El evangelio de este domingo consta de dos breves parábolas muy fáciles de entender. Pero se puede profundizar en ellas situándolas en su contexto y utilizándolas para un examen de conciencia.
En aquel tiempo, dijo
Jesús a sus discípulos:
Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se
vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la
pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del candelero, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.
Diseccionando el texto
Aunque empiezan de forma muy
parecida, el desarrollo de las dos parábolas es distinto.
La
primera consta de dos elementos: afirmación
(vosotros sois la sal) y advertencia
(peligro de perder el sabor).
La
segunda es más compleja, consta de cuatro elementos: entre la afirmación (vosotros sois la luz) y la advertencia (peligro de meter la lámpara en el
armario), encontramos una nueva imagen
(la ciudad en lo alto del monte), y termina con una exhortación (hacer brillar nuestra luz).
Pido perdón por destripar el texto, pero lo hago para dejar claro la difícil tarea de los evangelistas, que reunieron palabras pronunciadas por Jesús en diversos momentos, y no tenían la posibilidad moderna de marcar bloque y trasladar o borrar sin enorme gasto de tiempo y de dinero.
El contexto: las parábolas y las bienaventuranzas
El
evangelio de Mateo sitúa estas dos parábolas inmediatamente después de las
bienaventuranzas, que hablan de las personas que pueden interesarse por el
mensaje de Jesús y entenderlo, las que pueden entrar a formar parte de la
comunidad cristiana (el reinado inicial de Dios). Proclamando los valores más
inauditos, son un canto de esperanza para todos los que se sienten marginados
por la sociedad y el estamento religioso: Dios Rey los acoge como súbditos.
Pero Mateo, siempre realista, no quiere que los cristianos lancemos las campanas al vuelo, que nos sintamos maravillosos y al seguro. Por eso, antes de entrar en el cuerpo central del Sermón del Monte, nos da un doble toque de atención con estas dos parábolas.
Los dos peligros
Leídas juntas, las dos parábolas pretende
ilusionar a los oyentes recordándoles que Dios les ha concedido la capacidad de
dar sabor, y energía para iluminar a todos los hombres, redundando en gloria de
Dios.
Pero
caben dos peligros: el primero, perder la energía (parábola de la sal); el
segundo, ocultarla (parábola de la luz del mundo).
¿Cómo se puede perder la energía? Más adelante, en
la parábola del sembrador, Mateo ofrece unas pistas cuando habla de la semilla
sembrada entre cardos: las preocupaciones mundanas y la seducción de la riqueza
lo ahogan, y no da fruto (Mt 13,22).
¿Cómo conservar la energía? Si tomamos como modelo a Jesús, sus dos fuentes de energía fueron
la oración (tema que subrayan los cuatro evangelios) y el contacto directo con
el prójimo, especialmente con los más necesitados (enfermos, marginados).
¿Cómo ocultar la luz? Dejándonos arrastrar por lo cómodo y fácil. Jesús fue luz del mundo porque no se recluyó cómodamente en su mundo, prefirió el esfuerzo, el riesgo, el cansancio, la adversidad y la muerte.
¿Cómo hacer que brille nuestra luz? 1ª lectura (Is 58,7-10)
La primera lectura, tomada del c.58 de Isaías, encaja perfectamente con la parábola de la luz.
Así dice el Señor:
Parte tu pan con el hambriento,
hospeda a los pobres sin techo,
viste al que ves desnudo,
y no te cierres a tu propia carne.
Entonces romperá tu
luz como la aurora,
en seguida te brotará la carne sana;
te abrirá camino la justicia, detrás
irá la gloria del Señor.
Entonces clamarás al Señor, y te
responderá;
gritarás, y te dirá: «Aquí estoy.
Cuando destierres de ti la opresión,
el gesto amenazador y la maledicencia,
cuando partas tu pan con el
hambriento y sacies el estómago del indigente,
brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía.
Tras la
destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia (año 586 a.C.), la
situación del pueblo judío fue trágica, incluso después de la vuelta del
destierro (año 538 a.C.). La capital siguió prácticamente despoblada hasta
mediados o finales del siglo V (época de Nehemías) y la situación económica era
de absoluta penuria. El pueblo se sentía como un cuerpo enfermo y sumergido en
tinieblas.
En
esas circunstancias de desánimo, busca la solución en una serie de ceremonias
religiosas, especialmente el ayuno (que implicaba no sólo abstenerse de
alimentos sino también realizar otros ritos, como cubrirse de saco y ceniza,
etc.), para ganarse el favor de Dios. Pero Dios no hace nada. Y el pueblo se
queja y protesta. «¿Para qué ayunar si no haces caso?» Dios responde por medio
del profeta: si quieres que tu situación mejore, que brille tu luz en las
tinieblas, que rompa tu luz como la aurora, comprométete con el que pasa
hambre, tiene sed, está desnudo y sin techo (las famosas obras de misericordia,
que se conocían ya en el antiguo Egipto); destierra la opresión y la
maledicencia.
Hay
una idea capital en esta lectura. Cuando habla de los necesitados termina
diciendo: «y no te cierres a tu propia carne». El hambriento, desnudo o sin
techo no es un ser extraño, ajeno a mí, al que hago un favor si me apetece. Es
mi propia carne, que reclama cuidado y atención, como un miembro cualquiera de
nuestro cuerpo.
¿Cómo hizo brillar Pablo su luz? 2ª lectura (1 Corintios 2,1-5)
Buscando una
relación entre esta lectura y el evangelio, la luz con la que Pablo intenta
iluminar a los corintios es la persona y el mensaje de Jesucristo. Pero la
fuerza del texto recae en el modo de hacer brillar esa luz. La comunidad de
Corinto había sido fundada por Pablo. Pero cuando apareció por allí Apolo, un
judío convertido al cristianismo, encandiló a todos con su sabiduría y su
excelente oratoria. Muchos terminaron prefiriendo a Apolo y su modo de
transmitir el evangelio. Pablo reacciona con dureza, afirmando que él nunca
quiso presumir de sabio o elocuente, sino anunciar a Jesucristo, y no de
cualquier manera, sino en su aspecto más escandaloso: crucificado. «Para que
vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios».
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