El domingo 1º
de Cuaresma se dedica siempre a las tentaciones de Jesús, y el 2º a la
transfiguración. El motivo es fácil de entender: la Cuaresma es etapa de
preparación a la Pascua; no sólo a la Semana Santa, entendida como recuerdo de
la pasión y muerte de Jesús, sino también a su resurrección. Este episodio, que
anticipa su triunfo final, nos ayuda a enfocar adecuadamente estas semanas.
La primera lectura recuerda otro
episodio clave de la historia de la salvación: el sacrificio de Abrahán, en el
que siempre se vio prefigurada la muerte de Jesús. La segunda lectura saca las
consecuencias de esta entrega: si Dios no se reservó a su propio Hijo, ¿cómo no
nos dará todo con él?
̶ ¡Abrahán!
Él respondió:
̶ Aquí estoy.
Dios dijo:
̶ Toma a tu
hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria y ofrécemelo allí
en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré.
Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios,
Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña. Entonces Abrahán alargó la mano
y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Pero el ángel del Señor le gritó
desde el cielo:
̶ ¡Abrahán! Abrahán!
Él contestó:
̶ Aquí estoy.
El ángel le ordenó:
̶ No alargues
la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios,
porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo.
Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por
los cuernos en la maleza. Se acercó, tomó el carnero y lo ofreció en holocausto
en lugar de su hijo.
El ángel del Señor llamó a Abrahán por segunda vez
desde el cielo y le dijo:
̶ Juro por mí
mismo, oráculo del Señor, por haber hecho esto, por no haberte reservado tu
hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus
descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus
descendientes conquistarán las puertas de sus enemigos. Todas las naciones de
la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz.
La práctica de
los sacrificios humanos estaba muy extendida en los más diversos pueblos y
culturas, desde Escandinavia al Japón. Pero el Antiguo Testamento nos informa
también de algo más terrible: el sacrificio del primogénito. En casos de
extrema necesidad, el rey, o el jefe militar, ofrecía en sacrificio a los
dioses lo más valioso que poseía: el hijo o la hija primogénito. No sabemos si
esta práctica estaba difundida también a nivel privado. Si lo que dice el
profeta Jeremías no es exageración, cabe pensar que sí.
En esa
práctica, desde la óptica de aquellos siglos, hay algo muy valioso: se reconoce
el derecho de Dios a lo más querido para cualquier persona. Pero en Israel
intuyeron pronto que Dios no quiere esa forma de piedad. Había que compaginar
dos cosas aparentemente contradictorias: Dios tiene derecho a la vida del
primogénito, pero no quiere ejercer ese derecho.
El relato del sacrificio de Abrahán cumple perfectamente este objetivo: el patriarca reconoce el derecho de Dios, pero Dios no quiere que lo ponga en práctica. Cuando se conocen las circunstancias históricas y culturales, el relato no escandaliza, sino que alegra.
Segundo escándalo: el sacrificio de Jesús (Romanos 8, 31b-34)
Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, todavía, resucitó y está a la derecha de Dios, y que además intercede por nosotros?
Más difícil de
explicar es este segundo escándalo. Porque nadie comprende que Dios sacrifique
a su hijo para salvar a gente como nosotros. Lo curioso es que los primeros
autores cristianos (los evangelistas y los apóstoles en sus cartas) nunca se
escandalizaban de este hecho. Se admiraban, pero no se escandalizaban. Por un
motivo muy sencillo: no se quedaban en la muerte de Jesús, todo lo pensaban a
partir de la resurrección. La historia había terminado maravillosamente bien. Y
eso les capacitaba para ver de forma positiva incluso los aspectos más
escandalosos. Las palabras de Pablo en esta lectura no pueden ser más duras:
Dios «no perdonó a su propio Hijo». Sin embargo, Pablo no deduce de ahí que
Dios es cruel, sino que está dispuesto a darnos todo con él.
Ya que la idea
del juicio final se ha utilizado a menudo para angustiar a la gente, conviene
advertir cómo lo enfoca Pablo. El fiscal es Dios; pero no el Dios justiciero,
sino un fiscal que se pone de parte de los culpables. Y el juez es Jesús, que
ha muerto y sigue intercediendo por nosotros. Es el caso más escandaloso de
corrupción de la justicia. Afortunadamente para nosotros.
La mejor forma de ser agradecidos con este fiscal y este juez es vivir de acuerdo con sus palabras en el evangelio: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo».
La anticipación del triunfo de Jesús: la Transfiguración (Marcos 9,2-10)
Jesús ha anunciado que debe padecer mucho, ser rechazado, morir y resucitar. Pedro, que no quiere oír hablar de sufrimiento y muerte, lo lleva aparte y lo reprende, provocando la respuesta airada de Jesús: «Retírate, Satanás». Luego llama a toda la gente junto con los discípulos, y les dice algo más duro todavía: no solo él sufrirá y morirá; los que quieran seguirle también tendrán que negarse a sí mismos y cargar con la cruz. Pero tendrán su recompensa cuando él vuelva triunfante. Y añade: «Algunos de los aquí presentes no morirán antes de ver llegar el reinado de Dios con poder». ¿Se cumplirá esa extraña promesa? ¿Hay que hacerle caso a uno que pone condiciones tan duras para seguirle? Seis días después tiene lugar este extraño episodio.
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a
Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se
transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador,
como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con
Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:
-Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a
hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó
una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: «Éste es mi Hijo, el amado;
escuchadlo».
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de «resucitar de entre los muertos.
El relato
podemos dividirlo en tres partes: la subida a la montaña, la visión, la bajada.
Desde el punto de vista literario es una teofanía, una manifestación de Dios,
y Marcos utiliza los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo
Testamento para describirla. Por eso,
antes de analizar cada una de las partes, recordaré brevemente algunos datos de
la famosa teofanía del Sinaí, cuando Dios se revela a Moisés.
En primer lugar, Dios no se manifiesta en un espacio cualquiera, sino en un sitio especial, la montaña, que por su altura se concibe como la morada de Dios. A esa montaña no tiene acceso todo el pueblo, sino solo Moisés, al que a veces puede acompañar su hermano Aarón (Ex 19,24), o Aarón, Nadab y Abihú junto con los setenta dirigentes de Israel (Ex 24,1). La presencia de Dios se expresa mediante la imagen de una nube espesa, desde la que Dios habla (Ex 19,9). Es también frecuente que se mencione en este contexto el fuego, el humo y el temblor de la montaña, como símbolos de la gloria y el poder de Dios que se acerca a la tierra. Estos elementos, sobre los que volveremos al comentar el relato, demuestran que los evangelistas no pretenden ofrecer un informe objetivo, «histórico», de lo ocurrido, sino crear un clima semejante al de las teofanías del Antiguo Testamento.
La subida a la montaña
Es significativo el hecho de que Jesús solo elige a tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan. La exclusión de los otros nueve no debemos interpretarla solo como un privilegio; la idea principal es que va a ocurrir algo tan importante que no puede ser presenciado por todos. Por otra parte, se dice que subieron «a un monte alto». Mc usa el frecuente simbolismo de la montaña como morada o lugar de revelación de Dios. Entre los antiguos cananeos, el monte Safón era la morada del panteón divino. Para los griegos se trataba del Olimpo. Para los israelitas, el monte sagrado era el Sinaí. También el Carmelo tuvo un prestigio especial entre ellos, igual que el monte Sión en Jerusalén.
La visión
En la visión
hay cuatro elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud.
1) La
transformación de las vestiduras de Jesús, que se vuelven «de un blanco
deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo». Mc
parece sugerir que del interior de Jesús brota una luz deslumbradora que
transforma sus vestidos. Esa luz simboliza la gloria de Jesús, que los
discípulos no habían percibido hasta ahora de forma tan sorprendente.
2) Elías y
Moisés. Curiosamente, el primer plano lo ocupa Elías, considerado en el judaísmo
el precursor del Mesías (Eclesiástico 48,10); el puesto secundario que ocupa
Moisés resulta difícil de explicar. Moisés es el gran mediador entre Dios y su
pueblo, el profeta con el que Dios hablaba cara a cara. Sin Moisés, humanamente
hablando, no habría existido el pueblo de Israel ni su religión. Elías es el
profeta que salva a esa religión en su mayor momento de crisis, hacia el siglo
IX a.C., cuando está a punto de sucumbir por el influjo de la religión cananea.
Sin él, habría caído por tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos
concedían especial importancia a estos dos personajes. El hecho de que se
aparezcan ahora a los discípulos (no a Jesús), es una manera de confirmarles
la importancia del personaje al que están siguiendo. No es un hereje ni un
loco, no está destruyendo la labor religiosa de los siglos pasados, se
encuentra en la línea de los antiguos profetas, llevando su obra a plenitud.
3) En este
contexto, las palabras de Pedro proponiendo hacer tres tiendas suenan a simple
despropósito. Mc lo justifica aduciendo que estaban espantados y no sabía lo
que decía. Generalmente nos fijamos en las tres tiendas. Pero esto es simple
consecuencia de lo anterior: «qué bien se está aquí». Pedro no quiere que
Jesús sufra. Mejor quedarse en lo alto del monte con Jesús, Moisés y Elías que
tener que seguirle con la cruz.
4) La nube y la voz. Como en el Sinaí, Dios se manifiesta en la nube y habla desde ella. Sus primeras palabras repiten exactamente las que se escucharon en el momento del bautismo de Jesús, cuando Dios lo presentaba como su siervo. Pero aquí se añade un imperativo: «¡Escuchadlo!». La orden se relaciona con las anteriores palabras de Jesús, que han provocado tanto escándalo en Pedro, y con la dura alternativa entre vida y muerte que ha planteado a sus discípulos. Ese mensaje no puede ser eludido ni trivializado. «¡Escuchadlo!»
Este episodio
está contado como experiencia positiva para los apóstoles y para todos
nosotros. Después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de
las duras condiciones que impone a sus seguidores, tienen tres experiencias
complementarias: 1) ven a Jesús transfigurado de forma gloriosa; 2) se les
aparecen Moisés y Elías; 3) escuchan la voz del cielo.
Lo cual supone una enseñanza creciente: 1) al ver transformados sus vestidos tienen la experiencia de que su destino final no es el fracaso, sino la gloria; 2) al aparecérseles Moisés y Elías, se confirman en que Jesús es el culmen de la historia religiosa de Israel y de la revelación de Dios; 3) al escuchar la voz del cielo saben que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de Dios.
El descenso de la montaña: necesidad del sufrimiento (vv.9-13).
Dos hechos se cuentan en este momento. La orden
de Jesús de que no hablen de la visión hasta que él resucite (v.9-10) y la
pregunta de los discípulos sobre la vuelta de Elías (vv.11-13).
Lo primero se inserta en la línea de la
prohibición de decir que él es el Mesías (16,20). No es momento ahora de hablar
del poder y la gloria, suscitando falsas ideas y esperanzas. Después de la
resurrección, cuando para creer en Cristo sea preciso aceptar el escándalo de
su pasión y cruz, se podrá hablar con toda libertad también de su gloria. Es
interesante la indicación de que los discípulos ignoran qué significa resucitar
de los muertos.
El segundo dato, la pregunta sobre Elías, no es
simple anécdota. Según la teología tradicional, basada en un texto de Malaquías
(3,23) y otro del Eclesiástico (48,10), antes de que llegue el Mesías debe
volver el profeta Elías para renovarlo todo. Lo que dicen los escribas
constituye una objeción muy seria para aceptar que Jesús es el Mesías. Si Elías
no ha vuelto, Jesús no puede ser el Mesías. Y si ha vuelto, y ha arreglado
todo, el Mesías no puede sufrir.
Jesús resuelve el problema de un plumazo. Elías
ya ha vuelto, era Juan Bautista, y lo trataron a su antojo. La respuesta de
Jesús demuestra una autoridad asombrosa, porque es totalmente desmitificadora.
Frente a una interpretación mítica de la revelación, Jesús propone una
interpretación realista y simbólica al mismo tiempo.
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