Las lecturas
no tienen relación entre ellas, pero siguen en la misma onda de los domingos
anteriores. La primera (de Isaías) vuelve a tratar uno de los grandes problemas
antiguos y actuales: el de los deportados y desplazados. El evangelio se relaciona de forma
muy estrecha con el del domingo precedente: la actividad de Jesús provoca el
desconcierto de Juan Bautista. La carta
de Santiago ofrece un nuevo consejo para vivir el Adviento.
1.
Destierro y repatriación de hace siglos; refugiados y desplazados de ahora
Los dos primeros domingos de
Adviento nos obligaron a recordar los graves problemas de la guerra y las
injusticias, ofreciendo como contrapartida la esperanza de la paz y un nuevo
paraíso. El texto de Isaías de este tercer domingo aborda otra de las grandes
experiencias que tuvo el pueblo de Israel: la del destierro.
La primera deportación importante la
sufrieron los israelitas del norte a finales del siglo VIII a.C. (año 720).
Pero las más famosas fueron las que tuvieron como protagonistas a los judíos a
comienzos del siglo VI a.C. (años 598 y 586). Fue grande la tragedia, angustia
y odio que provocaron estas deportaciones. Pero más fuerte aún fue en muchos
casos, no siempre, el deseo de volver a la patria. Numerosos textos proféticos
en los libros de Jeremías, Ezequiel, Isaías, anuncian esta repatriación.
En esta línea se orienta la primera
lectura del tercer domingo de Adviento. Para comprenderla debemos recordar que
el camino de miles de kilómetros entre Babilonia y Jerusalén no era entonces
(tampoco ahora) una maravillosa autopista transitada por cómodos autobuses con
aire acondicionado. Cualquier caravana que hacía ese largo recorrido tenía la
impresión de atravesar un terrible y árido desierto. Un grupo del que formaran
parte ancianos, mujeres embarazadas, niños, podía desanimarse fácilmente ante
la difícil empresa. El profeta los anima con palabras enormemente poéticas.
El desierto y el yermo
se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de
narciso, se alegrará con gozo y alegría.
Tiene la gloria del
Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. Ellos verán la gloria del Señor,
la belleza de nuestro Dios.
Fortaleced las manos
débiles, robusteced las rodillas vacilantes; decid a los cobardes de corazón:
«Sed fuertes, no temáis.»
Mirad a vuestro Dios,
que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.
Se despegarán los ojos
del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la
lengua del mudo cantará.
Volverán los
rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua;
siguiéndolos, gozo y alegría. Pena y aflicción se alejarán. (Is 35,1-6.10)
La experiencia del destierro y la
esperanza de repatriación trae a la memoria otro de los grandes problemas de
nuestro tiempo: el de los apátridas, desplazados y refugiados. Hasta principios del siglo XXI, ACNUR ha proporcionado asistencia a más de 111
millones de refugiados y desplazados.
La
lectura del tercer domingo nos obliga pensar en tantos millones de personas que
se encuentran en la misma situación que los antiguos israelitas y necesitan
como ellos una palabra y una acción que les lleve esperanza y consuelo.
2.
Desconcierto (Mt 11,2-11)
El evangelio del domingo pasado nos
habló de la esperanza de Juan Bautista: un Mesías enérgico, con el hacha en la
mano dispuesto a talar todo árbol improductivo, y con el bieldo para quemar la
paja en el fuego. Sin embargo, las noticias que le llegan a la cárcel de la
actividad de Jesús son muy distintas.
En aquel
tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a
preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos
que esperar a otro?»
Jesús les respondió:
-«Id a anunciar a Juan
lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los
leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los
pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!»
El comienzo es muy significativo: «Juan se enteró... de
las obras que hacía el Mesías». No dice Jesús, sino el Mesías.
Y «las obras» se refiere a todo lo anterior: palabras, curaciones, misión. Pero
precisamente lo que debía animar a Juan provoca en él la duda. Había esperado
un Mesías enérgico, que solucionase definitivamente los problemas; dispuesto a
cortar el árbol que no diese buen fruto (3,10), a distinguir entre el trigo y
la paja, para quemar lo inútil en una hoguera inextinguible (3,12). Jesús le
falla; al menos, lo desconcierta. Actúa de forma muy distinta a como actúa él:
no va vestido con una piel de camello, no se alimenta de langostas y miel
silvestre, no enseña a rezar a sus discípulos, no les obliga a ayunar, en vez
de dar hachazos se dedica a curar enfermos y contar historias bonitas. Juan,
después de estar convencido de que Jesús era el Mesías esperado, se pregunta
ahora ‒y le pregunta‒ si hay que seguir esperando a otro.
La respuesta de Jesús es desconcertante a primera vista:
repite lo que Juan ya sabe. Los ciegos ven, y los inválidos andan;
los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los
pobres se les anuncia el Evangelio. Sin embargo, es distinto saber
y comprender. Y las obras del Mesías se comprenden cuando son contempladas a la
luz de la Escritura. No se trata de saber que Jesús ha curado a dos ciegos, a
un mudo, o a un leproso. Lo importante es que en todo eso se está cumpliendo lo
anunciado por los antiguos profetas. Las palabras de Jesús aluden a diversos
textos del libro de Isaías que hablan de la salvación futura, cuando queden
vencidas la muerte, la enfermedad y el dolor:
"Se
despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán,
saltará como
un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará" (Is 35,5)
"Vivirán
tus muertos, tus cadáveres se alzarán,
despertarán
jubilosos los que habitan en el polvo" (Is 26,19)
"El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.
Me ha
enviado para la buena noticia a los que sufren" (Is 61,1)
A partir de estas promesas, elabora Jesús su respuesta,
que pasa de la enfermedad física (ciegos, cojos, leprosos, sordos) a la muerte
y a la evangelización de los pobres. A partir del libro de Isaías se podría
haber construido una imagen muy distinta, más en la línea de Juan Bautista.
Jesús elige la que sólo subraya lo positivo. Y esto puede provocar una reacción
en contra. Por eso termina con un serio aviso: «¡Dichoso el que no se
escandalice de mí!» Esto es lo que los discípulos de Juan deben comunicarle
en la cárcel.
Este episodio es muy importante para examinarnos de
nuestra imagen de Jesús. Generalmente partimos de que Jesús es el Hijo de Dios,
segunda persona de la Santísima Trinidad. Por consiguiente, cualquier cosa que
diga o haga debe ser perfecta. Esta actitud es muy peligrosa porque impide
profundizar en la fe.
Las palabras y las obras de Jesús desconcertaron a Juan
Bautista, escandalizaron a los escribas y fariseos, no fueron entendidas por
los discípulos. Es absurdo pensar que nosotros no tendríamos ninguna dificultad
en aceptarlas.
Por ejemplo, ante muchas parábolas de Jesús, la reacción
normal no debe ser: ¡qué bonita!, sino rebelarse contra su enseñanza. ¿Por qué
el padre acoge con tanto cariño al hijo pródigo y nunca en la vida le ha dado
un cabrito al hermano mayor para convide a sus amigos? ¿Por qué el dueño del
campo le paga la misma cantidad, un denario, al que ha trabajado una hora que
al que ha sudado desde las seis de la mañana hasta la puesta del sol?
Con respecto a su conducta, ¿por qué defiende a sus
discípulos cuando se saltan el sábado sin motivo alguno, e incluso lo justifica
con argumentos bíblicos que no prueban nada? ¿Por qué ataca de manera tan
terrible a los fariseos, que, aunque tuviesen muchos fallos, deseaban cumplir
la voluntad de Dios?
Las preguntas podrían multiplicarse, demostrando que la
reacción normal ante Jesús no es el aplauso sino el desconcierto, el escándalo
o el rechazo. Luego, en un segundo momento, a base de reflexión y de oración,
es cuando se advierte que su postura es la más adecuada y se llega a la fe en
él.
El episodio anterior puede dejar mal sabor de boca con
respecto a la figura de Juan Bautista. Por eso, el evangelio añade unas
palabras de Jesús sobre él.
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan:
-«¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el
viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Los que visten con
lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta?
Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: "Yo envío mi
mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti." Os aseguro
que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más
pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»
Para comprender este pasaje hay que recordar un dato
fundamental. Nosotros siempre hemos visto a Juan Bautista en relación con
Jesús. Su única misión era anunciar la venida del Mesías. Esto significa una
simplificación muy grande. En los ambientes judíos de comienzos del siglo I,
Juan Bautista era más conocido que Jesús; y sus discípulos llegaron a Grecia
antes incluso que los cristianos. Por otra parte, los episodios anteriores
demuestran que los discípulos de Juan Bautista no perdieron su identidad al
aparecer Jesús, sino que siguieron vinculados a Juan, viviendo según sus
enseñanzas (por ejemplo, con respecto al ayuno).
Se creó, entonces, entre los discípulos de Jesús y los de
Juan cierta tensión sobre quién de los dos era más importante. Aquí se aborda el
tema, exaltando a Juan y, al mismo tiempo, poniéndolo en su justo sitio.
Las afirmaciones son bastante distintas, y a veces
enigmáticas. Ante todo, Jesús elogia las cualidades humanas de Juan: firmeza,
austeridad. Pero es más que un asceta: es un profeta, e incluso más que eso: el
mensajero que prepara el camino del Señor, «el Elías que tenía que venir» (Ex
23,20; Mal 3,1). Por eso, «no ha nacido de mujer nadie más grande que Juan
Bautista».
Sin embargo, la dignidad de Juan radica precisamente en
ser el precursor de Jesús, y se queda en el ámbito del Antiguo Testamento. Por
eso, «el más pequeño en el Reino de Dios [en la comunidad cristiana] es más
grande que él». Esta frase resulta muy dura, pero encaja en la idea bíblica de
que los hombres no son lo importante sino Dios y lo que él hace. Encandilarse
con la grandeza de las personas, incluso de los mayores santos, no es un buen
método para valorar la acción de Dios.
3. Paciencia
El tercer consejo procede de la carta
de Santiago (Snt 5,7-10) y se centra en la paciencia y el aguante, poniendo
como ejemplo a personas tan distintas como los campesinos y los profetas.
Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador
aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia
temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque
la venida del Señor está cerca. No os quejéis, hermanos, unos de otros, para no
ser condenados. Mirad que el juez está ya a la puerta. Tomad, hermanos, como
ejemplo de sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre
del Señor.
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