Giotto, Visita de María a Isabel
Cuando falta poco para estas
fiestas, las lecturas nos ofrecen tres ejemplos excelentes para vivir su sentido
y un mensaje de esperanza.
El ejemplo de Isabel:
alabanza, asombro, alegría (Lucas 1,39-45)
En aquellos días, María se puso de camino y fue a
prisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a
Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su
vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito:
"¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién
soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis
oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído,
porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá."
Aunque en el relato del evangelio
la iniciativa es de María, poniéndose en camino hacia un pueblecito de Judá,
los verdaderos protagonistas son Isabel, la única que habla, y Juan, el hijo que
lleva en su seno. Es este el primero en reaccionar, antes que su madre. En
cuanto oye el saludo de María (Lucas no cuenta qué palabras usó para saludar)
da un salto en el seno de Isabel. Esta, llena de Espíritu Santo, expresa los
sentimientos que debe tener cualquier cristiano ante la presencia de Jesús y
María.
Alabanza (“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu
vientre!”). El Antiguo Testamento recoge la alabanza de algunas mujeres, pero
por motivos muy distintos. Yael es proclamada “bendita entre las mujeres” por
haber asesinado a Sísara, general de los enemigos; Rut, por haber elegido a
Booz, a pesar de no ser joven; Abigail, por haber impedido a David que se
tomara la justicia por su mano; Judit, por haber matado a Holofernes y liberado
a Israel; Sara, la esposa de Tobit, por haber abandonado a sus padres para
venir a vivir con la familia de Tobías. ¿Qué ha hecho María para que Isabel la
bendiga? El relato de la anunciación lo deja claro: ha aceptado el plan de Dios
(“he aquí la esclava del Señor”) y eso la ha convertido en madre de Jesús o,
como dirá Isabel, en “la madre de mi Señor”. Motivo más que suficiente de
alabanza.
Asombro (“¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”). La
forma de expresarse Isabel, tan personal, recuerda lo que escribió san Pablo a
los Gálatas a propósito de la muerte de Jesús: “Me amó y se entregó a la
muerte por mí”. Se deja en segundo plano el valor universal de la
encarnación y de la muerte para destacar lo que significan para mí. La
Navidad, celebrada año tras año durante siglos, corre el peligro de convertirse
en algo normal. No nos asombramos de esta venida de Jesús a mí, como si
fuera la cosa más lógica del mundo. Buen momento para detenernos y
asombrarnos.
Alegría (“la criatura saltó de gozo en mi vientre”). Lucas termina por
donde empezó: hablando de la reacción de Juan. Pero ahora añade que el salto en
el vientre de su madre lo provocó la alegría de escuchar el saludo. Los
domingos anteriores han insistido en el tema de estar siempre alegres. Lo
específico de este evangelio es que la alegría la provoca la presencia de María
y de Jesús.
Estos tres sentimientos los
inspira, según Lucas, el Espíritu Santo; ya que generalmente no lo tenemos tan
presente como debiéramos, es este un buen momento para pedirle que los infunda
también en nosotros.
El ejemplo de María: fe
Las palabras de Isabel, que
comienzan con una alabanza de María y de Jesús, terminan con otra alabanza de
María: “¡Dichosa tú que has creído!” Y esto debe hacernos pensar en la grandeza
del misterio que celebramos. No es algo que se pueda entender con argumentos
filosóficos ni demostrar científicamente. Es un misterio que exige fe. Para
muchos, como decía el cardenal Newman, la fe es “la capacidad de soportar
dudas”. Para María es fuente de felicidad. Lo será siempre, a pesar de las
terribles pruebas por las que debió pasar. En ese camino misterioso de la fe, ella
se nos ofrece como modelo.
El ejemplo de Jesús:
cumplir la voluntad de Dios (Hebreos 10,5-10)
Hermanos: Cuando Cristo entró en el mundo dijo:
"Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo;
no aceptas holocaustos ni victimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está
escrito en el libro: 'Aquí estoy yo para hacer tu voluntad." Primero dice:
"No quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas
expiatorias", que se ofrecen según la Ley. Después añade: "Aquí estoy
yo para hacer tu voluntad." Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y
conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo
de Jesucristo, hecha una vez para siempre.
En la mentalidad del pueblo, y de
gran parte del clero de Israel, lo más importante en la relación con Dios era
ofrecerle sacrificios de animales y ofrendas. En el fondo latía la idea de que
Dios necesita alimentarse como los hombres. Los profetas, y también algunos
salmistas, llevaron a cabo una dura crítica a esta mentalidad: lo que Dios
quiere no es que le ofrezcan un buey o un cordero, sino que se cumpla su
voluntad. Esta idea la recoge el autor de la Carta a los Hebreos y la pone en
boca de Jesús (“Aquí estoy para hacer tu voluntad”), completándola con otra
idea: los sacrificios de animales no tenían gran valor, había que repetirlos continuamente.
En cambio, cuando Jesús se ofrece a sí mismo, su sacrificio es de tal valor que
no necesita repetirse. Los sacrificios de animales pretendían establecer la
relación con Dios, sin conseguirlo plenamente. El sacrificio de Jesús establece
esa relación plena al santificarnos.
Al
mismo tiempo, el ejemplo de Jesús nos enseña a poner el cumplimiento de la
voluntad de Dios por encima de todo, de acuerdo con lo que repetimos a menudo:
“Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.
Un anuncio (Miqueas
5,1-4)
Así dice el Señor: "Pero tú, Belén de Efrata,
pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es
desde lo antiguo, de tiempo inmemorial. Los entrega hasta el tiempo en que la
madre dé a luz, y el resto de sus hermanos retornará a los hijos de Israel. En
pie, pastorea con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor, su
Dios. Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la
tierra, y éste será nuestra paz.
Este breve oráculo del libro de
Miqueas es famoso porque lo cita el evangelio de Mateo cuando los magos de
Oriente preguntan dónde debía nacer el Mesías. El texto se dirige a personas
que han vivido la terrible experiencia de la derrota a manos de los babilonios,
el incendio de Jerusalén y del templo, la deportación, la desaparición de la
dinastía davídica. La culpa, pensaban muchos, había sido de los reyes, los
pastores, que no se habían comportado dignamente y habían llevado a cabo una
política funesta. En medio del desánimo y el escepticismo, el profeta anuncia
la aparición de un nuevo jefe, maravilloso, que extenderá su grandeza hasta los
confines del mundo y procurará la paz y la tranquilidad a su pueblo. Pero no
será como los monarcas anteriores, será un nuevo David. Por eso no nacerá en
Jerusalén, sino en Belén.
Resumen
Lo que relaciona las lecturas de
este domingo es la misión de Jesús y los frutos que produce. La de Miqueas
anuncia que su misión consistirá en ser jefe (pastor) de Israel, procurándole
al pueblo la tranquilidad y la paz. En la Carta a los Hebreos, su misión es
cumplir la voluntad del Padre; gracias a eso ha restaurado nuestra relación con
Dios, nos ha santificado. En el evangelio, la misión no la lleva a cabo Jesús,
sino María; su simple presencia provoca una reacción de alabanza, asombro y
alegría en Isabel y Juan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario