martes, 23 de julio de 2013

Regateo e importunidad (Domingo 17 Ciclo C)

Uno de los temas típicos del evangelio de Lucas es la oración. Según una opinión bastante aceptada, él escribe para cristianos procedentes del paganismo, que no están habituados a rezar. Hay que descubrirles ese mundo, y Lucas lo hace de la forma más sencilla y convincente: proponiendo modelos.
            El primero de todos es la alabanza, y así aparece en boca de Isabel, de María (Magnificat), de Zacarías (Benedictus), de los ángeles que se aparecen a los pastores, de Simeón.
            Está también esa oración de contenido misterioso, en la que el gran protagonista es Jesús. En los momentos fundamentales de su vida siempre lo presenta Lucas haciendo oración: en el bautismo, cuando elige a los doce, en el episodio que hoy comentaremos, en la Transfiguración, y en la oración del huerto, común con los otros evangelios.
            Sin embargo, Jesús no parece obsesionado con enseñar a rezar a sus discípulos. Habría sido un pésimo maestro de novicios o director espiritual de un seminario. Son ellos, los discípulos, quienes tienen que pedirle que les enseñe a rezar.
            Pero no adelantemos acontecimientos.
            La primera lectura nos ofrece un tipo de oración muy curioso: la intercesión a través del regateo. Los occidentales hemos perdido esta costumbre, esencial en el mundo semítico. Nada se compra al primer precio. Hay que ir bajándolo, regateando, hasta que se consigue el que uno considera adecuado. En cualquier caso, aunque el comprador termine contento, siempre sale perdiendo. Eso es lo que le ocurrirá a Abrahán.

Un regateo inútil (Génesis 18, 20-32)

            En aquellos días, el Señor dijo:
            ‒ La acusación contra Sodoma y Gomorra es fuerte, y su pecado es grave; voy a bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la acusación; y si no, lo sabré.
            Los hombres se volvieron y se dirigieron a Sodoma, mientras el Señor seguía en compañía de Abrahán.
            Entonces Abrahán se acercó y dijo a Dios:
            ‒ ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti hacer tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?
            El Señor contestó:
            ‒ Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos.
            Abrahán respondió:
            ‒ Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?
            Respondió el Señor:
            ‒ No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco.
            Abrahán insistió:
            ‒ Quizá no se encuentren más que cuarenta.
            Le respondió:
            ‒ En atención a los cuarenta, no lo haré.
            Abrahán siguió:
            ‒ Que no se enfade mi Señor, si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?
            Él respondió:
            ‒ No lo haré, si encuentro allí treinta.
            Insistió Abrahán:
            ‒ Me he atrevido a hablar a mi Señor. ¿Y si se encuentran sólo veinte?
            Respondió el Señor:
            ‒ En atención a los veinte, no la destruiré.
            Abrahán continuó:
            ‒ Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez?
            Contestó el Señor:
            ‒ En atención a los diez, no la destruiré.

            He titulado este episodio “Un regateo inútil” porque, en definitiva, no sirve de nada. Sodoma y Gomorra desaparecen irremisiblemente porque no se encuentran en ella ni siquiera diez personas inocentes.
            En realidad, el mensaje fundamental de este episodio no es la oración de intercesión sino la dificultad de compaginar las desgracias que ocurren en la historia con la justicia y la bondad de Dios. Este tema preocupó enormemente a los teólogos de Israel, sobre todo después de la dura experiencia de la destrucción de Jerusalén y del destierro a Babilonia en el siglo VI a.C.
            En una religión monoteísta, como la de Israel, el problema del mal y de la justicia divina se vuelve especialmente agudo. No se le puede echar la culpa a ningún dios malo, o a un dios secundario. Todo, la vida y la muerte, la bendición y la maldición, dependen directamente del Señor. Cuando ocurre una desgracia tan terrible como la conquista de Jerusalén y la deportación, ¿dónde queda la justicia divina?
            El autor de este pasaje del Génesis lo tiene claro: la culpa no es de Dios, que está dispuesto a perdonar a todos si encuentra un número mínimo de inocentes. La culpa es de la ausencia total de inocentes.
            El lector moderno no está de acuerdo con esta mentalidad. Tiene otros recursos para evitar el problema. El más frecuente, no pensar en él. Si piensa, decide que Dios no es el responsable de invasiones, destrucciones y deportaciones. De eso nos encargamos los hombres, que sabemos hacerlo muy bien. Con este planteamiento salvamos la bondad y la justicia divina. Los antiguos teólogos judíos veían la acción de Dios de forma más misteriosa y profunda. No eran tan tontos como a veces pensamos.

* * *
            Pero esto nos ha alejado del tema principal de este domingo, que es la oración.
            El texto del evangelio recoge dos cuestiones muy distintas: la oración típica del cristiano, la que distingue a sus discípulos, y la importancia de ser insistentes y pesados en nuestra oración, hasta conseguir que Dios se harte y nos conceda… ¿Qué nos concederá Dios?
            Demasiada materia para un solo domingo. Comentaré los dos temas por separado.

Aprendiendo a rezar (Lucas 11, 1-4)

            Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
            ‒ Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos. 
            Él les dijo:
            ‒ Cuando oréis decid:
            “Padre,
            santificado sea tu nombre,
            venga tu reino,
            danos cada día nuestro pan del mañana,
            perdónanos nuestros pecados,
            porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo,
            y no nos dejes caer en la tentación.”

Nota a la traducción
           
            En Lucas faltan dos peticiones que conocemos por Mateo: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, y “líbranos del mal”.
            La liturgia traduce “nuestro pan del mañana”; debería traducir, como en la misa, “nuestro pan de cada día”, ya que la fórmula griega es la misma en Mateo y Lucas (to.n a;rton h`mw/n to.n evpiou,sion). Pero existe una discusión muy antigua sobre si epiousion se debe interpretar del alimento cotidiano o como referencia a la eucaristía. Parece que la liturgia se ha inclinado en este caso por la interpretación eucarística.

Breve comentario al Padre nuestro

            El “Padre nuestro” es la síntesis de todo lo que Jesús vivió y sintió a propósito de Dios, del mundo y de sus discípulos. En torno a estos temas giran las peticiones (sean siete como en Mateo o cinco como en Lucas).
            Frente a un mundo que prescinde de Dios, lo ignora o incluso lo ofende, Jesús propone como primera petición, como ideal supremo del discípulo, el deseo de la gloria de Dios: “santificado sea tu Nombre”; dicho con palabras más claras: “proclámese que Tú eres santo”. Es la vuelta a la experiencia originaria de Isaías en el momento de su vocación, cuando escucha a los serafines proclamar: “Santo, santo, santo, el Señor, Dios del universo” (Is 6). La primera petición se orienta en esa línea profética que sitúa a Dios por encima de todo, exalta su majestad y desea que se proclame su gloria.
            Ante un mundo donde con frecuencia predominan el odio, la violencia, la crueldad, que a menudo nos desencanta con sus injusticias, Jesús pide que se instaure el Reinado de Dios, el Reino de la justicia, el amor y la paz. Recoge en esta petición el tema clave de su mensaje (“está cerca el Reinado de Dios”), en el que tantos contemporáneos concentraban la suma felicidad y todas sus esperanzas.
            Como tercer centro de interés aparece la comunidad. Ese pequeño grupo de seguidores de Jesús, que necesita día tras día el pan, el perdón, la ayuda de Dios para mantenerse firme. Peticiones que podemos hacer con sentido individual, pero que están concebidas por Jesús de forma comunitaria, y así es como adquieren toda su riqueza.
            Cuando uno imagina a ese pequeño grupo en torno a Jesús recorriendo zonas poco pobladas y pobres, comprende sin dificultad esa petición al Padre de que le dé “el pan nuestro de cada día”.
            Cuando se recuerdan los fallos de los discípulos, su incapacidad de comprender a Jesús, sus envidias y recelos, adquiere todo sentido la petición: “perdona nuestras ofensas”.
            Y pensando en ese grupo que debió soportar el gran escándalo de la muerte y el rechazo del Mesías, la oposición de las autoridades religiosas, se entiende que pida “no caer en la tentación”.

            El Padre nuestro nos enseña que la oración cristiana debe ser:
            Amplia, porque no podemos limitarnos a nuestros proble­mas; el primer centro de interés debe ser el triunfo de Dios;
            Profunda, porque al presentar nuestros problemas no podemos quedarnos en lo superficial y urgente: el pan es importante, pero también el perdón, la fuerza para vivir cristianamente, el vernos libres de toda esclavitud.
            Íntima, en un ambiente confiado y filial, ya que nos dirigimos a Dios como “Padre”.
            Comunitaria. “Padre nuestro", danos, perdónanos, etc.
            En disposición de perdón.

Necesidad de ser insistentes en la oración (Lucas 11,5-13)

            Y les dijo:
            ‒ Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle.” Y, desde dentro, el otro le responde: “No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos.” Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite. 
            Pues así os digo a vosotros:
            Pedid y se os dará,
            buscad y hallaréis,
            llamad y se os abrirá;
            porque quien pide recibe,
            quien busca halla,
            y al que llama se le abre. 
            ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?
            ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente?
            ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?
            Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?

El ejemplo del amigo importuno

            En las casas del tiempo de Jesús los niños no duermen en su habitación. De la entrada de la casa a la cocina no se va por un pasillo. No existe luz eléctrica ni linterna. Un solo espacio sirve de todo: cocina y comedor durante el día, dormitorio por la noche. Moverse en la oscuridad supone correr el riesgo de pisar a más de uno y tener que soportar sus quejas y maldiciones.
            El “amigo” trae a la memoria un simpático proverbio bíblico: “El que saluda al vecino a voces y de madrugada es como si lo maldijera”. Este amigo no saluda, pide. Y consigue lo que quiere.
            Este individuo merecería que le dirigiesen toda la rica gama de improperios que reserva la lengua castellana para personas como él. Sin embargo, Jesús lo pone como modelo. Igual que más tarde, también en el evangelio de Lucas, pondrá como modelo a una viuda que insiste para que un juez inicuo le haga justicia.

La bondad paternal de Dios y un regalo inesperado

            En realidad, no haría falta ser tan insistentes, porque Dios, como padre, está siempre dispuesto a dar cosas buenas a sus hijos.
            Aquí es donde Lucas introduce un detalle esencial. Las palabras tan conocidas “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá…” se prestan a ser mal entendidas. Como si Dios estuviera dispuesto a dar cualquier cosa que se le pida, desde un puesto de trabajo hasta la salud, pasando por aprobar un examen. Esta interpretación ha provocada muchas crisis de fe y la conciencia diluida de que la oración no sirve para nada.
            El evangelio de Mateo, que recoge las mismas palabras, termina diciendo que Dios “dará cosas buenas a los que se las pidan”. La oración de Jesús en el huerto de los olivos demuestra que Dios tiene una idea muy distinta de nosotros, incluso de Jesús, de lo que es bueno y lo que más nos conviene.
            Pero las palabras del evangelio de Mateo a Lucas le resultan poco claras y ofrece una versión distinta: “vuestro Padre celestial dará Espíritu Santo a los que se lo piden”. Para Lucas, tanto en el evangelio como en el libro de los Hechos, el Espíritu Santo es el gran motor de la vida de la iglesia. En medio de las dificultades, incluso en los momentos más duros de la vida, la oración insistente conseguirá que Dios nos dé la fuerza, la luz y la alegría de su Espíritu.
           
              

No hay comentarios:

Publicar un comentario