De lo mandado…
La fiesta que conmemoramos
el 2 de febrero se basa en dos antiguas costumbres israelitas, ambas relacionadas
con el nacimiento de un hijo primogénito.
La primera se refiere al niño. Hay que ofrecerlo al Señor, para
simbolizar que Dios es el autor de la vida y tiene derecho a ella. Pero no se
mata al niño (como quizá se hiciese en algunas culturas), sino que se lo
rescata ofreciendo a cambio un animal.
La segunda se refiere a la madre. La generación y el parto la
han puesto en contacto con el misterio de la vida. Ha quedado consagrada. En el
lenguaje del antiguo Israel, muy distinto del nuestro, «ha quedado impura». Un término
que escandaliza cuando lo aplicamos a María. Pero recordemos que, cuando un
judío toca los Libros Sagrados, también queda «impuro», porque esos libros «manchan
las manos». No se trata de que María haya cometido ninguna impureza ni hecho
nada malo al dar a luz. Se trata de que ha transmitido el don misterioso de la
vida. Se ha vuelto tan sagrada como los libros sagrados, y debe purificarse,
como indica la ley en el capítulo 12 del Levítico.
Y eso es lo que cuenta
Lucas con toda sencillez.
Cuando llegó el día
de su purificación, de acuerdo con la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén
para presentárselo al Señor, como manda la ley del Señor: Todo primogénito
varón será consagrado al Señor; y para hacer la ofrenda que manda la ley del
Señor: un par de tórtolas o dos pichones.
… a lo inimaginable
Con las palabras anteriores podría haber terminado Lucas su relato. Pero introduce
en ese momento a dos personajes (Simeón y Ana), que darán un sentido nuevo a
los hechos.
La felicidad de Simeón
Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que
esperaba el consuelo de Israel y se guiaba por el Espíritu Santo. Le había
comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del
Señor. Movido, pues, por el Espíritu, se dirigió al templo. Cuando los padres
introducían al niño Jesús para cumplir con él lo mandado en la ley, Simeón lo
tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
‒ Ahora, dueño mío, según tu palabra, dejas libre y en paz a tu siervo; porque
han visto mis ojos a tu Salvador, que has dispuesto ante todos los pueblos como
luz revelada a los paganos y como gloria de tu pueblo Israel.
Simeón es, sin duda, uno
de los personajes predilectos de Lucas, en el que ha reflejado el ideal del
israelita piadoso: no piensa sólo en sí mismo, espera el consuelo de Israel; se
halla en íntimo contacto con Dios, el Espíritu se le comunica; y le llena de
felicidad un niño de cuarenta días, débil, incapaz de decir dos palabras, pero
al que confiesa como luz de los paganos y gloria de Israel. Al tenerlo en sus
brazos, su vida adquiere ya pleno sentido. Puede morir en paz.
La admiración de los padres
El padre y la madre estaban admirados de lo que decía acerca del niño.
A lo largo del evangelio,
Lucas ha sorprendido a María con el anuncio de Gabriel; luego a María y José
con el relato de los pastores. Ahora los admira con lo que dice Simeón a
propósito de la grandeza y misión de su hijo.
Es otra de las grandes
enseñanzas de Lucas en este momento: Jesús es un misterio inagotable, que
provoca siempre admiración, incluso a las personas más cercanas a él, sus
padres. Un serio toque de atención para quienes pensamos saberlo todo de Jesús
y que no tenemos nada nuevo que aprender sobre quién es, qué pretende, cómo
actúa.
Hay bendiciones que matan
Simeón los bendijo y dijo
a María, la madre:
‒ Mira, éste está colocado
de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será una bandera discutida
y así quedarán patentes los pensamientos de todos. En cuanto a ti, una espada
te atravesará el alma.
A la madre de un bebé sólo
se le debe decir que es muy guapo y está muy gordo. Decirle que será ingeniero
o futbolista sería absurdo y temerario. Decirle que le creará muchos problemas
sería señal de pésimo gusto y mala educación.
Pero Simeón deja de hablar
como un anciano bondadoso y lo hace como un viejo profeta. Conoce el futuro de
ese niño, que no ha venido a traer paz, sino espada, y será causa de conflicto
y división. Y conoce el futuro nada feliz de la madre: será su propio hijo
quien le clave la espada, no por falta de cariño, sino por fidelidad a su
misión (aquí se anticipa la escena de Jesús en el templo a los doce años y todo
lo que debió padecer María a lo largo de su vida al ver las persecuciones y
críticas que sufría su hijo).
El entusiasmo de Ana, la beata revolucionaria
Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de
edad avanzada, había vivido con el marido siete años desde la boda y siguió
viuda hasta los ochenta y cuatro. No se apartaba del templo, sirviendo noche y
día con oraciones y ayunos. Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios
y hablando del niño a cuantos aguardaban el rescate de Jerusalén.
Judá y Jerusalén llevaban
varias décadas bajo dominio romano cuando nació Jesús. No sólo los extranjeros,
sino también gran parte de la clase alta judía (comenzando por los sumos
sacerdotes) eran considerados los opresores del pueblo. Los grupos más
politizados esperaban la liberación de Jerusalén, y algunos estaban dispuestos
a llevarlo a cabo mediante la acción militar (los sicarios). Lo curioso y simpático
de esta escena es que la protagonista del entusiasmo es una anciana de edad
avanzada que no para de rezar y ayunar, pero que deposita sus esperanzas de
liberación en ese niño.
Y nosotros, ¿qué?
Felicidad, admiración,
desconcierto, entusiasmo. Jesús no deja indiferente.
Como aconseja san Ignacio
de Loyola en los Ejercicios, lo importante es pedir «conocimiento interno del
Señor, para que más le ame y le siga».
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