Cuenta el libro de
los Hechos de los Apóstoles que Pablo encontró cierta vez en Éfeso un grupo de
cristianos desconocidos. Algo debió de resultarle raro porque les preguntó:
“¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando comenzasteis a creer?” La respuesta fue
rotunda: “Ni siquiera hemos oído que hay un Espíritu Santo”. Si Pablo nos hiciera
hoy la misma pregunta, muchos cristianos deberían responder: “Sé desde niño que
existe el Espíritu Santo. Pero no sé para qué sirve, no influye nada en mi
vida. A mí me basta con Dios y con Jesús”. Esta respuesta sería sincera, pero
equivocada. Las palabras que acaba de pronunciar las ha dicho impulsado por el
Espíritu Santo. Tiene más influjo en su vida de lo que él imagina. Y esto lo
sabemos gracias a las discusiones y peleas entre los cristianos de Corinto.
La importancia del Espíritu
(1 Corintios 12,3b-7.12-13)
Los
corintios eran especialistas en crear conflictos. Una suerte para nosotros,
porque gracias a sus discusiones tenemos las dos cartas que Pablo les escribió.
La disputa que originó la lectura de hoy no queda clara, porque el texto, para no perder
la costumbre, ha sido mutilado. Quien se toma la pequeña molestia de leer el
capítulo 12 de la 1ª carta a los Corintios, advierte cuál es el problema:
algunos se consideran superiores a los demás y no valoran lo que hacen los
otros. Como si un arquitecto despreciase, y considerase
inútiles, al delineante que elabora los planos, al informático que trabaja en
el ordenador, al capataz que dirige la obra y, sobre todo, a los obreros que se
juegan a veces la vida en lo alto del andamio.
La
sección suprimida en la lectura (versículos 8-11) describe la situación en
Corinto. Unos se precian de hablar muy bien en las asambleas; otros, de saber
todo lo importante; algunos destacan por su fe; otros consiguen realizar
curaciones, y hay quien incluso hace milagros; los más conflictivos son los que
presumen de hablar con Dios en lenguas extrañas, que nadie entiende, y los que
se consideran capaces de interpretar lo que dicen.
Pablo
comienza por la base. Hay algo que los une a todos ellos: la fe en Jesús,
confesarlo como Señor, aunque el César romano reivindique para sí este título.
Y eso lo hacen gracias al Espíritu Santo.
Esta
unidad no excluye diversidad de dones espirituales, actividades y funciones.
Pero en la diversidad deben ver la acción del Espíritu, de Jesús y de Dios
Padre. A continuación de esta fórmula casi trinitaria, insiste en que es el Espíritu
quien se manifiesta en esos dones, actividades y funciones, que concede a cada
uno con vistas al bien común.
Además,
el Espíritu no solo entrega sus dones, también une a los cristianos. Gracias al
él, en la comunidad no hay diferencias motivadas por el origen (judíos -
griegos) ni por las clases sociales (esclavos - libres). En la carta a los
Gálatas dirá Pablo que también elimina las diferencias basadas en el género
(varones - mujeres). Hoy día somos especialmente sensibles a la diferencia de
género. No podemos imaginar lo que suponía en el siglo I las diferencias entre
un esclavo (por más cultura que tuviese) y un ciudadano libre, ni entre un
cristiano de origen judío (algunos se consideraban lo mejor de lo mejor) y un
cristiano de origen pagano, recién bautizado (para algunos, un advenedizo). [Solo
hay un tema en el que ha fracasado el Espíritu: en unir a independentistas y
nacionalistas].
En
definitiva, todo lo que somos y tenemos es fruto del Espíritu, porque es la
forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros.
Hermanos: Os manifiesto que nadie
puede decir: «Jesús es el Señor», si no es movido por el Espíritu. Hay
diversidad de dones espirituales, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de
funciones, pero el mismo Señor; diversidad de actividades, pero el mismo Dios,
que lo hace todo en todos. A cada cual se le da la manifestación del Espíritu
para el bien común. Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos
miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, forman un cuerpo,
así también Cristo. Porque todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres,
fuimos bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos
hemos bebido del mismo Espíritu.
¿Cómo comenzó la historia? Dos versiones muy distintas.
Si a un
cristiano con mediana formación religiosa le preguntan cómo y cuándo vino por
vez primera el Espíritu Santo, lo más probable es que haga referencia al día de
Pentecostés. Y si tiene cierta cultura artística, recordará el cuadro de El
Greco, aunque quizá no haya advertido que, junto a la Virgen, está María
Magdalena, representando al resto de la comunidad cristiana (ciento veinte
personas, según Lucas). Pero hay otra versión muy distinta: la del evangelio de
Juan.
La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11)
Lucas es un entusiasta del Espíritu
Santo. Ha estudiado la difusión del cristianismo desde Jerusalén hasta Roma,
pasando por Siria, la actual Turquía y Grecia. Conoce los sacrificios y
esfuerzos de los misioneros, que se han expuesto a bandidos, animales feroces,
viajes interminables, naufragios, enemistades de los judíos y de los paganos,
para propagar el evangelio. ¿De dónde han sacado fuerza y luz? ¿Quién les ha enseñado a expresarse en lenguas
tan diversas? Para Lucas, la respuesta es clara: todo es don del Espíritu.
Por eso, cuando escribe el libro de
los Hechos, desea inculcar que su venida no es solo una experiencia personal y
privada, sino de toda la comunidad. Algo que se prepara con un largo período de
oración (¡cincuenta días!), y que acontecerá en un momento solemne, en la
segunda de las tres grandes fiestas judías: Pentecostés. Lo curioso es que esta
fiesta se celebra para dar gracias a Dios por la cosecha del trigo, inculcando
al mismo tiempo la obligación de compartir los frutos de la tierra con los más
débiles (esclavos, esclavas, levitas, emigrantes, huérfanos y viudas).
En este caso, quien empieza a
compartir es Dios, que envía el mayor regalo posible: su Espíritu. Y lo envía
no solo a los apóstoles (los obispos) sino a toda la comunidad, «unas
ciento veinte personas».
El relato de Lucas contiene dos
escenas (dentro y fuera de la casa), relacionadas por el ruido de una especie
de viento impetuoso[1].
Dentro de la casa, el ruido va
acompañado de la aparición de unas lenguas de fuego que se sitúan sobre cada
uno de los presentes. Sigue la venida del Espíritu y el don de hablar en
distintas lenguas. ¿Qué dicen? Lo sabremos al final.
Fuera de la casa, el ruido (o la voz
de la comunidad) hace que se congregue una multitud de judíos de todas partes
del mundo. Aunque Lucas no lo dice expresamente, se supone que la comunidad ha
salido de la casa y todos los oyen hablar en su propia lengua. Desde un punto
de vista histórico, la escena es irreal. ¿Cómo puede saber un elamita que un
parto o un medo está escuchando cada uno su idioma? Pero la escena simboliza
una realidad histórica: el evangelio se ha extendido por regiones tan distintas
como Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto,
Libia y Cirene, y sus habitantes han escuchado su proclamación en su propia
lengua. Este “milagro” lo han repetido miles de misioneros a lo largo de
siglos, también con la ayuda del Espíritu. Porque él no viene solo a cohesionar
a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las
maravillas de Dios».
Al llegar el día de pentecostés,
estaban todos los discípulos juntos en el mismo lugar. De repente un ruido del
cielo, como de viento impetuoso, llenó toda la casa donde estaban. Se les
aparecieron como lenguas de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno
de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en
lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse.
Había en Jerusalén judíos piadosos
de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al oír el ruido, la multitud se
reunió y se quedó estupefacta, porque cada uno los oía hablar en su propia
lengua. Fuera de sí todos por aquella maravilla, decían: «¿No son galileos
todos los que hablan? Pues, ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra lengua
materna? Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, el Ponto y el Asia, Frigia y Panfilia,
Egipto y las regiones de Libia y de Cirene, forasteros romanos, judíos y
prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras lenguas las grandezas
de Dios».
La versión de Juan 20, 19-23
Muy distinta es la versión que
ofrece el cuarto evangelio. En
este breve pasaje podemos distinguir cuatro momentos: el saludo, la
confirmación de que es Jesús quien se aparece, el envío y el don del Espíritu.
El saludo es el habitual entre los judíos:
“La paz esté con vosotros”. Pero en este caso no se trata de pura fórmula,
porque los discípulos, muertos de miedo a los judíos, están muy necesitados de
paz.
Ese paz se la concede la presencia de
Jesús, algo que parece imposible, porque las puertas están cerradas. Al
mostrarles las manos y los pies, confirma que es realmente él. Los signos del
sufrimiento y la muerte, los pies y manos atravesados por los clavos, se
convierten en signo de salvación, y los discípulos se llenan de alegría.
Todo podría haber terminado aquí, con la
paz y la alegría que sustituyen al miedo. Sin embargo, en los relatos de
apariciones nunca falta un elemento esencial: la misión. Una misión que culmina
el plan de Dios: el Padre envió a Jesús, Jesús envía a los apóstoles. [Dada la
escasez actual de vocaciones sacerdotales y religiosas, no es mal momento para
recordar otro pasaje de Juan, donde Jesús dice: “Rogad al Señor de la mies
que envíe operarios a su mies”].
El final lo constituye una acción
sorprendente: Jesús sopla sobre los discípulos. No dice el evangelistas si lo
hace sobre todos en conjunto o lo hace uno a uno. Ese detalle carece de
importancia. Lo importante es el simbolismo. En hebreo, la palabra ruaj puede significar “viento” y
“espíritu”. Jesús, al soplar (que recuerda al viento) infunde el Espíritu
Santo. Este don está estrechamente vinculado con la misión que acaban de
encomendarles. A lo largo de su actividad, los apóstoles entrarán en contacto
con numerosas personas; entre las que deseen hacerse cristianas habrá que
distinguir entre quiénes pueden aceptadas en la comunidad (perdonándoles los
pecados) y quiénes no, al menos temporalmente (reteniéndoles los pecados).
En la tarde de aquel día, el primero de la semana, y
estando los discípulos con las puertas cerradas por miedo a los judíos, llegó
Jesús, se puso en medio y les dijo: «¡La paz esté con vosotros!».
Y les
enseñó las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al
Señor.
Él repitió:
«¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a
vosotros».
Después
sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis
los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos».
Reflexión final
Los textos dejan clara la
importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia.
El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el
misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia
fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla. Hoy
es buen momento para pensar en lo que hemos recibido del Espíritu y lo que
podemos pedirle que más necesitemos.
El don de lenguas
«Y
empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía
expresarse». El primer problema consiste en saber si se trata de lenguas habladas
en otras partes del mundo, o de lenguas extrañas, misteriosas, que nadie
conoce. En este relato es claro que se trata de lenguas habladas en otros
sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su
lengua nativa». Pero esta interpretación no es válida para los casos posteriores del
centurión Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque algunos autores se
niegan a distinguir dos fenómenos, parece que nos encontramos ante dos hechos
distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas extrañas» (lo que
Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»).
El primero es fácil de
racionalizar. Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema
que tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas
desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil,
sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que
parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del
Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho
esfuerzo.
El segundo fenómeno es más
complejo. Lo conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios.
En aquella comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos
tenían este don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este
fenómeno podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la
hora de hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a
sonidos extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los
sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace
falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que
este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación
con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje
ininteligible que es interpretado por el “profeta”).
Sin embargo, no es claro que
esta interpretación tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos
grupos carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un
observador imparcial me comunica que lo interpretan como pura emisión de
sonidos extraños, sin ningún contenido. Esto se presta a convertirse en un
auténtico galimatías, como indica Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los
presentes, y si viene algún no creyente, pensará que todos están locos.
[1] Es lo que sugiere el texto litúrgico, que traduce ruido en los
dos casos. El texto griego usa dos palabras distintas: “ruido” (h=coj) y “voz” (fwnh,). Cabe pensar que el ruido
del viento se escucha solo en la casa, y lo que hace que la gente se reúna es
la voz de la comunidad cristiana que alaba a Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario