Durante siglos, a los israelitas no les preocupó el tema
de la salvación o condena en la otra vida. Después de la muerte, todos, buenos
y malos, ricos y pobres, opresores y oprimidos, descendían al mundo
subterráneo, el Sheol, donde sobrevivían sin pena ni gloria, como
sombras. Quienes se planteaban el problema de la justicia divina, del premio de
los buenos y castigo de los malvados, respondían que eso tenía lugar en este
mundo. Sin embargo, la experiencia demostraba lo contrario, y así lo denuncia
el autor del libro de Job: en este mundo, los ladrones y asesinos suelen vivir
felizmente, mientras los pobres mueren en la miseria.
Con el
tiempo, para salvar la justicia divina, algunos grupos religiosos, como los
fariseos y los esenios, trasladan el premio y el castigo a la otra vida. Dentro
de los evangelios, la parábola del rico y Lázaro refleja muy bien esta idea: el
rico lo pasa muy bien en este mundo, pero su comportamiento injusto y egoísta
con Lázaro lo condena a ser torturado en la otra vida; en cambio, Lázaro, que
nada tuvo en la tierra, participa de la felicidad eterna.
Entre
los judíos que creen en la resurrección cabe otra postura, importante para
comprender el comienzo del evangelio de hoy: sólo los buenos resucitan para una
vida feliz, los malvados no consiguen ese premio, pero tampoco son condenados.
Una pregunta absurda: cuántos
Jesús, de
camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó:
Uno le preguntó:
‒ Señor,
¿serán pocos los que se salven?
Bastantes cristianos actuales habrían formulado la pregunta de manera
distinta: ¿serán muchos los que se condenen? Sin embargo, el personaje del que
habla Lucas parece formar parte de ese grupo que sólo cree en la salvación.
Jesús podría haber respondido con otra pregunta: ¿qué entiendes por “pocos”?
¿Cuatro mil? ¿Veinte millones? ¿Ciento cuarenta y cuatro mil, como afirman los
Testigos de Jehová? La pregunta sobre pocos o muchos es absurda, aunque hay
gente que sigue afirmando con absoluta certeza que se condena la mayoría o que
se salvan todos.
Una enseñanza: cómo
Jesús no
entra en el juego. Ni siquiera responde al que pregunta, sino que aprovecha la
ocasión para ofrecer una enseñanza general.
Jesús les dijo:
‒ Esforzaos
en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no
podrán.
La
imagen, tal como la presenta Lucas, no resulta muy feliz. Quienes no pueden
entrar por una puerta estrecha son las personas muy gordas, y eso no es lo que
está en juego. El evangelio de Mateo ofrece una versión más completa y clara: “Entrad por la puerta estrecha;
porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son
muchos los que entran por ella. ¡Qué estrecha es la puerta, qué angosto el
camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella!” (Mateo 7,13-14).
En cualquier caso, la
exhortación de Jesús resulta tremendamente vaga: ¿en qué consiste entrar por la
puerta estrecha? En otros momentos lo deja más claro.
Al joven rico, angustiado
por cómo conseguir la vida eterna, le responde: “No matarás, no cometerás
adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a
tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Son los mandamientos
de la segunda tabla del decálogo, los que regulan las relaciones con el
prójimo. Curiosamente (y a muchos judíos les resultaría blasfemo) para
conseguir la vida eterna no es preciso observar el sábado.
En el evangelio de Mateo,
la parábola del Juicio Final indica los criterios que tendrá en cuenta Jesús a
la hora de salvar y condenar: “porque tuve hambre y me disteis de comer,
tuve sed y me disteis de beber, era emigrante y me acogisteis, estaba desnudo y
me vestisteis, estaba enfermo y me visitasteis, estaba encarcelado y acudisteis”.
La experiencia demuestra
que vivir esto equivale a pasar por una puerta estrecha, pero al alcance de
todos.
Un final sorprendente y polémico: quiénes
La
pregunta sobre el número de los que se salvan ha provocado una respuesta sobre cómo salvarse; pero Jesús
añade algo más, sobre quiénes se salvarán.
El libro de Isaías contiene estas palabras dirigidas por Dios a los
israelitas: “En tu pueblo todos serán justos y poseerán por siempre la
tierra” (Is 60,21). Basándose en esta promesa, algunos rabinos defendían que
todo Israel participaría en el mundo futuro; es decir, que todos se salvarían (Tratado Sanedrín 10,1). ¿Y los paganos?
También ellos podían obtener la salvación si aceptaban la fe judía.
Sin
embargo, las palabras que pone Lucas en boca de Jesús afirman algo muy distinto.
Empalmando con la idea de que muchos intentarán entrar y no podrán, nos
sorprende con la siguiente descripción:
Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta,
os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”. Y él os
replicará: “No sé quiénes sois”. Entonces comenzaréis a decir: “Hemos comido y
bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él os replicará:
“No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.” Entonces será el llanto y el
rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los
profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de
oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino
de Dios.
El amo
de la casa es Jesús, y quienes llaman a la puerta son los judíos contemporáneos
suyos, que han comido y bebido con él, y en cuyas plazas ha enseñado. No podrán
participar del banquete del reino junto con los verdaderos israelitas,
representados por los tres patriarcas y los profetas. En cambio, muchos
extranjeros, procedentes de los cuatro puntos cardinales, se sentarán a la
mesa.
La
conversión de los paganos ya había sido anunciada por algunos profetas, como
demuestra la primera lectura (Is 66,18-21) que copio más abajo. Pero el
evangelio es hiriente y polémico: no se trata de que los paganos se unen a los
judíos, sino de que los paganos sustituyen a los judíos en el banquete del
Reino de Dios. Estas palabras recuerdan el gran misterio que supuso para la
iglesia primitiva ver cómo gran parte del pueblo judío no aceptaba a Jesús como
Mesías, mientras que muchos paganos lo acogían favorablemente.
Moraleja y matización
Lucas termina
con una de esas frases breves y enigmáticas que tanto le gustaban a Jesús (de
hecho, el evangelio de Mateo la coloca en otro contexto muy distinto).
Mirad: hay últimos que serán
primeros, y primeros que serán últimos.
En la
interpretación de Lucas, los últimos son los paganos, los primeros los judíos. El
orden se invierte. Pero los primeros, los judíos como totalidad, no quedan
fuera del banquete, también son invitados a él. El mismo Lucas, cuando escriba
el libro de los Hechos de los Apóstoles, presentará a Pablo dirigiéndose en
primer lugar a los judíos, aunque en generalmente sin mucho éxito.
Primera lectura: Isaías 66, 18-21
Así dice
el Señor:
Yo vendré para reunir a las naciones
de toda lengua: vendrán para ver mi gloria, les daré una señal, y de entre
ellos despacharé supervivientes a las naciones: a Tarsis, Etiopía, Libia,
Masac, Tubal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron
mi gloria; y anunciarán mi gloria a las naciones.
Y de todos los países, como ofrenda
al Señor, traerán a todos vuestros hermanos a caballo y en carros y en literas,
en mulos y dromedarios, hasta mi monte santo de Jerusalén ‒dice el
Señor‒, como los
israelitas, en vasijas puras, traen ofrendas al templo del Señor. De entre
ellos escogeré sacerdotes y levitas ‒dice el
Señor‒.
El
primer párrafo es el que está en relación con el evangelio: habla de la
conversión de los paganos desde Tarsis (a menudo localizada en la zona de
Cádiz-Huelva) hasta Turquía (Masac y Tubal), y con dos importantes regiones de
África (Libia y Etiopía). El punto de vista es distinto al del evangelio: aquí
sólo se habla de conversión, no de salvación en la otra vida (tema que queda
fuera de la perspectiva del profeta).
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