1.
Injusticia ‒ paraíso (Isaías 11,1-10)
La lectura de Isaías del primer domingo de Adviento
hablaba de la experiencia de la guerra y la esperanza de un mundo sin
conflictos militares ni carrera de armamentos. Este segundo domingo se dedica a
la experiencia de la injusticia y su contrapartida de un mundo feliz, una
vuelta al paraíso. Los profetas fueron quienes denunciaron la situación de
injusticia con más energía. Aunque no veían fácil solución al problema, estaban convencidos de que el remedio dependía de unos jueces y
monarcas justos, que implantaran la justicia en el país. El texto más claro y
utópico en esta línea es el que se lee en el segundo domingo de Adviento.
Aquel día, brotará un renuevo
del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago.
Sobre él se posará el espíritu del
Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía,
espíritu de ciencia y temor del Señor.
No juzgará por apariencias ni
sentenciará sólo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a
los desamparados.
Herirá al violento con la vara de su
boca, y al malvado con el aliento de sus labios.
La justicia será cinturón de sus
lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas.
Habitará el lobo con el cordero, la
pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un
muchacho pequeño los pastorea.
La vaca pastará con el oso, sus
crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño jugará en la
hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente.
No harán daño ni estrago por todo mi
monte santo: porque está lleno el país de ciencia del Señor, como las aguas
colman el mar. Aquel día, la raíz de Jesé se erguirá como enseña de los
pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su morada.
La mejor forma de entender este poema es verlo como un
tríptico. La primera tabla ofrece un paisaje desolador: un bosque arrasado y
quemado. Pero en medio de esa desolación, en primer plano, hay un tronco del
que brota un vástago: el tronco es Jesé, el padre de David, y el vástago un rey
semejante al gran rey judío.
En la segunda tabla, como en un cuento maravilloso, el
vástago vegetal adquiere forma humana y se convierte en rey. Pero lo más
importante es que él vienen todos los dones del Espíritu de Dios: prudencia y
sabiduría, consejo y valentía, ciencia y respeto del Señor. Y todas ellas las
pone al servicio de la administración de la justicia. El enemigo no es ahora
una potencia invasora. Lo que disturba al pueblo de Dios es la presencia de
malvados y violentos, opresores de los pobres y desamparados. El rey dedicará
todo su esfuerzo a la superación de estas injusticias.
La tercera tabla del tríptico da por supuesto que tendrá éxito, consiguiendo
reimplantar en la tierra una situación paradisíaca. Y esto se describe uniendo
parejas de animales fuertes y débiles (lobo-cordero, pantera-cabrito,
novillo-león) en los que desaparece toda agresividad. Nos encontramos en el
paraíso, y todos los animales aceptan una modesta dieta vegetariana («el león
comerá paja con el buey»), como proponía el ideal de Gn 1,30. Y como ejemplo
admirable de la unión y concordia entre todos, aparece un pastor infantil de
lobos, panteras y leones, además de ese niño que introduce la mano en el
escondite de la serpiente. El miedo, la violencia, desaparecen de la tierra. Y
todo ello gracias a que «está lleno el país del conocimiento del Señor». Ya no
habrá que anhelar, como en el antiguo paraíso, comer del árbol de la ciencia
del bien y del mal. Hay una ciencia más profunda, el conocimiento de Dios, y
ésa no queda recluida dentro de unos límites prohibidos, sino que inunda la
tierra como las aguas inundan el mar.
Esta esperanza del paraíso no se ha hecho todavía
realidad. Pero el Adviento nos anima a mantener la esperanza y hacer lo posible
por remediar la situación de injusticia.
2.
Conversión (Mateo 3,1-12)
El
evangelio del primer domingo nos invitaba a la vigilancia. El del segundo
domingo exhorta a la conversión, basándose en la predicación de Juan Bautista.
Por aquel tiempo, Juan
Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: «Convertíos, porque
está cerca el reino de los cielos.» Éste es el que anunció el profeta Isaías,
diciendo: «Una voz grita en el desierto: "Preparad el camino del Señor,
allanad sus senderos"».
Juan llevaba un vestido de piel de
camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y
miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle
del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán.
El
evangelio de Mt es muy impreciso con respecto al momento histórico en que
comienza la actuación de Juan («por aquel tiempo»), y también con respecto a
lugar de su predicación: «en el desierto de Judea».
El
mensaje se resume en pocas palabras: «Arrepentíos, porque el Reinado de Dios
está cerca». La llamada a la conversión es típicamente profética. Al
comienzo del libro de Zacarías, se dice: «Volved a mí y yo volveré a
vosotros. No seáis como vuestros antepasados, a quienes predicaban los antiguos
profetas: “Así dice el Señor de los ejércitos: Convertíos de vuestra mala
conducta y de vuestras malas acciones”; y no me escucharon ni me hicieron caso»
(Zac 1,4). Según este texto, toda la predicación profética se resume en la
llamada a la conversión, que me implica dos aspectos distintos y
complementarios: volver a Dios y cambiar de conducta.
Juan
aduce un motivo típicamente apocalíptico: «el reinado de Dios está cerca».
A nosotros esta frase puede resultarnos exagerada y ridícula. Aunque rezamos
continuamente «venga a nosotros tu reino», tendemos a reaccionar de manera
escéptica cuando oímos hablar de la cercanía de ese reinado. La reacción de los
judíos del siglo I, sobre todo de los que sintonizaban con la mentalidad
apocalíptica, era muy distinta. A gente pobre, sencilla, oprimida por los
romanos y sus colaboradores, Juan le anuncia un mundo nuevo, de justicia, paz,
tranquilidad, amor, en el que Dios será el verdadero rey. Así se comprende el
éxito que encuentra entre sus contemporáneos: acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del
Jordán. La gente
busca y encuentra en él hago algo que no encuentra entre los dirigentes
religiosos.
El evangelio del segundo domingo de
Adviento no termina ahí. Continúa con un duro enfrentamiento de Juan con los fariseos
y saduceos. Las
palabras que Juan dirige a este grupo constan de saludo y dos partes. El saludo
no habría ganado un premio en un concurso de retórica: ¡Camada de víboras! Juan no quiere ganarse a sus
oyentes sino provocarlos para que se conviertan. La
primera parte dice así:
¿Quién os
ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la
conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: "Abraham es nuestro
padre", pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abraham de estas
piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen
fruto será talado y echado al fuego.
Cuando
habló al pueblo, Juan adujo como motivo para convertirse la inminencia del
reinado de Dios. Aquí indica un motivo distinto: la inminencia del castigo, que
se compara con un hacha dispuesta a talar los árboles. Y añade que la
conversión debe ser práctica, acompañada de obras; como el árbol que da buen
fruto, o de lo contrario es cortado. En medio de esta amenaza, fariseos y
saduceos pueden pensar en una escapatoria: «Somos israelitas, hijos de Abrahán,
y no podrá ocurrirnos nada malo, Dios no nos castigará». Lo mismo que afirmaron
siglos antes los contemporáneos de los profetas Amós y Jeremías. Pero Juan,
igual que los antiguos profetas, les advierte que esta falsa confianza no les
servirá de nada.
La segunda parte del discurso
acentúa el tono amenazador:
Yo os
bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí puede
más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con
Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva,
reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se
apaga.
Juan
cumple ahora otro aspecto de su misión de precursor del Mesías: habla de este
personaje, acentuando su dignidad («no
merezco ni llevarle las sandalias») y su
poder («yo bautizo con agua, él con fuego»). El verbo bautizar significa «lavar» (en el
evangelio se dice que los fariseos «bautizan» los platos y vasos). Juan
considera que su lavado es suave, con agua; el del Mesías será una purificación
con fuego. Basándose en el Salmo 2, algunos textos concebían al Mesías con un
cetro en la mano para triturar a los pueblos rebeldes y desmenuzarlos como
cacharros de loza. Juan no lo presenta con un cetro, utiliza una imagen más
campesina: lleva un bieldo, con el que separará el trigo de la paja, para
quemar ésta en una hoguera inextinguible.
Sumando
los datos anteriores, tenemos dos imágenes terribles para exhortar a la
conversión: la del hacha dispuesta a talar los árboles inútiles y la del bieldo
echando a la hoguera a quienes son como la paja.
¿Está
justificado este carácter tan duro del mensaje de Juan? El texto más parecido,
incluso por la imagen, se encuentra al final del libro de Amós:
Mirad, daré órdenes de zarandear a Israel entre las naciones,
como se zarandea una criba sin que caiga un grano a tierra.
Pero morirán a espada todos los pecadores de mi pueblo;
los que dicen: No llega, no nos alcanza la desgracia (Am
9,9-10).
Otro
ejemplo, tomado del final del libro de Isaías:
11Pero
a vosotros, que abandonasteis al Señor olvidando mi Monte Santo,
(…)
12yo
os destino a la espada, y todos os encorvaréis para el degüello:
porque llamé y no respondisteis, hablé y no
escuchasteis,
hicisteis lo que no me agrada, escogisteis lo que no quiero. (Is
65,11-12)
Esta mentalidad influirá en que algunos israelitas
piadosos consideren plenamente justificado el recurso a la violencia cuando
advierten un comportamiento indigno. En la conferencia cito los ejemplos de
Fineés, Elías y Matatías. Conviene recordar la dureza de estos textos para
valorar justamente el evangelio del próximo domingo.
3.
Acogida (Romanos 15,4-9)
Las primeras comunidades cristianas estaban formadas por
dos grupos de origen muy distinto: judíos y paganos. El judío tendía a
considerarse superior. El pagano, como reacción, a rechazar al cristiano de
origen judío. En este contexto escribe Pablo:
Hermanos:
Todas las antiguas Escrituras se escribieron
para enseñanza nuestra, de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que
dan las Escrituras mantengamos la esperanza. Que Dios, fuente de toda paciencia
y consuelo, os conceda estar de acuerdo entre vosotros, según Jesucristo, para
que unánimes, a una voz, alabéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo.
En una palabra, acogeos mutuamente,
como Cristo os acogió para gloria de Dios. Quiero decir con esto que Cristo se
hizo servidor de los judíos para probar la fidelidad de Dios, cumpliendo las
promesas hechas a los patriarcas; y, por otra parte, acoge a los gentiles para
que alaben a Dios por su misericordia. Así, dice la Escritura: «Te alabaré en
medio de los gentiles y cantaré a tu nombre».
Hoy día no existe este problema, pero pueden darse otros
parecidos, que dividen a los cristianos por motivos raciales, políticos o
culturales.
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