El domingo pasado recordamos el
Bautismo de Jesús. En la versión de Marcos y de Lucas, Juan Bautista no dice
nada. En la de Mateo, entabla un breve diálogo con Jesús, porque no comprende
que venga a bautizarse. El cuarto evangelio sigue un camino muy distinto: Jesús
va al Jordán, pero no cuenta el bautismo; en cambio, introduce un breve
discurso de Juan Bautista. Es el texto que se lee este domingo (Jn 1,29-34).
En aquel tiempo; al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
‒
Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de
quien yo dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque
existía antes que yo.» Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua,
para que sea manifestado a Israel.
Y Juan dio testimonio diciendo:
‒
He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó
sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo:
«Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha
de bautizar con Espíritu Santo.» Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que
éste es el Hijo de Dios.
Imaginando la escena
La
mejor forma de entender este texto es imaginar la escena, convertirse en uno o
una más de los discípulos del Bautista. Personas que han hecho a veces un largo
y molesto viaje para escucharlo y hacerse bautizar por él, que han renunciado a
todo para convertirse en discípulos suyos. Para ellos, Juan es lo más grande.
De repente, aparece Jesús, un desconocido, y lo que Juan dice los desconcierta
por completo.
Al
desconocido lo presenta, en primer lugar, como el
cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Fórmula extraña,
que ninguno de los presentes entiende muy bien, pero que sugiere una estrecha
relación con Dios y con el perdón de los pecados. Ellos han ido buscando un
bautismo para el perdón de los pecados, y ahora encuentran a un personaje que
los quita. Y no solo los pecados de Israel, como cabría esperar, sino los de
todo el mundo.
Sigue
Juan diciendo que ese desconocido está por
delante de mí, porque existía antes que yo. Y los presentes
mirarían extrañados, intentando convencerse de que Jesús era más viejo, aunque
Juan lo parecía mucho más, quizá por culpa de tantas penitencias y por
alimentarse sólo de saltamontes y miel silvestre. Pero los presentes tienen la
sensación de que Juan no se refiere sólo a la edad: está sugiriendo que ese
desconocido es mucho más importante que él.
Y
esto queda claro cuando añade: He contemplado
al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él.
Si entre los presentes hay algún conocedor de la teología judía, su asombro
llegaría al máximo, porque muchos rabinos afirman que el Espíritu de Dios lleva
siglos sin manifestarse. Muy grande tiene que ser ese desconocido, sobre todo teniendo
en cuenta que no sólo recibe el Espíritu, sino que también lo transmite en un
nuevo bautismo, distinto del de Juan.
Finalmente,
termina dando testimonio de que éste es el
Hijo de Dios. Los oyentes de Juan no interpretarían la fórmula
como nosotros. Para ellos, «el Hijo de Dios» no equivale a «la segunda persona
de la santísima Trinidad». Es una forma de referirse al rey de Israel, al que
Dios adopta como hijo. Lo dejan claro las palabras que pronunciará poco más
tarde Natanael, dirigiéndose a Jesús: «Tú eres el hijo de Dios, tú eres el rey
de Israel» (Jn 1,49).
Los
oyentes de Juan se quedarían asombrados, y se preguntarían: ¿quién es este que
quita el pecado del mundo, que es más importante que Juan, sobre el que se ha
posado el espíritu, que da el espíritu en un nuevo bautismo, que es el rey de
Israel? Sin duda, debe tratarse del Mesías, aunque no lo parezca.
Leyendo el evangelio
Contemplar
la escena es un recurso magnífico para profundizar en el evangelio y entenderlo
(san Ignacio de Loyola utiliza el método en sus Ejercicios espirituales),
pero la lectura «científica» ayuda también a descubrir nuevos aspectos.
El
más importante es que Juan Bautista no pronunció este discurso: sus palabras
son un recurso del evangelista para suscitar en nosotros, desde el primer
momento, la curiosidad y el interés por el protagonista de su historia. Y no
sólo esto, sino también una respuesta personal, idéntica a la que refleja el
episodio inmediatamente posterior (Jn 1,35-37, que no se lee este domingo).
Al
día siguiente estaba Juan con dos de sus discípulos. Viendo pasar a Jesús,
dijo: Ahí está el Cordero de Dios. Los
discípulos, al oírlo hablar así siguieron a Jesús.
Esta
vez no pronuncia Juan un largo y complicado discurso. Basta una simple
referencia, enigmática, al cordero de Dios. Lo importante es que la curiosidad
y el interés dan paso al seguimiento.
En
otros aspectos, la lectura científica se estrella contra un cúmulo de
misterios:
‒
La imagen del «cordero de Dios», que no coincide exactamente ni con la del
cordero pascual, ni con la del chivo expiatorio del Yom Kippur, aunque recuerda
bastante al personaje misterioso de Isaías 53 que se ofrece a morir por el
pueblo y marcha a la muerte «como un cordero llevado al matadero», sin protestar
ni abrir la boca. Teniendo en cuenta que en ámbito cananeo el símbolo de la
divinidad era el toro, por su fuerza y bravura, elegir al cordero significa un
cambio radical, una opción por lo débil y suave.
‒
«El pecado del mundo». Ya que esta fórmula sólo se encuentra aquí, resulta
difícil saber en qué consiste el pecado del mundo. Una pista la ofrece la
primera carta de Juan: «Cuanto hay en el mundo, la codicia sensual, la codicia
de lo que se ve, el jactarse de la buena vida, no procede del Padre, sino del
mundo» (1 Jn 2,16). Todo eso sería lo que elimina Jesús. Pero la cuestión es
discutida.
La doble misión del Siervo de Dios y de Jesús (Is
49,3.5-6)
El Señor me dijo: «Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.»
Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo,
para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel -tanto me honró el
Señor, y mi Dios fue mi fuerza-. «Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y
conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para
que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.»
El
protagonista de esta lectura es un personaje misterioso que aparece al final del
libro de Isaías. Uniendo diversos poemas de los capítulos 42, 49, 50 y 53 se
esboza la figura de un “Siervo de Yahvé”, al que Dios encomienda la misión de convertir
a los judíos desterrados en Babilonia (de la salvación política se encargará el
rey persa Ciro). El Siervo, después de una etapa inicial de entusiasmo,
atraviesa una profunda crisis, pensando que todo su esfuerzo ha sido inútil. Entonces,
el Señor le renueva la misión con respecto a Israel e incluso se la amplía,
extendiéndola a todo el mundo.
Este
poema de Isaías ayuda a entender la misión de Jesús de “quitar los pecados del
mundo”. Una misión que implica dos aspectos. El primero, relativo al pueblo de
Israel, consiste en convertirlo al Señor; de hecho, su mensaje inicial será “convertíos
y creed en la buena noticia”. El segundo se refiere al mundo entero: iluminar a
todas las naciones para que la salvación de Dios alcance hasta el fin del mundo;
sus rápidas visitas a Fenicia y la Decápolis, su buena relación con los
despreciados samaritanos, simbolizan y anticipan la misión universal de la
Iglesia, sin fronteras ni muros.
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