No se trata de una fiesta muy antigua, la instituyó Pío XI. Para comprender
por qué lo hizo hay que recordar la fecha de la institución: 1925. La
Primera Guerra Mundial ha terminado hace siete años. Alemania, Francia, Italia,
Rusia, Inglaterra, Austria, incluso los Estados Unidos, han tenido millones de
muertos. La crisis económica y social posterior fue tan dura que provocó la caída
del zar y la instauración del régimen comunista en Rusia en 1917; la aparición
del fascismo en Italia, con la marcha sobre Roma de Mussolini en 1922, y la del
nazismo, con el Putsch de Hitler en 1923. Mientras en los Estados Unidos se
vive una época de euforia económica, que llevará a la catástrofe de 1929, en
Europa la situación de paro, hambre y tensiones sociales es terrible.
Ante
esta situación, Pío XI no hace un simple análisis socio-político-económico. Se
remonta a un nivel más alto, y piensa que la causa de todos los males, de la
guerra y de todo lo que siguió, fue el “haber alejado a Cristo y su ley de la
propia vida, de la familia y de la sociedad”; y que “no podría haber esperanza
de paz duradera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones
negasen y rechazasen el imperio de Cristo Salvador”. Por eso, piensa que lo
mejor que él puede hacer como Pontífice para renovar y reforzar la paz es
“restaurar el Reino de Nuestro Señor”. Las palabras entre comillas las he
tomado del comienzo de la encíclica Quas primas, con la que instituye la
fiesta.
La
posible objeción es evidente: ¿se pueden resolver tantos problemas con la
simple instauración de una fiesta en honor de Cristo Rey?, ¿conseguirá una
fiesta cambiar los corazones de la gente? Los cien años que han pasado desde
entonces demuestran que no.
Por
eso, en 1970 se cambió el sentido de la fiesta. Pío XI la había colocado en el
mes de octubre, el domingo anterior a Todos los Santos. En 1970 fue trasladada
al último domingo del año litúrgico, como culminación de lo que se ha venido
recordando a propósito de la persona y el mensaje de Jesús.
Ahora, la celebración no pretende primariamente restaurar ni reforzar la paz entre las naciones sino felicitar a Cristo por su triunfo. Como si después de su vida de esfuerzo y dedicación a los demás hasta la muerte le concedieran el mayor premio.
Las lecturas
La primera lectura, de Daniel, anuncia el triunfo del Hijo del Hombre, que recibe el poder y la gloria.
Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.
La segunda, del Apocalipsis, llama a Jesús “Príncipe de los reyes de la tierra”. Pero no se considera por encima de nosotros ni lejos de nosotros. “Nos ama y nos ha lavado con su sangre”, y nos hace compartir su dignidad convirtiéndonos en un “reino de sacerdotes”. Tras la desaparición de la monarquía judía, esta expresión significaba que el pueblo estaría regido por sacerdotes. El Apocalipsis lo enfoca de manera distinta: no exalta el poder de los sacerdotes, sino el carácter sacerdotal del pueblo de Dios.
Y de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos. Amén. Mirad, que viene acompañado de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra. Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, Aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso.
La tercera, del evangelio de Juan, ofrece una visión más crítica de la realeza. Es un auténtico interrogatorio, en el que Pilato formula cuatro preguntas; pero Jesús no es un acusado que se limita a responder. A la primera pregunta responde con otra pregunta casi insultante para un prefecto romano. A la segunda, “¿Qué has hecho?”, tampoco responde. Se remonta a la pregunta inicial de Pilato sobre si es el rey de los judíos, y se expresa de forma tan desconcertante, hablando de “un reino que no es de aquí”, que a Pilato no le quedan las ideas claras. Su pregunta final no es “¿Eres tú el rey de los judíos”, sino “¿Luego tú eres rey?”. La dimensión nacionalista desaparece; lo importante es la realeza misma de Jesús. Después de lo anterior, lo lógico sería que Jesús se limitase a responder: “Sí, soy rey”. En cambio, añade algo absolutamente nuevo: no ha venido a gobernar, ni a recibir honor y gloria, sino a dar testimonio de la verdad. Si recordamos que él es “el camino, la verdad y la vida”, Jesús ha venido a dar testimonio de sí mismo, a darse a conocer, a demostrar a la gente que “tanto amó Dios al mundo, que le dio a su hijo unigénito”. Un testimonio por el que lo acusarán de blasfemo y que, entre otros motivos, le costará la vida.
Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: "¿Eres tú el Rey de los judíos?" Respondió Jesús: "¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?" Pilato respondió: "¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?" Respondió Jesús: "Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí." Entonces Pilato le dijo: "¿Luego tú eres Rey?" Respondió Jesús: "Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz."
Reflexión personal
Generalmente esperamos de la homilía
que nos ilumine y nos anime a ser mejores, a vivir de acuerdo con la enseñanza
y el ejemplo de Jesús. Y esto es esencial si tenemos en cuenta las últimas
palabras del evangelio: “Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pero la
fiesta de Cristo Rey nos invita también a felicitar, dar la enhorabuena a quien
tanto ha hecho por nosotros.
Al mismo
tiempo, el sentido primitivo de la fiesta encaja perfectamente con la situación
que vivimos hoy de problemas sociales, políticos y económicos. No podemos ser
ingenuos en las soluciones, pero tampoco podemos negarle la razón a Pío XI: si
el mundo viviese de acuerdo con el evangelio, otro gallo nos cantaría.