Andréi Rubliov (hacia 1411)
El
año litúrgico comienza con el Adviento y la Navidad, celebrando cómo Dios Padre
envía a su Hijo al mundo. En los domingos siguientes recordamos la actividad y
el mensaje de Jesús. Cuando sube al cielo nos envía su Espíritu, cuya venida celebramos
el domingo pasado. Ya tenemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y estamos
preparados para celebrar a los tres en una sola fiesta, la de la Trinidad.
Esta fiesta surge bastante tarde, en 1334, y fue el Papa Juan XII
quien la instituyó. Quizá pretendía (como ocurrió con la fiesta del Corpus)
contrarrestar a grupos heréticos que negaban la divinidad de Jesús o la del
Espíritu Santo. Así se explica que el lenguaje usado en el Prefacio sea más
propio de una clase de teología que de una celebración litúrgica. En cambio,
las lecturas son breves y fáciles de entender, centrándose en el amor de Dios.
La única definición bíblica de Dios (Éxodo
34,4b-6.8-9)
La primera lectura, tomada del libro del Éxodo, ofrece la única
definición (mejor, autodefinición) de Dios en el Antiguo Testamento y rebate la
idea de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios terrible, amenazador, a
diferencia del Dios del Nuevo Testamento propuesto por Jesús, que sería un Dios
de amor y bondad. La liturgia, como de costumbre, ha mutilado el texto. Pero
conviene conocerlo entero.
Moisés se encuentra en la cumbre del
monte Sinaí. Poco antes,
le ha pedido a Dios ver su gloria, a lo que el Señor responde: «Yo haré pasar
ante ti toda mi riqueza, y pronunciaré ante ti el nombre de Yahvé» (Ex 33,19). Para
un israelita, el nombre y la persona se identifican. Por eso, «pronunciar el
nombre de Yahvé» equivale a darse a conocer por completo. Es lo que ocurre poco
más tarde, cuando el Señor pasa ante Moisés proclamando:
«Yahvé, Yahvé, el Dios compasivo y clemente,
paciente y misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la
milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja
impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos» (Éxodo
34,6-7).
Así
es como Dios se autodefine. Con cinco adjetivos que subrayan su compasión,
clemencia, paciencia, misericordia, fidelidad. Nada de esto tiene que ver con
el Dios del terror y del castigo. Y lo que sigue tira por tierra ese falso
concepto de justicia divina que «premia a los buenos y castiga a los malos»,
como si en la balanza divina castigo y perdón estuviesen perfectamente
equilibrados. Es cierto que Dios no tolera el mal. Pero su capacidad de
perdonar es infinitamente superior a la de castigar. Así lo expresa la imagen
de las generaciones. Mientras la misericordia se extiende a mil, el castigo
sólo abarca a cuatro (padres, hijos, nietos, bisnietos). No hay que interpretar
esto en sentido literal, como si Dios castigase arbitrariamente a los hijos por
el pecado de los padres. Lo que subraya el texto es el contraste entre mil y
cuatro, entre la inmensa capacidad de amar y la escasa capacidad de castigar.
Esta idea la recogen otros pasajes del AT:
«Tú,
Señor, Dios compasivo y piadoso,
paciente, misericordioso y fiel»
(Salmo 86,15).
«El Señor es compasivo y clemente,
paciente y misericordioso;
no está siempre acusando ni guarda
rencor perpetuo.
No nos trata como merecen nuestros
pecados
ni nos paga según nuestras
culpas;
como se levanta el cielo sobre la
tierra,
se levanta su bondad sobre sus
fieles;
como dista el oriente del
ocaso,
así aleja de nosotros nuestros
delitos;
como un padres siente cariño por sus
hijos,
siente el Señor cariño por sus
fieles» (Salmo 103, 8-14).
«El Señor es clemente y compasivo,
paciente y misericordioso;
El Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas»
(Salmo 145,8-9).
«Sé que eres un dios compasivo y
clemente,
paciente y misericordioso,
que se arrepiente de las amenazas»
(Jonás 4,2).
Como
consecuencia de lo anterior, Dios se convierte para Moisés en modelo de amor al
pueblo: las etapas del desierto han sido momentos de incomprensión mutua, de
críticas acervas, de relación a punto de romperse. Ahora, las palabras de Dios
mueven a Moisés a interesarse por el pueblo y a demostrarle el mismo amor que
Dios le tiene.
El
amor de Dios al mundo (Juan 3,16-18)
Este breve fragmento, tomado del
extenso diálogo entre Nicodemo y Jesús, insiste en el tema del amor de Dios
llevándolo a sus últimas consecuencias. No se trata solo de que Dios perdone o
sea comprensivo con nuestras debilidades y fallos. Su amor es tan grande que
nos entrega a su propio Hijo para que nos salvemos y obtengamos la vida eterna.
«De tal manera amó Dios al mundo…». La palabra «mundo» puede significar en Juan
el conjunto de todo lo malo que se opone a Dios. Pero en este caso se refiere a
las personas que lo habitan, a las que Dios ama de una forma casi imposible de
imaginar. Dios no pretende condenar, como muchas veces se predica y se piensa,
sino salvar, dar la vida. Una vida que consiste, desde ahora, en conocer a Dios
como Padre y a su enviado, Jesucristo, y que se prolongará, después de la
muerte, en una vida eterna. En estos meses de pandemia, que nos han puesto en
contacto frecuente con la muerte, las palabras de Jesús nos sirven de ánimo y
consuelo.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca
ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no
mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve
por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado,
porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Nuestra respuesta: amor con
amor se paga (2 Corintios 13,11-13)
En
la primera lectura, Dios se convertía en modelo para Moisés, animándolo al amor
y al perdón. En la carta de Pablo a los corintios, Dios se convierte en modelo
para los cristianos. La misma unión y acuerdo que existe entre el Padre, el
Hijo y el Espíritu debe darse entre nosotros, teniendo un mismo sentir,
viviendo en paz, animándonos mutuamente, corrigiéndonos en lo necesario,
siempre alegres.
Esta
lectura ha sido elegida porque menciona juntos (cosa no demasiado frecuente) a
Jesucristo, a Dios Padre y al Espíritu Santo. En esas palabras se inspira uno
de los posibles saludos iniciales de la misa.
Hermanos: Alegraos,
enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y
de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso ritual. Os
saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la
comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.
Conclusión
«Escucha, Israel: el Señor, tu Dios, es solamente uno. Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con
todo tu ser».
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