¿Cuántas normas hay que cumplir para salvarse?
Hace años se hizo famoso un libro escrito por el jesuita Jorge
Loring, Para salvarte, primera
obra en lengua española que alcanzó un millón de ejemplares en vida de
su autor. Todo empezó con unos breves apuntes para sus catequesis, pero terminaron
convirtiéndose en un enorme volumen de 1084 páginas. Ante tal cúmulo de
páginas, el lector puede sentirse como el antiguo israelita, retratado en el
Deuteronomio, que considera imposible conocer la voluntad de Dios; o como el legista
del evangelio que le pregunta a Jesús qué debe hacer para conseguir la vida
eterna.
La
respuesta del Deuteronomio es clara: no hay que subir al Himalaya ni atravesar
el Atlántico para saber lo que Dios quiere de nosotros. Lo que Dios quiere del
israelita está escrito “en el código de esta ley”, que se limita a los
capítulos 12-26 del Deuteronomio. No se trata de estudiar mucho sino de
convertirse con todo el corazón y toda el alma, y de poner en práctica lo que
allí se dice.
Moisés
habló al pueblo, diciendo:
‒ Escucha la voz del Señor, tu Dios,
guardando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta
ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma.
Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni
inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: “¿Quién de nosotros subirá al
cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?” Ni está más
allá del mar, no vale decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá
y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” El mandamiento está muy cerca de
ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.
Pero al Deuteronomio le ocurrió algo parecido al Para salvarte.
Aunque el texto era intocable, y nadie estaba autorizado a quitar ni añadir
nada, la interpretación de sus normas fue creciendo de forma incontrolable. En
tiempos de Jesús, el judaísmo contaba 613 mandamientos (365 prohibiciones y 248
preceptos) capaces de volver loco a cualquier persona.
Los intentos de sintetizar
Ante este cúmulo de mandamientos, es
lógico que surgiese el deseo de sintetizar, o de saber qué era lo más
importante. A propósito de los famosos rabinos Shammay y Hillel, que vivieron
pocos años antes de Jesús, se cuenta la siguiente anécdota. Una vez llegó un
pagano a Shammay, famoso por su intolerancia, y le dijo: “Me haré prosélito con
la condición de que me enseñes toda la Torá mientras aguanto a pata coja”. Él
lo echó, amenazándolo con una vara de medir que tenía en la mano. Entonces fue
a Hillel, famoso por su tolerancia, que le dijo: “Lo que no te guste, no se lo
hagas a tu prójimo. En esto consiste toda la Ley, lo demás es interpretación”.
También del Rabí Aquiba (+ hacia 135 d.C.) se recuerda un esfuerzo parecido de
sintetizar toda la Ley en una sola frase: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo;
este es un gran principio general en la Torá”.
En los
evangelios hay diversos intentos de simplificar la cuestión con una respuesta
breve y drástica. El más famoso es la Regla de oro, con la que cierra el
evangelio de Mateo el Sermón del Monte: “Tratad a los demás como queréis que os
traten a vosotros. En esto consiste la ley y los profetas” (Mt 7,12). El tema
reaparece en el episodio de hoy, cuando le preguntan a Jesús cuál es el
mandamiento principal. El relato de Lucas introduce cambios muy significativos
en el de Marcos.
El escriba bueno de Marcos
Los
escribas, equivalentes a los doctores de teología actuales, pero con mucho más
poder, autoridad y prestigio, no quedan bien en los evangelios. Generalmente
aparecen junto a los fariseos, como adversarios de Jesús. Menos en este caso de
Marcos, donde un escriba pregunta a Jesús cuál es el mandamiento principal, y
él le responde: amar a Dios y amar al prójimo. La reacción del escriba es
alabar a Jesús, que le devuelve la alabanza.
El legista malintencionado de Lucas
El protagonista
del relato de Lucas no viene con buena intención, pretende poner en un aprieto
a Jesús; y no plantea una cuestión teórica (“¿cuál es el mandamiento
principal?”) sino muy personal: “¿qué tengo que hacer para heredar la vida
eterna?”.
Jesús no
cae en la trampa. En vez de responder, pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” Y el legista se ve
obligado a reconocer que sabe perfectamente lo que debe hacer: amar a Dios y al
prójimo. Jesús, con cierta ironía, le indica que su problema no consiste en
saber lo que tiene que hacer, sino en hacerlo.
Aquí podría haber terminado todo. Pero el legista, que
tiene la sensación de haber quedado en ridículo, para justificarse plantea una
cuestión filosófico-teológica: “¿Y quién es mi prójimo?” Afortunadamente, Jesús
no era alemán. No le da una conferencia de Antropología ni le escribe un Manual
de quinientas páginas intentando aclarar esa intrincada cuestión. Se limita a contar
la parábola del buen samaritano, que ofrece dos modelos de conducta: la del
sacerdote y el levita, que ante el pobre hombre asaltado y malherido por los
bandidos dan un rodeo y pasan de largo, y la del samaritano que siente lástima,
se acerca, echa aceite y vino en las heridas, las venda, lo monta en su
cabalgadura, lo lleva a una posada, lo cuida y paga su estancia. Son siete
acciones, basadas todas ellas en el sentimiento inicial de lástima.
Al legista
podría resultarle ofensivo que le cuenten un cuento. Pero Jesús no le da tiempo
a protestar, pasa directamente al ataque, obligándole a reconocer que lo
importante es comportarse como prójimo. Para terminar diciéndole: “Anda, haz tú lo mismo”. Lo
importante no es discutir sino actuar.
La mala idea de la parábola
A muchos les gustaría
limitar la parábola al ejemplo del samaritano y dejarnos con buen sabor de boca.
Pero Lucas, del que siempre alabamos su bondad, resulta en este caso muy
hiriente. No le basta un protagonista, necesita tres. Y los elige con toda la
intención: un sacerdote, un levita, un samaritano.
El
sacerdote y el levita, los personajes especialmente consagrados a Dios, hacen
exactamente lo mismo: dan un rodeo y siguen su camino. ¿Por qué actúan de este
modo? ¿Porque son malos y egoístas? No. Porque si el herido no está herido,
sino muerto, basta tocarlo para quedar impuro.
La ley
es tajante: “El sacerdote no se contaminará con el cadáver de un pariente, a no
ser de pariente próximo: madre, padre, hijo, hija, hermano o de su propia
hermana soltera, no dada en matrimonio. Queda profanado” (Levítico 21,2-4). Si
no pueden contaminarse con un pariente, mucho menos con un desconocido al borde
de la carretera.
Y lo que
se deduce es trágico: es la ley de Dios la que impide practicar la misericordia
y comportarse como prójimo del herido.
Lucas
podría haber buscado como tercer protagonista a un cura progre o a un diácono
permanente sin obsesión por la ley. Elige al menos indicado: un samaritano. El
personaje más odioso y despreciable para un judío, miembro de un pueblo que,
según el libro de los Reyes, “no veneran al Señor ni proceden según sus mandatos
y preceptos”. Irónicamente, un representante de este pueblo que no
venera al Señor ni procede según sus mandatos y preceptos es quien actúa con
misericordia y se comporta como prójimo.
En
aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para
ponerlo a prueba:
‒ Maestro, ¿qué tengo que hacer para
heredar la vida eterna?
Él le dijo:
‒ ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué
lees en ella?
Él contestó:
‒ «Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y
al prójimo como a ti mismo.»
Él le dijo:
‒ Bien dicho. Haz esto y tendrás la
vida.
El
maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús:
‒ ¿Y quién es mi prójimo?
Jesús
dijo:
‒ Un hombre bajaba de Jerusalén a
Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos
y se marcharon, dejándolo medio muerto.
Por casualidad, un sacerdote
bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo.
Lo mismo hizo un levita que
llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.
Pero un samaritano que iba de
viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo,
le dio lástima,
se le acercó,
le vendó las heridas,
echándoles aceite y vino,
y, montándolo en su propia
cabalgadura,
lo llevó a una posada
y lo cuidó.
Al día siguiente, sacó dos
denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:
‒ Cuida de él, y lo que gastes de
más yo te lo pagaré a la vuelta.
¿Cuál
de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los
bandidos?
Él contestó:
‒ El que practicó la misericordia
con él.
Díjole Jesús:
‒ Anda, haz tú lo mismo.
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