El título
intenta ser tan provocador e hiriente como las palabras del evangelio. Pero los
únicos que deben sentirse heridos son los que desprecian a gais y lesbianas,
igual que los antiguos judíos que despreciaban a prostitutas y publicanos
(recaudadores de impuestos)
Lucha
a muerte en el recinto del templo
La liturgia, saltándose numerosos relatos
evangélicos, nos traslada de repente a la inmensa explanada del templo de
Jerusalén, en el día que nosotros conocemos como lunes santo. El día antes,
Jesús ha entrado triunfalmente en Jerusalén, ha purificado el templo,
expulsando a vendedores de animales y cambistas de monedas, y ha curado en el
recinto sacro a cojos y ciegos, personas a las que les estaba absolutamente
prohibida la entrada en el templo. Es fácil imaginar la indignación de los
sacerdotes y de los escribas (representantes de moralistas, canonistas y
teólogos). Ese día, domingo de ramos, se limitan a protestar. Pero al día
siguiente, cuando Jesús vuelve a Jerusalén y al templo, todos los grupos con
poder religioso y político se irán turnando para ponerlo en aprieto con las
preguntas más comprometidas y poder condenarlo.
La
primera pregunta, la más directa, la formulan los sacerdotes y los senadores
(representantes del poder político), pensando en lo ocurrido el día antes: «¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha
dado esa autoridad?» Jesús se encuentra ante una
disyuntiva. Si responde: «De Dios», lo pueden acusar de blasfemo. Si dice: «de
mí mismo», lo considerarán un loco o un vulgar revolucionario. Evita la
respuesta directa y les tiende una trampa. Ya que ellos son los jueces
religiosos de Israel, y como tales lo interrogan, que den su opinión sobre otro
personaje famoso: Juan Bautista. «El bautismo de Juan, ¿de dónde venía, de Dios
o de los hombres?» Ellos, viendo el peligro de comprometerse en un sentido o en
otro, responden: «No lo sabemos». Y Jesús termina con un escueto: «Pues yo
tampoco os digo con qué autoridad hago esto». E inmediatamente pasa al contrataque, con una
parábola que sólo transmite el evangelio de Mateo: la de los dos hijos
(21,28-32).
Obras son
amores, y no buenas razones
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a
los ancianos del pueblo:
― ¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó
al primero y le dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña"
Él le contestó: "No quiero." Pero después recapacitó y fue. Se
acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: "Voy, señor"
Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?
Contestaron:
― El primero.
Jesús les dijo:
― Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os
llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros
enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los
publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no
recapacitasteis ni le creísteis.
La historieta que propone
Jesús es tan fácil de entender que sus enemigos caen en la trampa. Un padre y
dos hijos. ¿Quién cumple la voluntad del padre? ¿El hijo protestón y maleducado
que termina haciendo lo que le piden, o el hijo amable y sonriente que hace lo
que le da la gana? La respuesta es fácil: el primero. Lo importante no es decir
palabras bonitas; tampoco importa protestar mucho. Lo importante es hacer lo
que el padre desea. «Obras son amores, y no buenas razones».
Pero Jesús saca de aquí una consecuencia asombrosa. Es
preferible vivir de mala manera, si al final haces lo que Dios quiere, que
vivir de forma aparentemente piadosa y negarse a cumplir la voluntad de Dios.
Dicho con las palabras hirientes del evangelio: es preferible ser prostituta o
ladrón, si al final te conviertes, que pertenecer a cualquier organización o
institución religiosa y ser incapaz de convertirse.
¿En qué consiste la conversión? Nueva sorpresa. No se
trata de aceptar a Jesús y su mensaje, sino a Juan Bautista, que mostraba el
camino de la justicia, de la fidelidad a Dios, como primer paso hacia el
evangelio. Con ello, Jesús responde indirectamente a la pregunta que no habían
querido responder las autoridades: «¿de dónde procedía el bautismo de Juan, de
Dios o de los hombres?» El bautismo de Juan era cosa de Dios, su predicación
marcaba el camino recto. Las prostitutas y los recaudadores, representados por
el hijo protestón, pero obediente, creyeron en él. Las autoridades religiosas, representadas
por el hijo tan amable como falso, no le creyeron.
¿Tirando piedras
contra el propio tejado?
Lo curioso de esta interpretación
de la parábola es que parece volverse contra Juan y contra Jesús. Los que dan
testimonio a su favor son gente indigna de crédito, prostitutas y explotadores;
quienes lo rechazan o se abstienen, personalidades religiosas de buena fama,
los sacerdotes. Puestos a elegir, ninguna persona piadosa aceptaría la opinión de
unos cuantos drogatas y unas pocas prostitutas en contra de lo que decida una
Conferencia Episcopal.
Además, el judío piadoso de tiempos de Jesús (como muchos
cristianos piadosos de nuestro tiempo) está convencido de que no necesita
convertirse. Y si en algo tiene que cambiar, el camino no deben indicárselo
personas tan extrañas y discutibles como Juan Bautista, Martin Lutero King,
Oscar Romero, Pedro Casaldáliga o el Papa Francisco.
Así adquieren pleno sentido
las palabras de Jesús: «los publicanos y las prostitutas os
llevan la delantera en el camino del reino de Dios». Para entrar
en ese reino, hay que abrirse a una nueva forma de vida, aunque suponga un
corte drástico y doloroso con la vida anterior. La institución religiosa seguirá
firme en sus trece, incluso utilizará el argumento de la parábola para rechazar
a Juan y a Jesús. Pero el Reino se irá incrementando con esas personas indignas
de crédito, pero que creen en quien les muestran el camino de una nueva forma
de fidelidad a Dios. Esas personas que, como dice el profeta Ezequiel en la
primera lectura, son capaces de recapacitar y convertirse.
Así dice el Señor: Comentáis: “No es justo el proceder
del Señor”. Escuchad, casa de Israel: ¿es injusto mi proceder?, ¿o no es
vuestro proceder el que es injusto? Cuando el justo se aparta de su justicia,
comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado
se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él
mismo salva su vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos,
ciertamente vivirá y no morirá.
Nota final
Para explicar el evangelio de este domingo he tenido que
remontarme a diversos episodios anteriores. Por desgracia, la liturgia usa la
técnica del zapping, saltando de un episodio a otro sin la menor lógica. Espero
que dentro de dos o tres siglos se realice una mejor selección de los textos
litúrgicos. Que así sea.
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