En la Fiesta de Todos los
Santos, la lectura del evangelio recoge las bienaventuranzas. Es una forma de
indicarnos el camino que llevó a tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia
a la santidad. Resulta imposible comentar cada una de ellas en poco espacio. Me
limito a indicar algunos detalles fundamentales para entenderlas.
Las bienaventuranzas
no son una carrera de obstáculos
Muchos cristianos conciben las bienaventuranzas
como una carrera de obstáculos, hasta que conseguimos llegar a la meta del
Reino de Dios. Y la carrera se hace difícil,
tropezamos continuamente, nos sentimos tentados a abandonar cuando vemos tantas vallas derribadas. «No soy pobre material ni espiritualmente; no soy
sufrido, soy violento; no soy misericordioso; no trabajo por la paz… No hace
falta que un juez me descalifique, me descalifico yo mismo.» Las
bienaventuranzas se convierten en lo que no son: un código de conducta.
Las bienaventuranzas
son ocho puertas para entrar en el Reino de Dios
El arquitecto de la basílica
de las bienaventuranzas la concibió con ocho grandes ventanas que permiten ver
el hermoso paisaje del lago de Galilea. Prefiero concebir las
bienaventuranzas no como ocho ventanas, sino como ocho puertas que permiten
entrar al palacio del Reino de Dios. Para entenderlas rectamente
hay que advertir donde las sitúa Mateo: al comienzo del primer gran discurso de
Jesús, el Sermón del Monte, en el que expone su programa e indica la actitud
que debe distinguir a un cristiano de un escriba, de un fariseo y de un pagano.
A diferencia de los políticos, capaces de mentir con tal
de ganarse a los votantes, Jesús dice claramente desde el principio que su
programa no va a agradar a todos. Los interesados en seguirlo, en formar parte
de la comunidad cristiana (eso significa aquí el «Reino de los cielos»), son las
personas que menos podríamos imaginar: las que se sienten pobres ante Dios,
como el publicano de la parábola; los partidarios de la no violencia en medio
de un mundo violento, capaces de morir perdonando al que los crucifica; los que
lloran por cualquier tipo de desgracia propia o ajena; los que tienen hambre y
sed de cumplir la voluntad de Dios, como Jesús, que decía que su alimento era
cumplir la voluntad del Padre; los misericordiosos, los que se compadecen ante
el sufrimiento ajeno, en vez de cerrar sus entrañas al que sufre; los limpios
de corazón, que no se dejan manchar con los ídolos de la riqueza, el poder, el
prestigio, la ambición; los que trabajan por la paz; los perseguidos por querer
ser fieles a Dios.
Pero las bienaventuranzas son ocho puertas distintas, no
hay que entrar por todas ellas. Cada cual puede elegir la que mejor le vaya con
su forma de ser y sus circunstancias.
Evitar dos errores
En conclusión, las bienaventuranzas no dicen: «Sufre,
para poder entrar en el Reino de Dios». Lo que dicen es: «Si sufres, no pienses
que tu sufrimiento es absurdo; te permite entender el evangelio y seguir a
Jesús».
No dicen: «Procura que te desposean de tus bienes para
actuar de forma no violenta». Dicen: «Si respondes a la violencia con la no
violencia, no pienses que eres estúpido, considérate dichoso porque actúas
igual que Jesús».
No dicen: «Procura que te persigan por ser fiel a Dios».
Dicen: «Si te persiguen por ser fiel a Dios, dichoso tú, porque estás dentro
del Reino de Dios».
Pero, al tratarse de los valores que estima Jesús, las
bienaventuranzas se convierten también en un modelo de vida que debemos
esforzarnos por imitar. Después de lo que dice Jesús, no podemos permanecer
indiferentes ante actitudes como la de prestar ayuda, no violencia, trabajo por
la paz, lucha por la justicia, etc. El cristiano debe fomentar esa conducta. Y
el resto del Sermón del Monte le enseñará a hacerlo en distintas
circunstancias.
Las puertas y el
palacio
Finalmente, no olvidemos que estas ocho puertas nos
permiten entrar en el palacio y sentarnos en el auditorio en el que Jesús
expondrá su programa a propósito de la interpretación de la ley religiosa, de
las obras de piedad, del dinero y la providencia, de la actitud con el prójimo…
Este gran discurso es lo que llamamos el Sermón del Monte. Limitarse a las
bienaventuranzas es como comprar la entrada del cine y quedarse en la
calle.