miércoles, 9 de octubre de 2013

"Malos", pero agradecidos. Domingo 28 Ciclo C.

Dos anécdotas personales

            Las lecturas de este domingo me han traído a la memoria dos experiencias vividas en sitios muy distintos.
            La primera, en Jerusalén en 1990. En sus intrincadas callejuelas me encuentro con un sacerdote vestido de clergyman acompañado de un muchacho. Hablan español y los noto completamente despistados. Quieren ir al Santo Sepulcro, pero marchan en dirección contraria. Los acompaño, y cuando el sacerdote consigue orientarse, sin despedirse ni dar las gracias, se aleja a toda prisa.
            La segunda, en Roma, la víspera de la beatificación de monseñor Escribá. Dos muchachos españoles, también despistados, tienen que tomar un autobús en la Via del Corso. Los llevo hasta la Piazza Colonna, y en cuando ven el autobús echan a correr sin decir una palabra.
            Las dos experiencias me molestaron mucho, pero después caí en la cuenta que lo mismo hago yo con Dios todos los días.
            Las lecturas de este domingo son fáciles de entender y animan a ser agradecidos con Dios. La del Antiguo Testamento y el evangelio tienen como protagonistas a personajes muy parecidos: en ambos casos se trata de un extranjero. El primero es sirio, y las relaciones entre sirios e israelitas eran tan malas entonces como ahora. El segundo es samaritano, que es como decir hoy día, palestino. Para colmo, tanto el sirio como el samaritano están enfermos de lepra.

La lepra

            La lepra, en el sentido moderno, no fue definida hasta el año 1872 por el médico noruego A. Hansen. En tiempos antiguos se aplicaba la palabra "lepra" a enfermedades muy distintas de la piel. El capítulo 13 del Levítico enumera en esta categoría: inflama­ciones, erupciones, manchas, afección cutánea, úlcera, quemadu­ras, afecciones en la cabeza o la barba (sarna), leucodermia (manchas blancas en la piel), alopecia. El sacerdote tiene que examinar los diversos casos para saber si la persona es pura o impura (curable o incurable). «El que ha sido declarado enfermo de afección cutánea andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: ¡Impuro! ¡Impuro! Mientras le dura la afección seguirá impuro. Vivirá apartado y tendrá su morada fuera del campamento» (Lev 13,45-46).
            Si el enfermo llega a curarse de su enfermedad, tiene lugar el siguiente rito: Se presenta ante el sacerdote, éste lo examina y comprueba si realmente se ha curado. Después el sacerdote manda traer dos aves puras, vivas, ramas de cedro, púrpura escarlata e hisopo. «El sacerdote mandará degollar una de las aves en una vasija de loza sobre agua corriente. Después tomará el ave viva, las ramas de cedro, la púrpura escarlata y el hisopo, y los mojará, también el ave viva, en la sangre del ave degollada sobre agua corriente. Salpicará siete veces al que se está purificando de la afección, y lo declarará puro. El ave viva la soltará después en el campo. El purificando lavará sus vestidos, se afeitará completamente, se bañara y quedará puro. Después de esto podrá entrar en el campamento. Pero durante siete días se quedará fuera de su tienda. El séptimo día se rapará la cabeza, se afeitará la barba, las cejas, todo el pelo, lavará sus vestidos, se bañará y quedará puro. El octavo día tomará dos corderos sin defecto, una cordera añal sin defecto, doce litros de flor de harina de ofrenda, amasada con aceite y un cuarto de litro de aceite» [sigue el ritual del día octavo y último] (Lev 14,1-32, distinguiendo ricos y pobres).

Naamán el sirio

            El relato del segundo libro de los Reyes (5,14-17) es mucho más extenso e interesante de lo que refleja la lectura litúrgica. Naamán es un personaje importante de la corte del rey de Siria, pero enfermo de lepra. En su casa trabaja una esclava israelita que le aconseja visitar al profeta de Samaria, Eliseo. Así lo hace, y el profeta, sin siquiera salir a su encuentro, le ordena bañarse siete veces en el Jordán. Naamán, enfurecido por el trato y la solución recibidos, decide volverse a Damasco. Pero sus servidores le convencen de que haga caso al profeta.

            En aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño. Volvió con su comitiva y se presentó al profeta, diciendo:
            ‒ Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor.
            Eliseo contestó:
            ‒ ¡Vive Dios, a quien sirvo! No aceptaré nada.
            Y aunque le insistía, lo rehusó. Naamán dijo:
            ‒ Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor.

            Con vistas al tema de este domingo, lo importante es la actitud de agradecimiento: primero con el profeta, al que pretende inútilmente hacer un regalo, y luego con Yahvé, el dios de Israel, al que piensa dar culto el resto de su vida. Pero no olvidemos que Naamán es un extranjero, una persona de la que muchos judíos piadosos no podrían esperar nada bueno. Sin embargo, el “malo” es tremendamente agradecido.

Un samaritano anónimo

            Si malo era un sirio, peor, en tiempos de Jesús, era un samaritano. Pero a Lucas le gusta dejarlos en buen lugar. Ya lo hizo en la parábola del buen samaritano, exclusiva suya, y lo repite en el pasaje de hoy (Lc 17, 11-19).
            Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
            ‒ Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
            Al verlos, les dijo:
            ‒ Id a presentaros a los sacerdotes.
            Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo:
            ‒ ¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?
            Y le dijo:
            ‒ Levántate, vete; tu fe te ha salvado.

            Este relato refleja mejor que el de Naamán la situación de los leprosos. Viven lejos de la sociedad, tienen que mantenerse a distancia, hablan a gritos. Y Jesús los manda a presentarse a los sacerdotes, porque si no reciben el “certificado médico” de estar curados no pueden volver a habitar en un pueblo.
            Lo importante, de nuevo, es que diez son curados, y sólo uno, el samaritano, el “malo”, vuelve a dar gracias a Jesús. Y el episodio termina con las palabras: «tu fe te ha salvado».
            Todos han sido curados, pero sólo uno se ha salvado. Nueve han mejorado su salud, sólo uno ha mejorado en su cuerpo y en su espíritu, ha vuelto a dar gloria a Dios.

           

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