Si Pablo Iglesias, líder de
Podemos, fuese a misa el domingo (cosa que no creo que haga) le produciría gran
satisfacción ver al sacerdote vestido de su color favorito, el morado,
dominante durante el Adviento. Sin embargo, la liturgia lo eligió por su
sentido penitencial, igual que en Cuaresma. ¿Es la elección más adecuada?
Las
lecturas de este domingo no invitan a la penitencia sino a la alegría. La del
profeta Baruc ordena expresamente a Jerusalén: “quítate tu ropa de duelo y
aflicción”. Y si el sacerdote que preside la eucaristía quisiese realizar una
acción simbólica, al estilo de los antiguos profetas, podría quitarse la
casulla morada y cambiarla por una blanca y dorada. También el Salmo habla de
alegría: “la lengua se nos llenaba de risas, la lengua de cantares”; “el Señor
ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. Pablo escribe a los
cristianos de Filipos que reza por ellos “con gran alegría”. Y el evangelio
recuerda el anuncio de Juan Bautista: “todos verán la salvación de Dios”. Las
lecturas de este domingo no justifican que se suprima el Gloria, todo lo
contrario. Hay motivos más que suficientes para cantar la gloria de Dios.
Primer motivo de alegría: la vuelta
de los desterrados (Baruc 5,1-9)
Jerusalén,
quítate tu ropa de duelo y aflicción, y vístete para siempre el esplendor de la
gloria que viene de Dios. Envuélvete en el manto de la justicia que procede de
Dios, pon en tu cabeza la diadema de gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu
esplendor a todo lo que hay bajo el cielo. Pues tu nombre se llamará de parte
de Dios para siempre: Paz de la Justicia y Gloria de la Piedad.
Levántate,
Jerusalén, sube a la altura, tiende tu vista hacia el Oriente y ve a tus hijos
reunidos desde oriente a occidente, a la voz del Santo, alegres del recuerdo de
Dios.
Salieron de ti
a pie, llevados por enemigos, pero Dios te los devuelve traídos gloria, como un
trono real. Porque ha ordenado Dios que sean rebajados todo monte elevado y los
collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que
Israel marche en seguro bajo la gloria de Dios. Y hasta las selvas y todo árbol
aromático darán sombra a Israel por orden de Dios. Porque Dios guiará a Israel
con alegría a la luz de su gloria, con la misericordia y la justicia que vienen
de él.
La lectura de Baruc recoge
ideas frecuentes en otros textos proféticos. Jerusalén, presentada como madre,
se halla de luto porque ha perdido a sus hijos: unos marcharon al destierro de
Babilonia, otros se dispersaron por Egipto y otros países. Ahora el profeta la
invita a cambiar sus vestidos de duelo por otros de gozo, a subir a una altura
y contemplar cómo sus hijos vuelven “en carroza real”, “entre fiestas”, guiados
por el mismo Dios.
¿Qué impresión produciría
esta lectura en los contemporáneos del profeta? Sabemos que a muchos judíos no
les ilusionaba la vuelta de los desterrados; había que proporcionarles casas y
campos, y eso suponía compartir los pocos bienes que poseían. Otros, mejor
situados económicamente, verían ese retorno como un punto de partida de un
resurgir nacional.
Y esto demuestra la enorme
actualidad de este texto de Baruc. A primera vista, hoy día Jerusalén es Siria,
Iraq, tantos países de África que están perdiendo a sus hijos porque deben
desterrarse en busca de seguridad o de trabajo. Pero también nosotros podemos identificarnos
con Jerusalén y ver a esos cientos de miles de personas no como una amenaza
para nuestra sociedad y nuestra economía, sino como hijos y hermanos a los que
se puede acoger y ayudar en su desgracia.
Segundo motivo de alegría: la bondad
de la comunidad (Filipenses 1,4-6.8-11)
Rogando siempre
y en toda mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la
colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy;
firmemente convencido de que, quien inició en vosotros la buena obra, la irá
consumando hasta el Día de Cristo Jesús.
Pues testigo me
es Dios de cuánto os quiero a todos vosotros en el corazón de Cristo
Jesús. Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo
cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, llenos de
los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para la gloria y alabanza de
Dios.
Pablo sentía un afecto
especial por la comunidad de Filipos, la primera que fundó en Macedonia. Era la
única a la que le aceptaba una ayuda económica. Por eso, en su oración,
recuerda con alegría lo mucho que los filipenses le ayudaron a propagar el
evangelio. Y les paga rezando por ellos para que se amen cada día más y
profundicen en su experiencia cristiana.
La actitud de Pablo nos
invita a pensar en la bondad de las personas que nos rodean (a las que muchas
veces solo sabemos criticar), a rezar por ellas y esforzarnos por amarlas.
Tercer motivo de alegría: el anuncio
de la salvación (Lucas 3,1-6)
En el año
quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea,
y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de
Traconítida, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y
Caifás, fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el
desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de
conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los
oráculos del profeta Isaías: Voz que clama en el desierto: Preparad el camino
del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte
y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos
llanos. Y todos verán la salvación de Dios.
A diferencia de los otros
evangelistas, Lucas sitúa con exactitud cronológica la actividad de Juan
Bautista. No lo hace para presumir de buen historiador, sino porque los libros
proféticos del Antiguo Testamento hacen algo parecido con Isaías, Jeremías,
Ezequiel, etc. Con esa introducción cronológica tan solemne, y con la fórmula
“vino la palabra de Dios sobre Juan”, al lector debe quedarle claro que Juan es
un gran profeta, en la línea de los anteriores. El Nuevo Testamento no corta
con el Antiguo, lo continúa. En Juan se realiza lo anunciado por Isaías.
Juan,
igual que los antiguos profetas, invita a la conversión, que tiene dos
aspectos: 1) el más importante consiste en volver a Dios, reconociendo que lo
hemos abandonado, como el hijo pródigo de la parábola; 2) estrechamente unido a
lo anterior está el cambio de forma de vida, que el texto de Isaías expresa con
las metáforas del cambio en la naturaleza.
Pero, a diferencia de los
grandes profetas del pasado, Juan no se limita a hablar, exigiendo la
conversión. Lleva a cabo un bautismo que expresa el perdón de los pecados. Se
cumple así la promesa formulada por el profeta Ezequiel en nombre de Dios:
“Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará”.
Las dos conversiones
¿Se podría mandar a una
persona como penitencia estar alegre? Parece una contradicción. Sin embargo,
las lecturas de este domingo y de todo el Adviento nos obligan a examinarnos
sobre nuestra alegría y nuestra tristeza, a ver qué domina en nuestra vida. Es
posible que, sin llegar a niveles enfermizos, nos dominen altibajos de cumbres
y valles, momentos de euforia y de depresión, porque no recordamos que hay
motivos suficientes para vivir con serenidad la salvación de Dios.
Al mismo tiempo, las lecturas
nos invitan también a convertirnos al prójimo, acogiéndolo, amándolo, rezando
por ellos.
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