El domingo pasado vimos dos
recursos de Jesús para combatir el legalismo de los escribas: llevar la ley
a sus últimas consecuencias (asesinato, adulterio) y anular la ley en
vigor (divorcio, juramento). El evangelio
de este domingo termina de tratar el tema añadiendo un nuevo recurso: cambiar
la norma por otra nueva. Lo hace hablando de la venganza y de la relación
con el prójimo.
Generosidad
frente a venganza
Habéis oído que se
dijo: "Ojo por ojo, diente por diente." Yo, en cambio, os digo: No
hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla
derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la
túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla,
acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo
rehúyas.
El quinto caso toma como punto de partida la ley del
talión («ojo por ojo, diente por diente»). Esta ley no es tan cruel como a
veces se piensa. Intenta poner freno a la crueldad de Lamec, que anuncia: «Por
un cardenal mataré a un hombre, a un joven por una cicatriz» (Génesis 4,23).
Frente a la idea de la venganza incontrolada (muerte por cicatriz) la ley del
talión pretende que la venganza no vaya más allá de la ofensa (ojo por ojo). De
todos modos, sigue dominando la idea de que es lícito vengarse.
En Las Coéforas de Esquilo se advierte el valor
universal de esta idea. Después del asesinato de su padre, Electra pregunta al
Coro qué debe pedir, y éste le responde:
− Que un dios o un
mortal venga sobre ellos...
− ¿Cómo juez o como
vengador?
− Di simplemente,
“alguien que devuelva muerte por muerte”.
− Pero, ¿crees tú que los
dioses encontrarán santo y justo mi ruego?
− ¿Acaso no es santo y justo
devolver a un enemigo mal por mal?
Jesús no acepta esta actitud en sus discípulos. No sólo
no deben enfrentarse al que lo ofende, sino que deben adoptar siempre una
postura de entrega y generosidad. Para expresarlo, recurre a cinco casos
concretos. ¿Cómo debes comportarte con quien te abofetea, te pone pleito para
quitarte la túnica, te fuerza a caminar una milla (quizá se refiera a los
soldados romanos, que podían obligar a los judíos a llevarles su impedimenta
esa distancia), te pide, o te pide prestado? Basta hacerse cada una de estas
preguntas, pensando cómo responderíamos nosotros, para advertir la enorme
diferencia con las respuestas de Jesús.
De todos modos, lo que dice no debemos interpretarlo al
pie de letra, porque terminaría amargándonos la existencia. El mismo Jesús,
cuando lo abofetearon, no puso la otra mejilla; preguntó por qué lo hacían. Lo
importante es analizar nuestra actitud global ante el prójimo, si nos movemos
en un espíritu de venganza, de rencor, de regatear al máximo nuestra ayuda, o
si actuamos con generosidad y entrega.
Amor al enemigo
Habéis oído que se
dijo: "Amarás a tu prójimo" y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en
cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen.
Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol
sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si
amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los
publicanos? Y, si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de
extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.»
El último caso parte de una ley escrita («amarás a tu
prójimo»: Levítico 19,18) y de una norma no escrita, pero muy practicada
(«odiarás a tu enemigo»).
Es ciertos que el libro del Éxodo contiene dos leyes que
hablan de portarse bien con el enemigo: «Cuando encuentres extraviados el toro o el
asno de tu enemigo, se los llevarás a su dueño. Cuando veas al asno de
tu adversario caído bajo la carga, no pases de largo; préstale ayuda» (Ex 23,4-5). Pero es curioso cómo se cambia esta ley en una etapa
posterior: «Si ves extraviados
al buey o a la oveja de tu hermano, no te desentiendas: se los
devolverás a tu hermano. Si ves el asno o el buey de tu hermano caídos
en el camino, no te desentiendas, ayúdalos a levantarse» (Dt 22,1.4). La obligación no es ahora con el enemigo y el
adversario, sino con el hermano (en sentido amplio). Alguno dirá que, para el
Deuteronomio no hay enemigos, todos son hermanos. Pero es una interpretación
demasiado benévola.
El evangelio es muy realista: los seguidores de Jesús
tienen enemigos. Sus palabras hacen pensar en las persecuciones que sufrían las
primeras comunidades cristianas, odiadas y calumniadas por haberse separado del
pueblo de Israel; y en la que sufren tantas comunidades actuales en África y
Asia. Frente a la rabia y el odio que se puede experimentar en esas ocasiones,
Jesús exhorta a no guardar rencor; más aún, a perdonar y rezar por los
perseguidores.
Lo que pide es tan duro que debe justificarlo. Lo hace
contraponiendo dos ejemplos: el de Dios Padre, el ser más querido para un
israelita, y el de los recaudadores de impuestos y paganos, dos de los grupos
más odiados. ¿A quién de ellos deseamos parecernos? ¿Al Padre que concede sus
bienes (el sol y la lluvia) a todos los seres humanos, prescindiendo de que sean
buenos o malos, de que se porten bien o mal con él? ¿O preferimos parecernos a
quienes sólo aman a los que los aman?
No se trata de elegir lo que uno prefiera. El cristiano
está obligado a «ser bueno del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo».
Primera lectura (Levítico 19, 1-2.17-18)
El Señor habló a
Moisés:
Habla a la
asamblea de los hijos de Israel y diles: "Seréis santos, porque yo, el
Señor, vuestro Dios, soy santo. No odiarás de corazón a tu hermano. Reprenderás
a tu pariente, para que no cargues tú con su pecado. No te vengarás ni
guardarás rencor a tus parientes,
sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor. "
La idea de imitar al Dios bueno y
santo portándonos bien con el prójimo es el tema de la primera lectura. La
formulación es muy interesante, alternando prohibiciones y mandatos. Prohíbe
odiar, manda reprender, prohíbe vengarse, manda amar. De ese modo, prohibiciones y mandatos se
complementan y comentan. No odiar de corazón significa, en la práctica, no
vengarse ni guardar rencor. Reprender es una forma de amar; de hecho, lo más
cómodo y fácil ante los fallos ajenos es callarse y criticarlos por la espalda;
para reprender cristianamente hace falta mucho amor y mucha humildad.
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