, la gente comenta: «Se nos quita el apetito de no ver más que el maná» (Nm 11,6).
            El texto del Deuteronomio elegido para la primera lectura ocupa un puesto intermedio entre estas dos tradiciones: el maná es un don de Dios, un alimento «que no conocieron vuestros padres»; pero es un alimento de tiempo de crisis, cuando se recorre «un desierto inmenso y terrible, lleno de serpientes y alacranes, un sequedal sin una gota de agua». Si el texto del Dt se leyera completo, advertiríamos el contraste entre el maná y los alimentos que se encontrarán en la tierra prometida, «tierra de trigo y cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares y de miel, tierra en que no comerás tasado el pan, en la que no carecerás de nada» (Dt 8,8-9).

Moisés habló al pueblo, diciendo: El camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto; para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para enseñarte que no sólo vive el hombre de pan, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios. No te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres.»

            Ya que la catequesis bíblica ha insistido en la idea milagrosa del maná, conviene tener presente esta otra para comprender el contraste con el pan de vida que ofrece Jesús.

Sobrevivir y vivir eternamente (Juan 6,51-58)

            A principios de junio de 2020 se calculan en unos 400.000 los muertos por la covid-19. En este contexto es fácil sintonizar con el evangelio de la fiesta del Corpus. Comienza y termina con las mismas palabras: «El que coma de este pan vivirá para siempre». Y en medio: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día».
            Mucha gente acepta la muerte con resignación o fatalismo. Otros se rebelan contra ella. El cuarto evangelio es de los que se rebelan. Comienza afirmando que en la Palabra de Dios «había vida». Y ha venido al mundo para que nosotros participemos de esa vida eterna.
            El texto que leemos hoy está tomado del largo discurso tenido por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Relacionándolo con la primera lectura, advertimos el contraste entre “supervivencia” y “vida eterna”. El maná es un alimento de pura supervivencia, no garantiza la inmortalidad, como subraya Jesús: «vuestros padres lo comieron y murieron». En cambio, el alimento que da Jesús, su cuerpo y su sangre, sí garantiza la vida eterna: «yo lo resucitaré en el último día».

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
―Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Disputaban los judíos entre sí:
―¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Entonces Jesús les dijo:
―Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.

            En una lectura precipitada, parece que esta última parte del discurso no ofrece ninguna novedad, que se limita a repetir la promesa de la vida eterna para quien coma «el pan que ha bajado del cielo». Sin embargo, hay aspectos nuevos e importantes.
            1. Beber la sangre. Hasta ahora, solo se ha hablado del pan. En esta sección final se hace referencia cuatro veces a la sangre, verdadera bebida, igual que el pan es verdadera comida. Dado la relación del discurso con la eucaristía, esta referencia era imprescindible. La iglesia primitiva siempre recordó el doble gesto de Jesús durante la última cena: al comienzo, partiendo el pan; al final, bendiciendo y pasando la copa. Pan y vino son esenciales. Un discurso sobre la eucaristía no puede dejar de mencionar la sangre, el vino.
            2. La dureza del lenguaje. Hasta ahora, el discurso ha sido polémico y ha provocado discusión y rechazo. Jesús, en vez de echarse atrás e intentar justificar sus expresiones, usa fórmulas escandalosas que se prestan a ser interpretadas como canibalismo: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Hay que comerla y beberla. Sin explicación alguna ni matices. ¿Por qué? Jesús no quiere seguidores inconscientes y rutinarios. En los evangelios sinópticos hay otras muchas expresiones suyas, durísimas, desanimando a seguirle a quienes no estén dispuestos a cargar con la cruz, a renunciar a todo, a abandonar al padre y a la madre… En una línea distinta, estas palabras del discurso son también una forma de seleccionar a sus seguidores, como queda claro poco después.
            3. La vida. La repetición frecuente de «la vida eterna» y de «yo lo resucitaré en el último día» parece sugerir que es algo que solo se consigue después de la muerte. Ahora se deja claro que «el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». La tiene ya, ahora, antes de morir. Sin decirlo expresamente, el texto supone que hay dos formas de vida: la normal, física, y la espiritual o eterna. La primera la tienen todos los seres humanos; la segunda, quienes comen el cuerpo y la sangre de Jesús. ¿En qué consiste esa vida?
            4. Jesús dentro de nosotros. La respuesta la ofrecen estas palabras: «El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él». Es la única vez que aparece este tema en el discurso, que recuerda la experiencia de Pablo: «Vivo yo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí». Pero la imagen que mejor puede expresarlo es la del feto en el vientre de su madre: habita en ella, y ella en él. Esa intimidad absoluta y misteriosa es la que se produce en la eucaristía. Y esa presencia de Jesús en los que comulgamos no termina al cabo de un cuarto de hora, como enseñaban hace años. Una educación religiosa bienintencionada, pero deficiente, hace pensar a muchos que Jesús está principalmente en el sagrario, olvidando que está dentro de nosotros tan realmente como allí.

Unión con Jesús y unión con los hermanos (1 Corintios 10,16-17)

            La idea de que, al comulgar, Jesús habita en nosotros y nosotros en él, corre el peligro de interpretarse de forma muy individualista. La lectura de Pablo a los corintios ayuda a evitar ese error. La comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo no es algo que nos aísla. Al contrario, es precisamente lo que nos une, «porque comemos todos del mismo pan».

Hermanos: El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.

            Este tema se inserta en el contexto de un problema muy candente en la comunidad de Corinto por aquel tiempo: ¿Puede un cristiano comer la carne de un animal inmolado a un dios pagano? He comentado esta larga sección en mi obra Hasta los confines de la tierra. II. El macedonio. Verbo Divino, Estella 2006, 167-205.


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