Este año 2020, la pandemia del coronavirus provocará que el día del
Corpus falte en muchas ciudades y pueblos lo más típico de esta fiesta: la
procesión solemne por las calles. Esta fiesta comenzó a celebrarse en Bélgica
en 1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447,
cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las
calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la Eucaristía y
confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y el vino.
Sin embargo, las
lecturas del ciclo A parecen adaptarse al coronavirus y carecen de ese aspecto
alegre y festivo. Lo que pretenden es enseñarnos el valor de la eucaristía y su
repercusión en nuestra vida.
El maná, un triste alimento de tiempo
de crisis (Deuteronomio 8,2-3.14b-16a
En el Antiguo Testamento
hay dos tradiciones principales sobre el maná. La primera (Éxodo 16) lo
presenta como un alimento que baja del cielo cada día (menos el sábado, para
respetar el día de descanso), con sabor a galletas de miel, que toda la gente
recoge por igual, sin que a nadie le falte o le sobre, tan sorprendente que se
deben conservar dos litros en una jarra dentro del Arca de la Alianza. En esta
línea, un salmo lo llamará «pan de ángeles».
Pero hay otra tradición
muy distinta, nada milagrosa (Números 11,4-9), en la que el maná se parece a
una semilla que hay que recoger, moler y cocer, y al final tiene un sabor más
prosaico: pan de aceite. Al cabo de poco tiempo, la gente comenta: «Se nos quita el
apetito de no ver más que el maná» (Nm 11,6).
El texto del
Deuteronomio elegido para la primera lectura ocupa un puesto intermedio entre
estas dos tradiciones: el maná es un don de Dios, un alimento «que no conocieron
vuestros padres»; pero es un alimento de tiempo de crisis, cuando se recorre «un desierto
inmenso y terrible, lleno de serpientes y alacranes, un sequedal sin una gota
de agua». Si el texto del Dt se leyera completo,
advertiríamos el contraste entre el maná y los alimentos que se encontrarán en
la tierra prometida, «tierra de trigo y cebada, de viñas, higueras y granados,
tierra de olivares y de miel, tierra en que no comerás tasado el pan, en la que
no carecerás de nada» (Dt 8,8-9).
Moisés habló al pueblo, diciendo: El camino
que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el
desierto; para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones: si
guardas sus preceptos o no. Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después
te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para
enseñarte que no sólo vive el hombre de pan, sino de todo cuanto sale de la
boca de Dios. No te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la
esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con
dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que sacó agua para ti
de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con un maná que no
conocían tus padres.»
Ya
que la catequesis bíblica ha insistido en la idea milagrosa del maná, conviene
tener presente esta otra para comprender el contraste con el pan de vida que
ofrece Jesús.
Sobrevivir y vivir eternamente (Juan 6,51-58)
A principios de junio de
2020 se calculan en unos 400.000 los muertos por la covid-19. En este contexto
es fácil sintonizar con el evangelio de la fiesta del Corpus. Comienza y
termina con las mismas palabras: «El que coma de este pan vivirá para siempre».
Y en medio: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo
resucitaré el último día».
Mucha gente acepta la
muerte con resignación o fatalismo. Otros se rebelan contra ella. El cuarto
evangelio es de los que se rebelan. Comienza afirmando que en la Palabra de
Dios «había vida». Y ha venido al mundo para que nosotros participemos de esa vida eterna.
El texto que leemos hoy
está tomado del largo discurso tenido por Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Relacionándolo
con la primera lectura, advertimos el contraste entre “supervivencia” y “vida
eterna”. El maná es un alimento de pura supervivencia, no garantiza la
inmortalidad, como subraya Jesús: «vuestros padres lo comieron y murieron». En cambio, el
alimento que da Jesús, su cuerpo y su sangre, sí garantiza la vida eterna: «yo lo resucitaré
en el último día».
En
aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
―Yo
soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para
siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Disputaban
los judíos entre sí:
―¿Cómo
puede éste darnos a comer su carne?
Entonces
Jesús les dijo:
―Os
aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no
tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi
sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí
y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo
modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no
como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan
vivirá para siempre.
En
una lectura precipitada, parece que esta última parte del discurso no ofrece
ninguna novedad, que se limita a repetir la promesa de la vida eterna para
quien coma «el pan que ha bajado del cielo». Sin embargo, hay aspectos nuevos e
importantes.
1.
Beber la sangre. Hasta ahora, solo se ha
hablado del pan. En esta sección final se hace referencia cuatro veces a la
sangre, verdadera bebida, igual que el pan es verdadera comida. Dado la
relación del discurso con la eucaristía, esta referencia era imprescindible. La
iglesia primitiva siempre recordó el doble gesto de Jesús durante la última
cena: al comienzo, partiendo el pan; al final, bendiciendo y pasando la copa.
Pan y vino son esenciales. Un discurso sobre la eucaristía no puede dejar de
mencionar la sangre, el vino.
2.
La dureza del lenguaje. Hasta ahora, el
discurso ha sido polémico y ha provocado discusión y rechazo. Jesús, en vez de
echarse atrás e intentar justificar sus expresiones, usa fórmulas escandalosas
que se prestan a ser interpretadas como canibalismo: «Mi carne es verdadera
comida y mi sangre es verdadera bebida». Hay que comerla y beberla. Sin
explicación alguna ni matices. ¿Por qué? Jesús no quiere seguidores
inconscientes y rutinarios. En los evangelios sinópticos hay otras muchas expresiones
suyas, durísimas, desanimando a seguirle a quienes no estén dispuestos a cargar
con la cruz, a renunciar a todo, a abandonar al padre y a la madre… En una
línea distinta, estas palabras del discurso son también una forma de
seleccionar a sus seguidores, como queda claro poco después.
3.
La vida. La repetición frecuente de «la
vida eterna» y de «yo lo resucitaré en el último día» parece sugerir que es
algo que solo se consigue después de la muerte. Ahora se deja claro que «el que
come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». La tiene ya, ahora, antes de
morir. Sin decirlo expresamente, el texto supone que hay dos formas de vida: la
normal, física, y la espiritual o eterna. La primera la tienen todos los seres
humanos; la segunda, quienes comen el cuerpo y la sangre de Jesús. ¿En qué
consiste esa vida?
4.
Jesús dentro de nosotros. La respuesta la
ofrecen estas palabras: «El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y
yo en él». Es la única vez que aparece este tema en el discurso, que recuerda
la experiencia de Pablo: «Vivo yo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí».
Pero la imagen que mejor puede expresarlo es la del feto en el vientre de su
madre: habita en ella, y ella en él. Esa intimidad absoluta y misteriosa es la
que se produce en la eucaristía. Y esa presencia de Jesús en los que comulgamos
no termina al cabo de un cuarto de hora, como enseñaban hace años. Una
educación religiosa bienintencionada, pero deficiente, hace pensar a muchos que
Jesús está principalmente en el sagrario, olvidando que está dentro de nosotros
tan realmente como allí.
Unión con Jesús y
unión con los hermanos (1 Corintios 10,16-17)
La idea de que, al
comulgar, Jesús habita en nosotros y nosotros en él, corre el peligro de
interpretarse de forma muy individualista. La lectura de Pablo a los corintios
ayuda a evitar ese error. La comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo no es
algo que nos aísla. Al contrario, es precisamente lo que nos une, «porque comemos
todos del mismo pan».
Hermanos:
El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de
Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan
es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque
comemos todos del mismo pan.
Este
tema se inserta en el contexto de un problema muy candente en la comunidad de
Corinto por aquel tiempo: ¿Puede un cristiano comer la carne de un animal
inmolado a un dios pagano? He comentado esta larga sección en mi obra Hasta
los confines de la tierra. II. El macedonio. Verbo Divino, Estella 2006,
167-205.
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