En el evangelio del domingo anterior, Pedro, inspirado por Dios, confiesa a Jesús como Mesías. Inmediatamente después, dejándose llevar por su propia inspiración, intenta apartarlo del plan que Dios le ha encomendado. El relato Mateo 16,21-27 lo podemos dividir en tres escenas.
1ª: Jesús y los discípulos (primer anuncio de la pasión y resurrección)
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro
acaba de confesar a Jesús como Mesías. Él piensa en un Mesías glorioso,
triunfante. Por eso, Jesús considera esencial aclarar las ideas a sus
discípulos. Se dirigen a Jerusalén, pero él no será bien recibido. Al contrario,
todas las personas importantes, los políticos (“ancianos”), el clero alto
(“sumos sacerdotes”) y los teólogos (“escribas”) se pondrán en contra suya, le
harán sufrir mucho, y lo matarán. Es difícil poner de acuerdo a estos tres grupos.
Sin embargo, tratándose de Jesús, coinciden en el deseo de hacerlo sufrir y
eliminarlo. Esto que parece una simple conjura humana, Jesús lo interpreta como
parte del plan de Dios. Por eso, no dice a los discípulos: «Vamos a Jerusalén, y allí
una panda de canallas me va a perseguir y matar», sino «tengo
que ir» a
Jerusalén a cumplir la misión que Dios me encomienda, que implicará el
sufrimiento y la muerte, pero que terminará en la resurrección.
Para la concepción popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros, esto resulta inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su pueblo y triunfa a través del sufrimiento y la muerte no es desconocida al pueblo de Israel. La expresó un profeta anónimo, y su mensaje ha quedado en el c.53 de Isaías sobre el Siervo de Dios.
2ª: Pedro, portavoz de Satanás, y Jesús
Jesús termina hablando de resurrección, pero lo que llama la atención a Pedro es el «padecer mucho» y el «ser ejecutado». Según Mc 8,32, Pedro se puso entonces a reprender a Jesús, pero no se recogen las palabras que dijo. Mateo describe su reacción con más crudeza:
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
― ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
― Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú
piensas como los hombres, no como Dios.
Ahora
no es Dios quien habla a través de Pedro, es Pedro quien se deja llevar por su
propio impulso. Está dispuesto a aceptar a Jesús como Mesías victorioso, no como
Siervo de Dios. Y Jesús, que un momento antes lo ha llamado «bienaventurado»,
le responde con enorme dureza: «¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces
tropezar!»
Estas palabras traen a la memoria el episodio de las tentaciones a las que Satanás sometió a Jesús después del bautismo. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado con su persona y su mensaje. Y Jesús, que no vio especial peligro en las tentaciones de Satanás, ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su reacción no es serena, como ante el demonio; no aduce tranquilamente argumentos de Escritura para rechazar al tentador, sino que está llena de violencia: «Tú piensas como los hombres, no como Dios.» Los hombres tendemos a rechazar el sufrimiento y la muerte, no los vemos espontáneamente como algo de lo que se pueda sacar algún bien. Dios, en cambio, sabe que eso tan negativo puede producir gran fruto.
3ª: Jesús y los discípulos (parábola del maletín y el joyero)
Entonces dijo Jesús a sus discípulos:
― El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.
No se conocían de nada, sólo les unió compartir dos asientos de primera clase. Ella colocó en el compartimento un elegante estuche con sus joyas. Él, un pesado maletín con su portátil y documentos de sumo interés. El pánico fue común al cabo de unas horas, cuando vieron arder uno de los motores y oyeron el aviso de prepararse para un aterrizaje de emergencia. Tras el terrible impacto contra el suelo, ella renunció a sus joyas y corrió hacia la salida. Él se retrasó intentando salvar sus documentos. El cadáver y el maletín los encontraron al día siguiente, cuando los bomberos consiguieron apagar el incendio. Extrañamente, ella recuperó intacto el estuche de sus joyas.
En tiempos de Jesús no había aviones, y él no pudo contar esta parábola. Pero le habría servido para explicar la enseñanza final de este evangelio. Para entender esta tercera parte conviene comenzar por el final, el momento en el que el Hijo del Hombre vendrá a pagar a cada uno según su conducta. En realidad, sólo hay dos conductas: seguir a Jesús (salvar la vida, renunciando al joyero) o seguirse a uno mismo (salvar el maletín a costa de la vida). Seguir a Jesús supone un gran sacrificio, incluso se puede tener la impresión de que uno pierde lo que más quiere. Seguirse a uno mismo resulta más importante, salvar la vida y el maletín. Pero el avión está ya ardiendo y no caben dilaciones. El que quiera salvar el maletín, perderá la vida. Paradójicamente, el que renuncia al joyero salva la vida y recupera las joyas.
Jeremías y Jesús (Jer 20,7-9)
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción.» La palabra del Señor se volvió para mí oprobio y desprecio todo el día. Me dije: «No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre»; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía.
La vida de
Jeremías no fue fácil. Él no quería ser profeta, le objetó a Dios que era
demasiado joven y que no sabía hablar. Pero el Señor no aceptó su protesta y lo
obligó a transmitir el mensaje más duro en los años más difíciles del reino de
Judá: cuando se avecinaba la desaparición de la monarquía, la destrucción de
Jerusalén y la deportación a Babilonia.
Al principio,
todo fue bien («me sedujiste, Señor, y me dejé seducir»). Pero el tener que
anunciar y justificar la desgracia futura se le convierte en una carga
insoportable. Personalmente, tiene la sensación de que todo su mensaje se
sintetiza en dos palabras horribles: «violencia» y «destrucción». Socialmente, esta predicación
le procura críticas, burlas, persecuciones, incluso amenazas de muerte.
¿Solución? Olvidarse de Dios y de su palabra. Pero no puede hacerlo. Esa
palabra arde en sus entrañas, es un fuego incontenible.
Jeremías, igual que Jesús, se siente obligado a cumplir la misión que Dios le encomienda. Es cierto que en Jesús no encontramos la misma rebeldía, pero la reacción tan humana del profeta ayuda a comprender que, para el Señor, «tener que ir a Jerusalén» supuso también un gran sacrificio.