Dos lecturas que encajan
En una fiesta de la Sagrada Familia,
esperamos que las lecturas nos animen a vivir nuestra vida familiar. Y así
ocurre con las dos primeras.
El libro del Eclesiástico insiste en el
respeto que debe tener el hijo a su padre y a su madre; en una época en la que
no existía la Seguridad Social, “honrar padre y madre” implicaba también la
ayuda económica a los progenitores. Pero no se trata sólo de eso; hay también
que soportar sus fallos con cariño, “aunque chocheen”.
Lectura
del libro del Eclesiástico 3, 2-6. 12-14
Dios hace al padre más respetable que a los
hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole. El que honra a su padre
expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su
padre se alegrará de sus hijos y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a
su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo escucha. Hijo
mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque
chochee, ten indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre
no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar tus pecados.
La carta a los Colosenses ha sido elegida por
los consejos finales a las mujeres, los maridos, los hijos y los padres. En la
cultura del siglo I debían resultar muy “progresistas”. Hoy día, el primero de
ellos provoca la indignación de muchas personas: “Mujeres, vivid bajo la
autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor.” Cuando se conoce la
historia de aquella época resulta más fácil comprender al autor.
Lectura de
la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3, 12-21
Hermanos: Como elegidos de Dios, santos y
amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura,
comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas
contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de
todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada. Que la paz de
Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en
un solo cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros
en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos
mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y
cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en
nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.
Mujeres, vivid bajo la autoridad de
vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres,
y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo,
que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que
pierdan los ánimos.
Un evangelio atípico
Si san Lucas hubiera sabido que, siglos más
tarde, iban a inventar la Fiesta de la Sagrada Familia, probablemente habría
alargado la frase final de su evangelio de hoy: “El niño iba creciendo y
robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.” Pero no habría escrito la típica
escena en la que san José trabaja con el serrucho y María cose sentada mientras
el niño ayuda a su padre. A Lucas no le gustan las escenas románticas que se
limitan a dejar buen sabor de boca.
Como
no escribió esa hipotética escena, la liturgia ha tenido que elegir un
evangelio bastante extraño. Porque, en la fiesta de la Sagrada Familia, los
personajes principales son dos desconocidos: Simeón y Ana. A José ni siquiera se
lo menciona por su nombre (sólo se habla de “los padres de Jesús” y, más tarde,
de “su padre y su madre”). El niño, de sólo cuarenta días, no dice ni hace
nada, ni siquiera llora. Sólo María adquiere un relieve especial en la
bendición que le dirige Simeón, que más que bendición parece una maldición
gitana.
Sin embargo, en medio de la escasez de datos
sobre la familia, hay un detalle que Lucas subraya hasta la saciedad: cuatro
veces repite que es un matrimonio preocupado con cumplir lo prescrito en la Ley
del Señor. Este dato tiene enorme importancia. Jesús, al que muchos acusarán de
ser mal judío, enemigo de la Ley de Moisés, nació y creció en una familia
piadosa y ejemplar. El Antiguo y el Nuevo Testamento se funden en esa casa en
la que el niño crece y se robustece.
La misma función cumplen las figuras de
Simeón y Ana. Ambos son israelitas de pura cepa, modelos de la piedad más
tradicional y auténtica. Y ambos ven cumplidas en Jesús sus mayores esperanzas.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas 2, 22-40
Cuando llegó el tiempo de la purificación,
según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para
presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo
primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como
dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.»
Vivía entonces en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y
el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo:
que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el
Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus
padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y
bendijo a Dios diciendo: - «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu
siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has
presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de
tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía
del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su
madre: - «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se
levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de
muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de
Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había
vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se
apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones.
Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos
los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía
la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba
creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo
acompañaba.
Sorpresa final
Las lecturas de hoy, que comenzaron tan
centradas en el tema familiar, terminan centrando la atención en Jesús. Con dos
detalles fundamentales:
1. Jesús es el importante. La escena de
Simeón lo presenta como el Mesías, el salvador, luz de las naciones, gloria de
Israel. Ana deposita en él la esperanza de que liberará a Jerusalén. José y
María son importantes, pero secundarios.
2. Jesús es motivo de desconcierto y angustia. Lo que Simeón
dice de él desconcierta y admira a José y María. Pero a ésta se le anuncia lo
más duro. Cualquier madre desea que su hijo sea querido y respetado, motivo de
alegría para ella. En cambio, Jesús será un personaje discutido, aceptado por
unos, rechazado por otros; y a ella, una espada le atravesará el alma. Lucas
está anticipando lo que será la vida de María, no sólo en la cruz, sino a lo
largo de toda su existencia.
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