‒ Judas, se me han roto
los zapatos. Tienes que darme dinero para comprarme unos nuevos.
‒
¿Cuánto necesitas? ‒ pregunta Judas sin entusiasmo.
‒ He visto unos muy sencillos. Sólo
cuestan seiscientos veinticinco euros.
Judas pega un salto.
‒
¡Seiscientos veinticinco euros! ¿Estás loca, Susana? ¡Estos que llevo puestos
me costaron treinta!
‒
Pues el bolso que hace juego con los zapatos cuesta mil cuatrocientos
cincuenta.
Bartolomé
sonríe contemplando la escena. Susana es la gran bienhechora del grupo, ha
entregado todo su dinero, sin reservarse nada, y ahora está poniendo en un
aprieto a Judas. “Judas no tiene sentido del humor”, piensa Bartolomé. “Se cree
que Susana va en serio”.
‒
A mí no me parecen caros esos zapatos ‒comenta para incordiar‒. Yo creo que
deberías darle el dinero.
‒
No tenemos ni trescientos euros, estúpido.
‒
Entonces no podré alquilar la suite de lujo que cuesta veinte mil euros la
noche.
‒
¿No tenéis cosas más serias de las que hablar? ‒interviene Jesús‒.
‒
Esto es muy serio, maestro. ¿Sabes cómo tira el dinero la gente, el lujo con
que viven algunos?
‒
Claro que lo sé. Basta ver la televisión.
‒
Tú estás muy atrasado, maestro. Tienes que meterte en Internet. Buscar en Google.
Casas de lujo, relojes de lujo, coches de lujo, zapatos de lujo… No te imaginas
la sorpresa que te ibas a llevar.
‒
Sorpresa, no. Indignación. Prefiero no mirar.
‒
Y los cabrones que gastan el dinero de esa forma, ¿se salvarán? ‒pregunta Tomás
con deseo de provocar a Jesús.
‒
Ya deberías saber la respuesta. Os conté una historia sobre ese tema.
‒ Yo
no la recuerdo.
‒ Estarías
fuera, como siempre.
‒
Cuéntala otra vez, maestro ‒pide Pedro‒.
Jesús
se sienta, se concentra un momento y comienza:
‒ Había
un hombre rico que se vestía en los mejores sastres de Nueva York, viajaba en su
avión particular, miraba la hora en un reloj de oro con brillantes, comía en
los restaurantes más lujosos y habitaba en un palacete de cuarenta habitaciones
en medio de un bosque inmenso. ¿Sabéis cuánto gastó un día en una comida en un
restaurante del sur de Francia?
Rebuscó
en la mochila y finalmente consiguió encontrar una factura que enseñó a todos.
‒ Ciento
siete mil quinientos veinticuatro francos. Hice una fotocopia del periódico
porque no me lo podía creer.
‒ Y
eso en euros, ¿cuánto es? ‒ pregunta Judas.
‒ Mas
de dieciséis mil euros, bastante más.
‒ ¡Por
una sola comida!
‒
Cuando iba a la ciudad en su deportivo ‒continuó Jesús‒, el rico pasaba delante
de un mendigo sentado a la entrada de una pobre choza, fabricada con cartones y
cubierta con una chapa de uralita. El mendigo lo miraba con envidia y el rico
apartaba la mirada. El mendigo acudió una vez a la mansión del rico para pedir
algo de comer. Pero encontró la verja cerrada y el guardia de seguridad lo
despidió con malos modos. Al cabo del tiempo murió el mendigo y fue al paraíso.
Poco después, el rico se estrelló con su deportivo a doscientos por hora,
murió, lo enterraron, y fue a parar al infierno. Estando allí, achicharrándose
vivo, levantando los ojos, vio a lo lejos al mendigo, y le grito: “Por favor, tráeme
un vaso de agua, aunque sólo sea un vasito; me muero de sed y me torturan estas
llamas.” Pero el mendigo le contestó: “Lo siento, tío. Recuerda que tú tuviste
de todo en la otra vida mientras yo me moría de hambre. Ahora se han cambiado
las tornas. Además, aunque te parezca que estoy cerca, entre nosotros hay un
abismo que nadie puede cruzar.” El rico guardó silencio un momento y luego
preguntó: “¿Cómo te llamas?” El mendigo le contestó: “Si me hubieras preguntado
mi nombre en la otra vida, también me habrías dado de comer. Pero tú siempre
apartabas la mirada. Por eso estás ahora al otro lado del abismo”.
Menos
Tomás, todos recordaban la historia, que siempre les impresionaba. Fue Susana quien
rompió el encanto.
‒ Cuando
yo enseñaba catequesis, contaba una historia parecida que me habían enseñado
las monjas de pequeña. ¿Os la cuento?
Y
la contó sin esperar permiso de nadie:
- Había
un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente
cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto
de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y
hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el
mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. (El seno de Abrahán
es como el paraíso, explicó Susana, y Abrahán es el que se encarga de
organizarlo todo allí.) Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando
en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abraham,
y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y manda a
Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me
torturan estas llamas.” Pero Abraham le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste
tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo,
mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un
abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia
vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros.
‒ Se
parece mucho, pero a mí me gusta más lo de los aviones y el deportivo ‒opinó
Leví.
‒ Todavía
no he terminado ‒lo cortó Susana‒. Mi historia sigue diciendo que el rico le insistió
a Abrahán: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi
padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que
vengan también ellos a este lugar de tormento.” Abraham le dice: “Tienen a
Moisés y a los profetas; que los escuchen.” El rico contestó: “No, padre
Abraham. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán.” Abraham le dijo: “Si
no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un
muerto.”
Cuando
Susana calló, Bartolomé comentó irónico:
‒ El
problema es que hoy día nadie cree en el infierno. Habría que cambiar la
historia. Por ejemplo, que al mendigo le toque la primitiva y el rico se
arruine.
‒
No seas tonto, Bartolomé ‒lo cortó María‒. Eso sí que no se lo cree nadie.
¿Dónde se basa esta historia?
La
parábola del rico y Lázaro, exclusiva del evangelio de Lucas, se inspira en un
texto del profeta Amós, elegido este domingo como primera lectura. Este profeta
del siglo VIII a.C. vivió una situación muy parecida, en ciertos aspectos, a la
de hoy: gente millonaria, que puede permitirse toda clase de lujos, y gente que
llega a duras penas a fin de mes o incluso pasa hambre.
El
profeta se dirige a la clase alta de las dos capitales, Jerusalén (Sión) y Samaria,
y denuncia su forma de vida: «Os acostáis en lechos de marfil, os
arrellanáis en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo;
canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales;
bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del
desastre de José».
El
lujo se extiende a todos los ámbitos: al mobiliario,
con lechos y divanes de marfil, mientras la inmensa mayoría de la gente duerme
en el suelo; a la comida, a base de carne
de carnero y de ternera, cuando los pobres se contentan con pan y agua, unas
uvas y un poco de queso; a la bebida en
copas refinadas o de gran tamaño (el término hebreo puede interpretarse de
ambos modos); a los perfumes
carísimos, mientras los pobres sólo huelen a sudor.
Y
esta gente que se permite toda clase de lujos “no se duele del desastre de
José”. José no es una persona concreta sino todo el país, conocido entonces
como Casa de José porque sus tribus principales eran Efraín y Manasés, los dos
hijos del patriarca José.
Lo
que dice el profeta es que esa gente que vive con toda clase de lujos no se preocupa
lo más mínimo del sufrimiento de millones de personas que lo pasan mal. Como
castigo, les anuncia la invasión de un ejército extranjero que pondrá fin a sus
orgías y los deportará.
El cambio que introduce la parábola
La
parábola cambia radicalmente el tema del castigo. Mientras Amós piensa que
ocurrirá en esta vida, mediante la invasión de los asirios, Jesús lo desplaza a
la otra vida. Él no se hace ilusiones; en esta vida, el rico seguirá disfrutando,
y el pobre pasando hambre. Este cambio radical en el punto de vista ayuda a
entender otras afirmaciones del evangelio de Lucas.
En
el Magnificat, María pronuncia unas palabras que, aplicadas a nuestro mundo,
resultan estúpidas o de un cinismo blasfemo cuando dice que Dios “a los
hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”. A la luz
de la parábola del rico y Lázaro queda claro cuándo tendrá lugar esa revolución.
Lo
mismo afirma el comienzo del Discurso en la llanura (equivalente en Lucas al
Sermón del monte de Mateo), que contrasta la situación presente (ahora)
con la futura. “Dichosos los pobres, porque el reinado de Dios les
pertenece. Dichosos los que ahora pasáis hambre, porque seréis saciados.
Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis… Pero, ¡ay de vosotros,
los ricos!, porque ya recibís vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora
estáis saciados!, porque pasaréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!,
porque lloraréis y haréis duelo” (Lc 6,20-25).
El rico no era un criminal
Lo que más debe
intranquilizarnos (porque la parábola pretende sacudir la conciencia) es que el
rico no es un explotador ni un criminal, no se dice que pagara un salario de
miseria a sus obreros ni que se hubiera enriquecido con el narcotráfico. Lo que
denuncia la parábola es su forma exquisita de vestir (púrpura y lino) y de comer (banqueteaba espléndidamente todos los días),
sin fijarse en el pobre que está tendido a su puerta. Es la injusticia indirecta
causada por el egoísmo.
¿Dos textos trasnochados?
Tanto
Amós como Jesús viven en una sociedad muy distinta de la nuestra (al menos de
la del Primer Mundo). Entonces no existía la clase media. La riqueza se
acumulaba en pocas manos, mientras la mayor parte del pueblo vivía en
circunstancias muy duras. Aplicar la parábola a los multimillonarios de hoy día,
jeques árabes, grandes industriales, artistas de cine, deportistas de élite… supondría
dejar con la conciencia tranquila a los millones de personas que vivimos en
circunstancias infinitamente mejores que la inmensa mayoría de la población
mundial. Si ahora mismo resulta difícil resistir su mirada, mucho más difícil será
cuando nos mire Dios.
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