(La escena tiene lugar al otro lado del Jordán, donde Jesús
ha huido con sus discípulos para que no lo apedreen en Jerusalén por blasfemo.
El grupo está sentado a la orilla del río. Caras serias. Unos preocupados,
otros irritados. La aparición de un muchacho que llega corriendo y sudoroso los
pone alerta. Se dirige directamente a Jesús.)
―
Te traigo un recado de Marta y María. Me han dicho que te diga: «Señor, tu
amigo está enfermo».
(Ninguno de los discípulos
pregunta de qué amigo se trata. Saben que es Lázaro, el de Betania, el hermano
de María y Marta. Jesús mira al mensajero, luego afirma.)
―
Esta enfermedad no acabará en la muerte, servirá para la gloria de Dios, para
que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.
(No entienden muy bien qué
quiere decir, pero prefieren no preguntar. Jesús permanece sentado junto a la orilla,
como si la noticia no le hubiera afectado. Pedro le comenta a Juan: “Seguro que
mañana salimos para Betania”. Pero al día siguiente Jesús sigue inmóvil y no
dice nada. Pasa otro día, igual silencio. Al tercero, en cuanto comienza a
clarear, despierta a los discípulos.)
―
Vamos otra vez a Judea.
(Las caras reflejan sueño,
temor y preocupación)
―
Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos. ¿Vas a volver allí?
―
¿No tiene el día doce horas? Si uno camina de día, no tropieza, porque ve la
luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque le falta la luz.
(Advierte que no han entendido
nada y añade:)
―
Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo.
―
Señor, si duerme, se salvará.
(Ha sido Pedro quien ha hablado
en nombre de todos. Jesús los mira con gesto de cansancio).
―
No me refiero al sueño natural, me refiero al sueño de la muerte. Lázaro ha
muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que
creáis. ¡Vamos a su casa!
(Se miran con miedo, indecisos.
Tomás anima a los demás.)
―
Vamos también nosotros y muramos con él.
(Las escenas siguientes tienen
lugar en Betania, pueblecito a unos tres kilómetros de Jerusalén. La cámara
comienza enfocando la casa de la familia, donde se han reunidos numerosos
judíos para dar el pésame. Una muchacha se acerca a Marta y le dice algo al
oído. Se levanta de prisa y sale de la casa. La cámara la sigue hasta las
afueras del pueblo, donde encuentra a Jesús. No se postra ante él. Le habla con
una mezcla de reproche y confianza.)
―
Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé
que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.
―
Tu hermano resucitará.
―
Sé que resucitará en la resurrección del último día.
―
Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto,
vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?
―
Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que
venir al mundo.
―
Llama a María. Dile que venga.
(Marta entra en el pueblo, se
dirige a la casa y habla en voz baja a María.)
―
El Maestro está ahí y te llama.
(María se levanta y sale a toda
prisa. Los visitantes la siguen pensando que va al sepulcro a llorar. Cuando
llega adonde está Jesús se echa a sus pies y le dice llorando).
―
Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.
(Jesús, viéndola llorar a ella
y a los judíos que la acompañan, se
estremece y pregunta muy conmovido.)
―
¿Dónde lo habéis enterrado?
―
Señor, ven a verlo.
(Jesús se echa a llorar.
Algunos de los presentes comentan: «¡Cómo lo quería!» Uno se les queda mirando
irónicamente y dice: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía
haber impedido que muriera éste?» Jesús, si ha oído algo, no se da por
enterado. Solloza de nuevo. Finalmente llegan al sepulcro, una cavidad cubierta
con una losa.)
(Jesús) ― Quitad la losa.
(Marta) ― Señor,
ya huele mal, lleva cuatro días muerto.
(Jesús) ― ¿No
te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?
(Se acercan unos hombres y
hacen rodar la losa dejando visible la entrada del sepulcro.)
(Jesús, levantando los ojos al
cielo) ― Padre, te doy gracias porque me has
escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me
rodea, para que crean que tú me has enviado.
(Echa una mirada en torno a los
presentes. Luego, mirando a la tumba, grita)
―
Lázaro, ven afuera.
(La cámara permanece fija en la
entrada de la tumba, por la que aparece poco a poco Lázaro. Un sudario le cubre
la cara y lleva los pies y las manos atados con vendas. Estupor y miedo entre
la gente. Jesús, en cambio, sereno, casi indiferente, da una breve orden.)
―
Desatadlo y dejadlo andar.
(Voz en off)
Muchos
judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús,
creyeron en él.
Cinco facetas de Jesús
El relato de la resurrección de
Lázaro es otro ejemplo magnífico de narración, con un final tan seco como
inesperado, y distintas facetas de la persona de Jesús.
¿Un mal amigo?
El relato comienza hablando de
Lázaro de Betania y de sus dos hermanas. No es un simple conocido de Jesús. Es
alguien a quien Jesús «ama», como le recuerdan las hermanas. Sin embargo, su reacción ante la
noticia no tiene la empatía de un amigo, sino la reacción, aparentemente fría,
de un teólogo: «Esta enfermedad no provocará la muerte, sino la gloria de Dios, la
gloria del hijo de Dios». La misma reacción que antes de curar al ciego de nacimiento: «Este
no ha nacido ciego por culpa suya o de sus padres, sino para que se manifieste
la obra de Dios en él».
El evangelista añade de inmediato que no se trata de frialdad. «Jesús amaba a
Marta, a su hermana y a Lázaro». Pero no acude de inmediato a curarlo.
Permanece donde está.
Un
amigo decidido y arriesgado.
Al cabo de
cuatro días decide subir a Jerusalén. Una decisión arriesgada, porque poco
antes han intentado apedrearlo. La objeción de los discípulos no le hace
cambiar: debe ir despertar a Lázaro. Expresión desconcertante, que le obliga a
decir claramente: Lázaro ha muerto. Jesús piensa en resucitarlo, pero Tomás
está convencido de lo contrario: no va a resucitar a nadie, sino que va a
morir. Pero habla en nombre de todos: «Vamos también nosotros y muramos con
él».
Jesús y
Marta: el teólogo
Cuando llegan a Betania, Jesús no se
dirige directamente a la casa, permanece en las afueras del pueblo. ¿Una más de
sus rareza? No. Será allí, lejos de la multitud que ha acudido a dar el pésame,
donde podrá entrevistarse a solas con Marta y transmitirle el mensaje fundamental
para todos nosotros, y la reacción que debemos tener ante sus palabras. Marta
debe de ser la hermana mayor, porque es a ella a quien dan la noticia de la
llegada de Jesús.
Marta comienza con un suave reproche
(«Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»),
pero añade de inmediato la certeza de que cualquier cosa que pida a Dios, Dios
se la concederá. ¿En qué piensa Marta? ¿Qué pedirá Jesús a Dios y este le
concederá? ¿Qué su hermano vuelva a la vida, como el hijo de la viuda de Sarepta
que resucitó Elías, o como el niño de la sunamita que revivió Eliseo?
La respuesta de Jesús («Tu
hermano resucitará») no parece satisfacerla. Aunque la idea de la resurrección no estaba
muy extendida entre los judíos, Marta forma parte del grupo que cree en la
resurrección al final de la historia, como profetizó Daniel. Pero eso no le
sirve de consuelo en este momento. Ella no quiere oír hablar de resurrección
futura sino de vida presente.
Y eso es lo que le comunica Jesús en
el momento clave del relato: «Yo soy la resurrección y la vida.
Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí
no morirá para siempre». Jesús es resurrección futura y vida presente para los que creen en
él. Los que hayan muerto, vivirán. Los que viven, no morirán para siempre. Algo
rebuscado, muy típico del cuarto evangelio, pero que deja claro una cosa: quien
ha creído o cree en Jesús tiene la vida futura y la presente aseguradas. Todo
depende de la fe. Por eso, termina preguntando a Marta: «¿Crees eso?».
Su
respuesta sorprende porque no tiene nada que ver con la pregunta: «Sí, Señor.
Yo he creído que tú eres el Mesías, el hijo de Dios que ha venido al mundo». Esta
falta de conexión entre pregunta y respuesta esconde un importante mensaje para nosotros. La idea de la resurrección y de la inmortalidad puede
provocar dudas incluso en un buen cristiano. Quizá no se atreva a afirmarla con
certeza plena. Pero puede confesar, como Marta: «Yo he
creído que tú eres el Mesías, el hijo de Dios que ha venido al mundo».
Jesús y María: el amigo
profundamente humano
Esta escena representa un fuerte
contraste con la anterior. El encuentro de Jesús y María no será a solas. Ella
acudirá acompañada de todos los que han ido a darle el pésame, y serán testigos
de la reacción de Jesús. María dirige a Jesús el mismo suave reproche de Marta
(«Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»).
Pero no añade ninguna petición, ni Jesús le enseña nada. El evangelista se
centra en sus sentimientos. Dice que Jesús, al ver llorar a María y a los
presentes, «se estremeció» (evnebrimh,sato), «se conmovió» (evta,raxen) y «lloró» (evda,krusen). Sorprende esta atención a los sentimientos de Jesús, porque los
evangelios suelen ser muy sobrios en este sentido.
Generalmente se explica como
reacción a las tendencias gnósticas que comenzaban a difundirse en la Iglesia
antigua, según las cuales Jesús era exclusivamente Dios y no tenía sentimientos
humanos. Por eso el cuarto evangelio insiste en que Jesús, con poder absoluto
sobre la muerte, es al mismo tiempo auténtico hombre que sufre con el dolor
humano. Jesús, al llorar por Lázaro, llora por todos los que no podrá resucitar
en esta vida. Al mismo tiempo, les ofrece el consuelo de participar en la vida
futura.
Jesús y Lázaro: la gloria del
enviado de Dios
Cuando llegan al sepulcro, Marta
demuestra que, a pesar de lo que ha dicho, no cree que su hermano vaya a
resucitar. Han pasado ya cuatro días, más vale no abrir la tumba. Jesús le
insiste: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?».
Cuando se compara este relato con
las resurrecciones de la hija de Jairo o del hijo de la viuda de Naín se
advierte una interesante diferencia. En esos dos casos, Jesús no reza; no
necesita dirigirse al Padre para impetrar su ayuda, como hicieron Elías y Eliseo.
En cambio, el cuarto evangelio introduce de forma solemne una oración de Jesús:
«Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me
escuchas. Pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has
enviado». Esta oración no pretende disminuir el poder de Jesús. Se inserta en
la línea del cuarto evangelio, que subraya la estrecha relación de Jesús con el
Padre y la idea de que ha sido enviado por él. De hecho, el milagro se produce
con una orden tajante suya («¡Lázaro, sal fuera!»).
El relato termina de forma
sorprendente. No se cuenta la reacción de las hermanas, el asombro de la gente,
la admiración de los discípulos. No vemos a Lázaro liberado de sus vendas,
agradeciendo a Jesús su vuelta a la vida. Como si todo fuera un sueño y, al
final, solo nos quedara la certeza de que Lázaro resucitó, de que todos
resucitaremos un día, aunque ahora no tengamos la alegría de ver y abrazar a
los seres queridos.
Nota sobre la fe en la
resurrección
La idea de resucitar a otra vida no estaba
muy extendida entre los judíos. En algunos salmos y textos proféticos se afirma
claramente que, después de la muerte, el individuo baja al Abismo (sheol),
donde sobrevive como una sombra, sin relación con Dios ni gozo de ningún tipo.
Será en el siglo II a.C., con motivo de las persecuciones religiosas llevadas a
cabo por el rey sirio Antíoco IV Epífanes, cuando comience a difundirse la
esperanza de una recompensa futura, maravillosa, para quienes han dado su vida
por la fe. En esta línea se orientan los fariseos, con la oposición radical de
los saduceos (sacerdotes de clase alta). El pueblo, como los discípulos, cuando
oyen hablar de la resurrección no entiende nada, y se pregunta qué es eso de
resucitar de entre los muertos.
Los cristianos compartirán con los
fariseos la certeza de la resurrección. Pero no todos. En la comunidad de
Corinto, aunque parezca raro (y san Pablo se admiraba de ello) algunos la
negaban. Por eso no extraña que el evangelio de Juan insista en este tema.
Aunque lo típico de él no es la simple afirmación de una vida futura, sino el
que esa vida la conseguimos gracias a la fe en Jesús. «Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que
está vivo y cree en mí, no morirá para siempre.»
Pero el tema de la vida en el cuarto
evangelio requiere una aclaración. La «vida eterna» no se
refiere solo a la vida después de la muerte. Es algo que ya se da ahora, en
toda su plenitud. Porque, como dice Jesús en su discurso de despedida, «en
esto consiste la vida eterna: en conocerte a ti, único Dios verdadero, y a tu
enviado, Jesús, el Mesías» (Juan 17,3).
Primera
lectura
Culmina la síntesis de la Historia
de la salvación, recordada por las primeras lecturas durante los domingos de
Cuaresma. En este caso existe estrecha relación entre la promesa de Dios de
abrir los sepulcros del pueblo y volver a darle la vida, y Jesús mandando abrir
el sepulcro de Lázaro y dándole de nuevo la vida. Ambos relatos terminan con un
acto de fe en Dios (Ezequiel) y en Jesús (Juan). Pero conviene recordar que el
texto de Ezequiel no se refiere a una resurrección física. El pueblo,
desterrado en Babilonia, se considera muerto. Babilonia es su sepulcro, y de
esa tumba lo va a sacar Dios para hacer que viva de nuevo en la tierra de
Israel.
Reflexión final
Nos queda poco para celebrar la
Semana Santa. Recordar el sufrimiento y la muerte de Jesús es relativamente
fácil. Aceptar que resucitó, y que en él tenemos la resurrección y la vida, es
más difícil, un regalo que debemos pedir a Dios.