Granos de mostaza
En el evangelio del
domingo pasado vimos cómo se formaba una pequeña comunidad en torno a Jesús: su
familia, sus hermanos, sus hermanas y su madre. Inmediatamente después
introduce Marcos una serie de parábolas contadas por Jesús. Algo que el lector
esperaba desde hace tiempo, porque el evangelista ha insistido en que Jesús
enseñaba, pero no decía qué enseñaba. De ese largo discurso (34 versículos), la
liturgia ha elegido dos parábolas (una que solo se encuentra en Marcos, y la
conocida del grano de mostaza) y el final del discurso.
El campesino y la tierra (1ª parábola)
En aquel tiempo decía
Jesús a las turbas: – El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente
en la tierra. Él duerme de noche, y se levanta de mañana; la semilla germina y
va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella
sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano
está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.
Lo que dice la primera parábola parece
una tontería: que el campesino siembra y luego se olvida de lo que ha sembrado
hasta llegar el momento de la siega; la que trabaja es la tierra, es ella la
que hace crecer los tallos, las espigas y el grano. Eso lo saben todos los
galileos que escuchan a Jesús. ¿Dónde radica la novedad de esta parábola? En
que Jesús compara la actividad del campesino con lo que ocurre en el reino de
Dios. También aquí la semilla termina dando fruto sin que el campesino trabaje,
mientras duerme.
Y
entonces surgen los interrogantes: ¿quién es el campesino? ¿Es Jesús? No parece
lógico, porque el campesino de la parábola no sabe lo que ocurre. ¿Son los
apóstoles y misioneros que anuncian el evangelio, y éste da fruto, aunque ellos
no se den cuenta? ¿Quién es la tierra? ¿Es cada cristiano, en el que la semilla
va dando fruto mientras el que ha sembrado duerme?
La
explicación hay que buscarla en otra línea: la parábola habla del proceso
misterioso por el que crece el reino de Dios, la comunidad cristiana, semejante
al de la simiente que crece sin que el campesino intervenga ni se dé cuenta.
Cuando uno piensa en la forma misteriosa en que la simiente plantada por Jesús
y sus discípulos en una región remota y sin importancia del imperio romano ha
terminado produciendo fruto en todos los países del mundo, el sentido de la
parábola resulta más claro. Es una invitación a confiar en la acción misteriosa
de Dios en la iglesia y en cada uno de nosotros, renunciando a considerarnos
los protagonistas de la historia, y a pensar que todo depende de lo que
hacemos.
Sin
embargo, parece que la parábola resultó demasiado extraña y difícil de
entender, y quizá por eso Mateo y Lucas (por motivos pastorales, como ahora se
dice) no la copiaron.
La mostaza y el cedro (2ª parábola y lectura de Ezequiel)
Dijo también: – ¿Con qué
podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de
mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después
brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los
pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.
La
segunda comparación es más clara y de enorme actualidad, sobre todo en muchos
países occidentales, donde el cristianismo parece andar de capa caída. Jesús
compara a la comunidad cristiana, el reino de Dios en la tierra, con la semilla
de mostaza; algo diminuto, pero que, al cabo del tiempo, se convierte en árbol
y puede acoger a los pájaros del cielo. No hay que desanimarse si la iglesia es
un arbolito pequeño, poco mayor que las hortalizas.
Quien
conoce el Antiguo Testamento, advierte que esta parábola recoge una comparación
de Ezequiel modificándola radicalmente. Este profeta se dirige a los judíos de
su tiempo, desanimados por tantas desgracias políticas, económicas y
religiosas. Para infundirles esperanza, compara al pueblo con un árbol. Pero no
con el modesto arbolito de la mostaza, sino con un majestuoso cedro, del que
Dios arranca un esqueje para plantarlo «en un monte elevado, en la montaña más
alta de Israel».
Esto dice el Señor Dios:
– Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas
arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado; la plantaré
en la montaña más alta de Israel, para que eche brotes y dé fruto y se haga un
cedro noble. Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus
ramas.
Todo es grandioso en Ezequiel; en el evangelio, todo es
modesto. Pero el resultado es el mismo; en ambos árboles pueden anidar los
pájaros. La comparación de Ezequiel recuerda la imagen de una iglesia universal
dominante, grandiosa, respetada y admirada por todos. La de Jesús, una
comunidad modesta, sin grandes pretensiones, pero alegre de poder acoger a
quien la necesite.
En
resumen, las dos parábolas se complementan. La primera habla del crecimiento
misterioso del reino; la segunda advierte que, a pesar de su crecimiento, no
debemos esperar que se convierta en algo grandioso. Pero, aunque sea modesto
como el arbolito de la mostaza, podrá cumplir su misión de acoger a los pájaros
del cielo.
Final
Con muchas parábolas
parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo
exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
El destierro y la patria (2 Corintios 5,6-10)
El tiempo ordinario nos devuelve también a la
problemática realidad de la segunda lectura, sin relación con la primera ni con
el evangelio. Un inciso que dificulta más que ayuda. Eso no significa que no
contenga mensajes importantes.
Hermanos:
Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos, estamos
desterrados, lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe. Y es tal
nuestra confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al
Señor. Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarle.
Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir
premio o castigo por lo que hayamos hecho en esta vida.
Este breve fragmento de la segunda carta a los Corintios
nos permite conocer los sentimientos más íntimos de Pablo. La conversión supuso
para él un cambio radical con respecto a la persona de Jesús. De perseguirlo
pasó a estar tan entusiasmado con él que, por su gusto, preferiría morir para
estar con el Señor. Su situación le recuerda a la de tantos contemporáneos
suyos, que por motivos políticos eran desterrados, lejos de Roma o de otra
ciudad importante. Él también se siente desterrado, lejos del Señor. Y le
gustaría morir, porque sólo con la muerte se puede volver a la verdadera patria
y estar cerca del Señor. (Siglos más tarde santa Teresa diría algo parecido:
«Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero que muero porque no muero».) Pero
Pablo acepta la realidad. En el destierro o en la patria, debemos esforzarnos
por agradar a Dios.
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