El
año litúrgico comienza con el Adviento y la Navidad, celebrando cómo Dios Padre
envía a su Hijo al mundo. En los domingos siguientes recordamos la actividad y
el mensaje de Jesús. Cuando sube al cielo nos envía su Espíritu, que es lo que
celebramos el domingo pasado. Ya tenemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Estamos preparados para celebrar a los tres en una sola fiesta, la de la
Trinidad.
Esta fiesta surge bastante tarde, en 1334, y
fue el Papa Juan XII quien la instituyó. Quizá se pretendía (como ocurrió con
la del Corpus) contrarrestar a grupos heréticos que negaban la divinidad de
Jesús o la del Espíritu Santo. Así se explica que el lenguaje usado en el
Prefacio sea más propio de una clase de teología que de una celebración
litúrgica. En cambio, las lecturas son breves y fáciles de entender,
centrándose en el amor de Dios.
La única definición bíblica de
Dios
La primera lectura, tomada del libro del
Éxodo, ofrece la única definición (mejor, autodefinición) de Dios en el Antiguo
Testamento y rebate la idea de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios
terrible, amenazador, a diferencia del Dios del Nuevo Testamento propuesto por
Jesús, que sería un Dios de amor y bondad. La liturgia, como de costumbre, ha
mutilado el texto. Pero conviene conocerlo entero.
Moisés se encuentra en la cumbre del
monte Sinaí. Poco antes,
le ha pedido a Dios ver su gloria, a lo que el Señor responde: «Yo haré pasar
ante ti toda mi riqueza, y pronunciaré ante ti el nombre de Yahvé» (Ex 33,19). Para
un israelita, el nombre y la persona se identifican. Por eso, «pronunciar el
nombre de Yahvé» equivale a darse a conocer por completo. Es lo que ocurre poco
más tarde, cuando el Señor pasa ante Moisés proclamando:
«Yahvé, Yahvé,
el Dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso y fiel, que conserva la
misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y
pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos,
nietos y bisnietos» (Éxodo 34,6-7).
Así es como Dios se autodefine. Con cinco adjetivos que
subrayan su compasión, clemencia, paciencia, misericordia, fidelidad. Nada de
esto tiene que ver con el Dios del terror y del castigo. Y lo que sigue tira
por tierra ese falso concepto de justicia divina que «premia a los buenos y
castiga a los malos», como si en la balanza divina castigo y perdón estuviesen
perfectamente equilibrados. Es cierto que Dios no tolera el mal. Pero su
capacidad de perdonar es infinitamente superior a la de castigar. Así lo
expresa la imagen de las generaciones. Mientras la misericordia se extiende a
mil, el castigo sólo abarca a cuatro (padres, hijos, nietos, bisnietos). No hay
que interpretar esto en sentido literal, como si Dios castigase arbitrariamente
a los hijos por el pecado de los padres. Lo que subraya el texto es el
contraste entre mil y cuatro, entre la inmensa capacidad de amar y la escasa
capacidad de castigar. Esta idea la recogen otros pasajes del AT:
«Tú,
Señor, Dios compasivo y piadoso,
paciente, misericordioso y fiel»
(Salmo 86,15).
«El Señor es compasivo y clemente,
paciente y misericordioso;
no está siempre acusando ni guarda
rencor perpetuo.
No nos trata como merecen nuestros
pecados
ni nos paga según nuestras
culpas;
como se levanta el cielo sobre la
tierra,
se levanta su bondad sobre sus
fieles;
como dista el oriente del
ocaso,
así aleja de nosotros nuestros
delitos;
como un padres siente cariño por sus
hijos,
siente el Señor cariño por sus
fieles» (Salmo 103, 8-14).
«El Señor es clemente y compasivo,
paciente y misericordioso;
El Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas»
(Salmo 145,8-9).
«Sé que eres un dios compasivo y
clemente,
paciente y misericordioso,
que se arrepiente de las amenazas»
(Jonás 4,2).
El
amor de Dios al mundo
El evangelio
insiste en este tema del amor de Dios llevándolo a sus últimas consecuencias.
No se trata sólo de que Dios perdone o sea comprensivo con nuestras debilidades
y fallos. Su amor es tan grande que nos entrega a su propio hijo para que nos
salvemos y obtengamos la vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su
Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan
vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino
para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no
cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Nuestra
respuesta: el amor mutuo
En
la carta de Pablo a los corintios Dios se convierte en modelo para los
cristianos. La misma unión y acuerdo que existe entre el Padre, el Hijo y el
Espíritu debe darse entre nosotros, teniendo un mismo sentir, viviendo en paz,
animándonos mutuamente, corrigiéndonos en lo necesario, siempre alegres.
Hermanos: Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso ritual. Os saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.
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