La figura de
esta joven capitana del Sea Watch 3, ordenada detener por Matteo Salvini,
Ministro del Interior italiano, por recoger a emigrantes ilegales en el
Mediterráneo (ya ha sido puesta en libertad) ha provocado reacciones opuestas.
La mayoría la defiende y aplaude. Otros, incluso sintonizando con la tragedia
humana de esas personas, piensan que la ley debe cumplirse. Algunos, que si es
alemana, se los lleve a Alemania. Este caso viene como anillo al dedo para
entender la parábola del buen samaritano. Cuando la leemos, nos parece
perfecta, con un mensaje precioso. Cuando conocemos las circunstancias,
advertimos la mala idea que tiene y las opiniones enfrentadas que pudo
desatar.
1ª lectura ¿Es muy
difícil saber cómo salvarse?
La respuesta del Deuteronomio es
clara: no hay que subir al Himalaya ni atravesar el Atlántico para saber lo que
Dios quiere de nosotros. Lo que Dios quiere del israelita está escrito “en el
código de esta ley”, que se limita a los capítulos 12-26 del Deuteronomio. No
se trata de estudiar mucho sino de convertirse con todo el corazón y toda el
alma, y de poner en práctica lo que allí se dice.
Moisés
habló al pueblo, diciendo:
‒ Escucha la voz del
Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el
código de esta ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con
toda el alma. Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda,
ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: “¿Quién de nosotros subirá
al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?” Ni está
más allá del mar, no vale decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo
traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” El mandamiento está muy
cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.
Pero al Deuteronomio le ocurrió un problema. Aunque el texto era
intocable, y nadie estaba autorizado a quitar ni añadir nada, la interpretación
de sus normas fue creciendo de forma incontrolada. En tiempos de Jesús, el
judaísmo contaba 613 mandamientos (365 prohibiciones y 248 preceptos) capaces
de volver loco a cualquier persona.
Ante este cúmulo de
mandamientos, es lógico que surgiese el deseo de sintetizar, o de saber qué era
lo más importante. A propósito de los famosos rabinos Shammay y Hillel, que
vivieron pocos años antes de Jesús, se cuenta la siguiente anécdota. Una vez
llegó un pagano a Shammay, famoso por su intolerancia, y le dijo: “Me haré
prosélito con la condición de que me enseñes toda la Torá mientras aguanto a
pata coja”. Él lo echó, amenazándolo con una vara de medir que tenía en la
mano. Entonces fue a Hillel, famoso por su tolerancia, que le dijo: “Lo que no
te guste, no se lo hagas a tu prójimo. En esto consiste toda la Ley, lo demás
es interpretación”. También del Rabí Aquiba (+ hacia 135 d.C.) se recuerda un
esfuerzo parecido de sintetizar toda la Ley en una sola frase: “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo; este es un gran principio general en la Torá”.
En los evangelios hay diversos
intentos de simplificar la cuestión con una respuesta breve y drástica. El más
famoso es la Regla de oro, con la que cierra el evangelio de Mateo el Sermón
del Monte: “Tratad a los demás como queréis que os traten a vosotros. En esto
consiste la ley y los profetas” (Mt 7,12). El tema reaparece en el episodio de
hoy, cuando le preguntan a Jesús cuál es el mandamiento principal. El relato de
Lucas introduce cambios muy significativos en el de Marcos.
El escriba bueno de Marcos
Los
escribas, equivalentes a los doctores de teología actuales, pero con mucho más
poder, autoridad y prestigio, no quedan bien en los evangelios. Generalmente
aparecen junto a los fariseos, como adversarios de Jesús. Menos en este caso de
Marcos, donde un escriba pregunta a Jesús cuál es el mandamiento principal, y
él le responde: amar a Dios y amar al prójimo. La reacción del escriba es
alabar a Jesús, que le devuelve la alabanza.
El legista malintencionado de Lucas
El
protagonista del relato de Lucas no viene con buena intención, pretende poner
en un aprieto a Jesús; y no plantea una cuestión teórica (“¿cuál es el
mandamiento principal?”) sino muy personal: “¿qué tengo que hacer para heredar
la vida eterna?”.
Jesús
no cae en la trampa. En vez de responder, pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Y el legista se ve
obligado a reconocer que sabe perfectamente lo que debe hacer: amar a Dios y al
prójimo. Jesús, con cierta ironía, le indica que su problema no consiste en
saber lo que tiene que hacer, sino en hacerlo.
Aquí podría haber terminado todo.
Pero el legista, que tiene la sensación de haber quedado en ridículo, para
justificarse plantea una cuestión filosófico-teológica: “¿Y quién es mi
prójimo?” Afortunadamente, Jesús no era alemán. No le da una conferencia de
Antropología ni le escribe un Manual de quinientas páginas intentando aclarar
esa intrincada cuestión. Se limita a contar una parábola.
‒ Un hombre bajaba de
Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo
molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto.
Por casualidad, un
sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de
largo.
Lo mismo hizo un levita
que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.
Pero un
samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo,
le dio lástima,
se le acercó,
le vendó las
heridas,
echándoles aceite y
vino,
y, montándolo en su
propia cabalgadura,
lo llevó a una
posada
y lo cuidó.
Al día siguiente, sacó
dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:
‒ Cuida de él, y lo que
gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.
La parábola ofrece dos modelos de
conducta: la del sacerdote y el levita, que ante el pobre hombre asaltado y
malherido por los bandidos dan un rodeo y pasan de largo, y la del samaritano
que siente lástima, se acerca, echa aceite y vino en las heridas, las venda, lo
monta en su cabalgadura, lo lleva a una posada, lo cuida y paga su estancia.
Son siete acciones, basadas todas ellas en el sentimiento inicial de lástima.
Al
legista podría resultarle ofensivo que le cuenten un cuento. Pero Jesús no le
da tiempo a protestar, pasa directamente al ataque, obligándole a reconocer que
lo importante es comportarse como prójimo.
¿Cuál de estos tres te
parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?
Él
contestó: El que practicó la misericordia con él.
Díjole
Jesús: Anda, haz tú lo mismo.
Lo
importante no es discutir sino actuar.
La mala idea de la parábola
A muchos les gustaría
limitar la parábola al ejemplo del samaritano y dejarnos con buen sabor de boca.
Pero Lucas, del que siempre alabamos su bondad, resulta en este caso muy
hiriente. No le basta un protagonista, necesita tres. Y los elige con toda la
intención: un sacerdote, un levita, un samaritano.
El
sacerdote y el levita, los personajes especialmente consagrados a Dios, hacen
exactamente lo mismo: dan un rodeo y siguen su camino. ¿Por qué actúan de este
modo? ¿Porque son malos y egoístas? No. Porque si el herido no está herido,
sino muerto, basta tocarlo para quedar impuro.
La
ley es tajante: “El sacerdote no se contaminará con el cadáver de un pariente,
a no ser de pariente próximo: madre, padre, hijo, hija, hermano o de su propia
hermana soltera, no dada en matrimonio. Queda profanado” (Levítico 21,2-4). Si
no pueden contaminarse con un pariente, mucho menos con un desconocido al borde
de la carretera.
Y
lo que se deduce es trágico: es la ley de Dios la que impide practicar la
misericordia y comportarse como prójimo del herido.
Lucas
podría haber buscado como tercer protagonista a un cura progre o a un diácono
permanente sin obsesión por la ley. Elige al menos indicado: un samaritano. El
personaje más odioso y despreciable para un judío, miembro de un pueblo que,
según el libro de los Reyes, “no veneran al Señor ni proceden según sus mandatos
y preceptos”. Irónicamente, un representante de este pueblo que no
venera al Señor ni procede según sus mandatos y preceptos es quien actúa con
misericordia y se comporta como prójimo.
Dejo
al lector decidir si esta parábola le recuerda la historia de Carola Rackete. Y
recordar las palabras finales de Jesús: «Ve, y haz tú lo mismo».
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