Hay que olvidar lo que sabemos
Para comprender el relato de los discípulos de
Emaús hay que olvidar todo lo leído en los días pasados, desde la Vigilia del
Sábado Santo, a propósito de las apariciones de Jesús. Porque Lucas ofrece una
versión peculiar de los acontecimientos. Al final de su evangelio cuenta solo
tres apariciones:
1) A todas las mujeres, no a dos ni
tres, se aparecen dos ángeles cuando van al sepulcro a ungir el cuerpo de Jesús.
2) A dos discípulos que marchan a
Emaús se les aparece Jesús, pero con tal aspecto que no pueden reconocerlo, y
desaparece cuando van a comer.
3) A todos los discípulos, no sólo a
los Once, se aparece Jesús en carne y hueso y come ante ellos pan y pescado.
Dos cosas llaman la atención comparadas con los otros evangelios: 1) las apariciones son para todas y para todos, no para un grupo selecto de mujeres ni para sólo los once. 2) La progresión creciente: ángeles – Jesús irreconocible – Jesús en carne y hueso.
Jesús, Moisés, los profetas y los salmos
Un elemento común a los tres relatos de Lucas son las catequesis. Los ángeles hablan a las mujeres, Jesús habla a los de Emaús, y más tarde a todos los demás. En los tres casos el argumento es el mismo: el Mesías tenía que padecer y morir para entrar en su gloria. Un mensaje tan escandaloso y difícil de aceptar requiere ser tratado con insistencia. Pero, ¿cómo se demuestra que el Mesías tenía que padecer y morir? Los ángeles aducen que Jesús ya lo había anunciado. Jesús, a los de Emaús, se basa en lo dicho por Moisés y los profetas. Y el mismo Jesús, a todos los discípulos, les abre la mente para comprender lo que de él han dicho Moisés, los profetas y los salmos. La palabra de Jesús y todo el Antiguo Testamento quedan al servicio del gran mensaje de la muerte y resurrección.
La trampa política que tiende Lucas
Para comprender a los discípulos de Emaús hay que recordar el comienzo del evangelio de Lucas, donde distintos personajes formulan las más grandes esperanzas políticas y sociales depositadas en la persona de Jesús. Comienza Gabriel, que repite cinco veces a María que su hijo será rey de Israel. Sigue la misma María, alabando a Dios porque ha depuesto del trono a los poderosos y ensalzado a los humildes, porque a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Los ángeles vuelven a hablar a los pastores del nacimiento del Mesías. Zacarías, el padre de Juan Bautista, también alaba a Dios porque ha suscitado en la casa de David un personaje que librará al pueblo de Israel de la opresión de los enemigos. Finalmente, Ana, la beata revolucionaria de ochenta y cuatro años, habla del niño Jesús a todos los que esperan la liberación de Jerusalén. Parece como si Lucas alentase este tipo de esperanza político-social-económica.
Del desencanto al entusiasmo
El tema lo recoge en el capítulo
final de su evangelio, encarnándolo en los dos de Emaús, que también esperaban
que Jesús fuera el libertador de Israel. No son galileos, no forman parte del
grupo inicial, pero han alentado las mismas ilusiones que ellos con respecto a
Jesús. Están convencidos de que el poder de sus obras y de su palabra va a
ponerlos al servicio de la gran causa religiosa y política: la liberación de
Israel. Sin embargo, lo único que consiguió fue su propia condena a muerte.
Ahora sólo quedan unas mujeres lunáticas y un grupo se seguidores indecisos y
miedosos, que ni siquiera se atreven a salir a la calle o volver a Galilea. A
ellos no los domina la indecisión ni el miedo, sino el desencanto. Cortan su
relación con los discípulos, se van de Jerusalén.
En este momento tan inadecuado es cuando les
sale al encuentro Jesús y les tiene una catequesis que los transforma por
completo. Lo curioso es que Jesús no se les revela como el resucitado, ni les
dirige palabras de consuelo. Se limita a darles una clase de exégesis, a
recorrer la Ley y los Profetas, espigando, explicando y comentando los textos
adecuados. Pero no es una clase aburrida. Más tarde comentarán que, al
escucharlo, les ardía el corazón.
El misterioso encuentro termina con
un misterio más. Un gesto tan habitual como partir el pan les abre los ojos
para reconocer a Jesús. Y en ese mismo momento desaparece. Pero su corazón y su
vida han cambiado.
Los relatos de apariciones, tanto en Lucas como en los otros evangelios, pretenden confirmar en la fe de la resurrección de Jesús. Los argumentos que se usan son muy distintos. Lo típico de este relato es que a la certeza se llega por los dos elementos que terminarán siendo esenciales en las reuniones litúrgicas: la palabra y la eucaristía.
Del entusiasmo al aburrimiento
Por desgracia, la inmensa mayoría de los católicos ha decidido escapar a Emaús y casi ninguno ha vuelto. «La misa no me dice nada». Es el argumento que utilizan muchos, jóvenes y no tan jóvenes, para justificar su ausencia de la celebración eucarística. «De las lecturas no me entero, la homilía es un rollo, y no puedo comulgar porque no me he confesado». En gran parte, quien piensa y dice esto, lleva razón. Y es una pena. Porque lo que podríamos calificar de primera misa, con sus dos partes principales (lectura de la palabra y comunión) fue una experiencia que entusiasmó y reavivó la fe de sus dos únicos participantes: los discípulos de Emaús. Pero hay una grande diferencia: a ellos se les apareció Jesús. La palabra y el rito, sin el contacto personal con el Señor, nunca servirán para suscitar el entusiasmo y hacer que arda el corazón.
Los discípulos de Emaús
Dos discípulos de Jesús iban
andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús,
distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había
sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se
puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
― ¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba
Cleofás, le replicó:
― ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que
ha pasado allí estos días?
Él les preguntó:
― ¿Qué?
Ellos le contestaron:
― Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras
y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos
sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace
dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos
han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su
cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles,
que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al
sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo
vieron.
Entonces Jesús les dijo:
― ¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los
profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su
gloria?
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les
explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir
adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo:
― Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos,
tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les
abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos
comentaron:
― ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y
nos explicaba las Escrituras?
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde
encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
― Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo
habían reconocido al partir el pan.
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