miércoles, 26 de octubre de 2022

El extraño caso del explotador que se convierte. Domingo 31 Ciclo C

El protagonista del evangelio de hoy es un jefe de publicanos y rico. Este término no sugiere al lector actual del evangelio el odio y desprecio que sentía el pueblo judío hacia los miembros de esta profesión, que trabajaban al servicio de los romanos y oprimían al pueblo con el cobro de los impuestos.

¿Mandamos a todos los ricos al infierno?

Hasta ahora, en su evangelio, Lucas no se ha limitado a defender a los pobres y a anunciarles un futuro definitivo mejor. Ha criticado también con enorme dureza a los ricos. Ha puesto en boca de María, en el Magníficat, unas palabras más propias de una anarquista que de una monja de clausura, cuando alaba a Dios porque «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.»

Y Jesús se muestra aún más duro en el Discurso de la llanura (equivalente al Sermón del Monte de Mateo): «¡Ay de vosotros, los ricos, porque recibís vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados, porque pasaréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque lloraréis y haréis duelo! (Lc 6,24-25). El ejemplo más claro del rico que llora y hace duelo es el de la parábola del rico y Lázaro, que no podrá disfrutar de una eternidad feliz.

¿Significa esto que ningún rico puede salvarse? El episodio del rico que pretende seguir a Jesús, aunque al final desiste porque no es capaz de renunciar a su riqueza, demuestra que un rico puede salvarse si observa los mandamientos (Lc 18,18-23).

¿Qué ocurre cuando se trata de un rico explotador?  La respuesta la da Lucas en el evangelio de hoy.

El ejemplo de Zaqueo (Lc 19,1-10)

En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí.

Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.» Él bajó en seguida y lo recibió muy contento.

Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.»

Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.»

Jesús le contestó: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»

Breve comentario

1. Jesús no le pide a Zaqueo que lo invite a comer, le dice que quiere alojarse en su casa. Se trata de algo mucho más personal. Cuando Jesús continúe su camino, seguirá presente en la casa y la vida de Zaqueo.

2. La conducta de Jesús resulta escandalosa. Esta vez no escandaliza a fariseos y escribas, a seglares piadosos y teólogos rancios, sino a todos sus seguidores y partidarios, que han aplaudido hasta ahora sus críticas a los ricos.

3. La diferencia entre Jesús y sus partidarios radica en la forma de considerar al jefe de publicanos. Mientras Jesús lo considera una persona y lo llama por su nombre («Zaqueo, baja…»), sus partidarios lo desprecian («un pecador»). Ellos se dejan guiar por una ideología que condena al rico, mientras que Jesús se guía por la fe («también Zaqueo es hijo de Abrahán») y por su misión de buscar y salvar al que se ha perdido. La historia de Zaqueo recuerda las parábolas del hijo pródigo y de la oveja y la moneda perdidas.

4. La conducta de Zaqueo supone un cambio radical y muy duro. Sin que Jesús le exija nada, por pura iniciativa, da a los pobres la mitad de sus bienes y está dispuesto a restituir cuatro veces si se ha aprovechado de alguno. Y esto es lo que Lucas pretende enseñar: incluso un rico hipotéticamente injusto puede convertirse y salvarse; pero no basta invitar a Jesús a comer, debe darse un cambio profundo en su vida, con repercusiones en el ámbito económico.

5. Finalmente, la conducta de Jesús con Zaqueo trae a la memoria el refrán castellano: «más moscas se atraen con una gota de miel que con un barril de hiel». Jesús podía haber criticado y condenado a Zaqueo. Sus seguidores lo habrían aplaudido una vez más. Y Zaqueo habría seguido explotando al pueblo.

Un texto precioso (Sabiduría 11,22-12,2)

La primera lectura es un excelente complemento al evangelio. Muchos piensan que el Dios del Antiguo Testamento es un ser cruel y justiciero, enemigo despiadado del pecador. Quien lea este texto tendrá que cambiar de idea: la actitud de Dios es la misma que la de Jesús con Zaqueo.


Señor, el mundo entero es ante ti como grano de arena en la balanza, como gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra. Pero te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. Y ¿cómo subsistirían las cosas, si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia, si tú no las hubieses llamado? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. Todos llevan tu soplo incorruptible. Por eso, corriges poco a poco a los que caen, les recuerdas su pecado y los reprendes, para que se conviertan y crean en ti, Señor.



miércoles, 19 de octubre de 2022

La justicia parcial de Dios. Domingo 30 Ciclo C


 


El Catecismo que estudié de pequeño decía que Dios “premia a los buenos y castiga a los malos”. Pero no concretaba quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de pensar es con frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que Dios considera buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como tales.

Dios, un juez parcial a favor del pobre

            Esta es la imagen que ofrece la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico 35,12-14.16-18


El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia.

            Lo más curioso de este texto es que no lo escribe un profeta, amante de las denuncias sociales y de las críticas a los ricos y poderosos, sino un judío culto, perteneciente a la clase acomodada del siglo II a.C.: Jesús ben Sira, viajero incansable en busca de la sabiduría, pero también gran conocedor de las tradiciones de Israel. Y la imagen que ofrece de Dios dista mucho de la que tenían bastantes israelitas. No es un Dios imparcial, que juzga a las personas por sus obras; es un Dios parcial, que juzga a las personas por su situación social. Por eso se pone de parte de los pobres, los oprimidos, los huérfanos y las viudas; los seres más débiles de la sociedad.

            Comienza el autor diciendo: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el pobre. Porque la experiencia de Israel, como la de todos los pueblos, enseña que lo más habitual es que la gente se ponga a favor de los poderosos y en contra de los débiles.

Dios, un juez parcial a favor del humilde

            El evangelio de Lucas (Lc 18, 9-14) ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo distinto, sin relación con el ámbito económico.

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:

            ‒ Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.» El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.» Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

            La parábola es fácil de entender, pero conviene profundizar en la actitud del fariseo.

La confesión de inocencia

            Un niño pequeño, cuando hace una trastada, es frecuente que se excuse diciendo: “Mamá, yo no he sido”. Esta tendencia innata a declararse inocente influyó en la redacción del capítulo 150 del Libro de los muertos, una de las obras más populares del Antiguo Egipto. Es lo que se conoce como la “confesión negativa”, porque el difunto iba recitando una serie de malas acciones que no había cometido. Algo parecido encontramos también en algunos Salmos. Por ejemplo, en Sal 7,4-6:

                        Señor, Dios mío, si he cometido eso, si hay crímenes en mis manos,

                            si he perjudicado a mi amigo  o despojado al que me ataca sin razón,

                            que el enemigo me persiga y me alcance,

                        me pisotee vivo por tierra, aplastando mi vientre contra el polvo.

            O en el Salmo 26(25),4-5:

                                No me siento con gente falsa,

                        con los clandestinos no voy;

                            detesto la banda de malhechores,

                        con los malvados no me siento.

La profesión de bondad

            Existe también la versión positiva, donde la persona enumera las cosas buenas que ha hecho. Encontramos un espléndido ejemplo en el libro de Job, cuando el protagonista proclama (Job 29,12-17):

                            Yo libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso,

                            recibía la bendición del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda;

                            de justicia me vestía y revestía,

                        el derecho era mi manto y mi turbante.

                            Yo era ojos para el ciego, era pies para el cojo,

                            yo era el padre de los pobres

                        y examinaba la causa del desconocido.

                            Le rompía las mandíbulas al inicuo

                        para arrancarle la presa de los dientes.

El orgullo del fariseo

            Volvamos a la confesión del fariseo: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»

            Si el fariseo hubiera sido como Job, se habría limitado a las palabras finales: Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Pero al fariseo lo come el odio y el desprecio a los demás, a los que considera globalmente pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él es bueno, y considera que Dios está por completo de su parte.

La humildad del publicano

            En el extremo opuesto se encuentra la actitud del publicano. A diferencia de Job, no recuerda sus buenas acciones, que algunas habría hecho en su vida. A diferencia del Libro de los muertos y algunos Salmos, no enumera malas acciones que no ha cometido. Al contrario, prescindiendo de los hechos concretos se fija en su actitud profunda y reconoce humildemente, mientras se golpea el pecho: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.  

            En el AT hay dos casos famosos de confesión de la propia culpa: David y Ajab. David reconoce su pecado después del adulterio con Betsabé y de ordenar la muerte de su esposo, Urías. Ajab reconoce su pecado después del asesinato de Nabot. Pero en ambos casos se trata de pecados muy concretos, y también en ambos casos es preciso que intervenga un profeta (Natán o Elías) para que el rey advierta la maldad de sus acciones. El publicano de la parábola muestra una humildad mucho mayor. No dice: “he hecho algo malo”, no necesita que un profeta le abra los ojos; él mismo se reconoce pecador y necesitado de la misericordia divina.

Dios, un juez parcial e injusto

            Al final de la parábola, Dios emite una sentencia desconcertante: el piadoso fariseo es condenado, mientras que el pecador es declarado inocente: Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no.

            ¿Debemos decir, en contra del Catecismo, que “Dios premia a los malos y castiga a los buenos”? ¿O, más bien, que debemos cambiar nuestros conceptos de buenos y malos, y nuestra imagen de Dios?

           

jueves, 13 de octubre de 2022

Los ejemplos de tres mujeres… y de tres varones. Domingo 29 Ciclo C

 

El ejemplo de una viuda (Lucas 18, 1-8)

            Los cristianos para los que Lucas escribió su evangelio no estaban muy acostumbrados a rezar, quizá porque la mayoría de ellos eran paganos recién convertidos. Lucas se esforzó en inculcarles la importancia de la oración: les presentó a Isabel, María, los ángeles, Zacarías, Simeón, pronunciando las más diversas formas de alabanza y acción de gracias; y, sobre todo, a Jesús retirándose a solas para rezar en todos los momentos importantes de su vida.

            El comienzo del evangelio de este domingo parece formar parte de la misma tendencia. Sin embargo, el final nos depara una gran sorpresa.

            En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:

            ‒ Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
            En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle:

            ‒ Hazme justicia frente a mi adversario.

            Por algún tiempo se negó, pero después se dijo:

            ‒ Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara.

            Y el Señor añadió:

            ‒ Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios…

            Interrumpe la lectura y pregúntate cuál sería el final lógico. Probablemente éste: Pues Dios, ¿no escuchará a los quienes le suplican continuamente, sin desanimarse?

            Sin embargo, no es así como termina la parábola de Jesús, sino con estas palabras:

            Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar.

            El acento se ha desplazado al tema de la justicia, a una comunidad angustiada que pide a Dios que la salve. No se trata de pedir cualquier cosa, aunque sea buena, ni de alabar o agradecer. Es la oración que se realiza en medio de una crisis muy grave. Recordemos que Lucas escribe su evangelio entre los años 80-90 del siglo I. El año 81 sube al trono Domiciano, que persigue cruelmente a los cristianos y promulga la siguiente ley: “Que ningún cristiano, una vez traído ante un tribunal, quede exento de castigo si no renuncia a su religión”.

            En este contexto de angustia y persecución se explica muy bien que la comunidad grite a Dios día y noche, y que la parábola prometa que Dios le hará justicia frente a las injusticias de sus perseguidores.

            Sin embargo, Lucas termina con una frase desconcertante: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». En medio de las dificultades y persecuciones, un desafío: que nuestra fe no se limite a cinco minutos o a un comentario, sino que nos impulse a clamar a Dios día y noche.

Los ejemplos de una abuela y de una madre (2 Timoteo 3,14-4,2)

            “Desde niño conoces la Sagrada Escritura”, dice Pablo a su querido discípulo y compañero Timoteo en la segunda lectura de hoy. ¿Quién se la dio a conocer? Lo dice el comienzo de la carta: su abuela, Loide, y su madre, Eunice (2 Tim 1,5). Timoteo es un caso curioso: su padre era pagano; su madre, judía, no circuncida a su hijo (como si hoy día no lo bautizase), pero tanto ella como la abuela instruyen al niño en la Sagrada Escritura. Al pasar los años, quizá por no estar circuncidado, se siente más cerca de los cristianos que de los judíos y tiene excelentes relaciones con las comunidades Iconio y Listra. Estas se lo recomiendan a Pablo y le servirá de compañero durante su segundo viaje misional.

            El texto litúrgico recuerda las ventajas de la Sagrada Escritura, útil para enseñar, reprender, corregir y educar en la virtud. Pero recordemos que su conocimiento no le vino a Timoteo de la sinagoga, sino de su abuela y de su madre. No le podrían proporcionar los conocimientos profundos de un escriba, pero le hicieron enorme bien y a nosotros nos dejan un ejemplo muy digno de imitar.

Querido hermano: Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado; sabiendo de quien lo aprendiste, y que de niño conoces la Sagrada Escritura; ella puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación. Toda escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud: así el hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena.

Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta con toda comprensión y pedagogía.

El ejemplo de Moisés, Aarón y Jur (Éxodo 17, 8-13)

            En comparación con los ejemplos de las mujeres, el de los varones tiene luces y sombras. Los amalecitas, un pueblo nómada, atacaban a menudo a los israelitas durante su peregrinación por el desierto hacia la Tierra Prometida. Pero Moisés no espera que Dios intervenga para salvarlos; ordena a Josué que los ataque. Lo interesante del relato es que mientras Moisés mantiene las manos en alto, en gesto de oración, los israelitas vencen; cuando las baja, son derrotados. ¿Y si se cansa? A los judíos nunca le faltan ideas prácticas para solucionar el problema.

            En aquellos días, Amalec vino y atacó a los israelitas en Rafidín. Moisés dijo a Josué:

            ‒ Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón maravilloso de Dios en la mano.

            Hizo Josué lo que le decía Moisés, y atacó a Amalec; mientras Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte. Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel; mientras la tenía baja, vencía Amalec. Y, como le pesaban las manos, sus compañeros cogieron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así sostuvo en alto las manos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec y a su tropa, a filo de espada.

            Este texto se ha elegido porque va en la misma línea del evangelio: orar siempre sin desanimarse. Pero usar la oración para matar amalecitas no parece una idea muy evangélica.

sábado, 8 de octubre de 2022

“Malos”, pero agradecidos. Domingo 28 Ciclo C

 

Las lecturas de este domingo son fáciles de entender y animan a ser agradecidos con Dios. La del Antiguo Testamento y el evangelio tienen como protagonistas a personajes muy parecidos: en ambos casos se trata de un extranjero. El primero es sirio, y las relaciones entre sirios e israelitas eran tan malas entonces como ahora. El segundo es samaritano, que es como decir, hoy día, palestino. Para colmo, tanto el sirio como el samaritano están enfermos de lepra.

Naamán el sirio (2 Reyes 5,14-17)

            El relato es mucho más extenso e interesante de lo que recoge el texto de la liturgia. Naamán es un personaje importante de la corte del rey de Siria, pero enfermo de lepra. En su casa trabaja una esclava israelita que le aconseja visitar al profeta de Samaria, Eliseo. Así lo hace, y el profeta, sin siquiera salir a su encuentro, le ordena bañarse siete veces en el Jordán. Naamán, enfurecido por el trato y la solución recibidos, decide volverse a Damasco. Pero sus servidores le convencen de que haga caso al profeta.

En aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño. Volvió con su comitiva y se presentó al profeta, diciendo:

            ‒ Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor.

            Eliseo contestó:

            ‒ ¡Vive Dios, a quien sirvo! No aceptaré nada.

            Y aunque le insistía, lo rehusó. Naamán dijo:

            ‒ Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor.

            Con vistas al tema de este domingo, lo importante es la actitud de agradecimiento: primero con el profeta, al que pretende inútilmente hacer un regalo, y luego con Yahvé, el dios de Israel, al que piensa dar culto el resto de su vida. Pero no olvidemos que Naamán es un extranjero, una persona de la que muchos judíos piadosos no podrían esperar nada bueno. Sin embargo, el “malo” es tremendamente agradecido.

Un samaritano anónimo (Lucas 17,11-19)

            Si malo era un sirio, peor, en tiempos de Jesús, era un samaritano. Basta recordar lo que escribió Jesús ben Sirá: «Dos naciones aborrezco y la tercera ya no es pueblo: los habitantes de Seír y Filistea y el pueblo necio que habita en Siquén» (Eclo 50,25). Pero a Lucas le gusta dejarlos en buen lugar. Ya lo hizo en la parábola del buen samaritano, exclusiva suya, y lo repite en el pasaje de hoy.

Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:

            ‒ Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.

            Al verlos, les dijo:

            ‒ Id a presentaros a los sacerdotes.

            Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo:

            ‒ ¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?

            Y le dijo:

            ‒ Levántate, vete; tu fe te ha salvado.

            Este relato refleja mejor que el de Naamán la situación de los leprosos. Viven lejos de la sociedad, tienen que mantenerse a distancia, hablan a gritos. «Jesús, jefe, ten compasión de nosotros». Se encuentran en situación desesperada, y su grito recuerda al que en los salmos se dirige a Dios cuando el orante se siente desfallecer, solo y afligido, en profunda angustia (Sal 6,3; 9,14; 25,16 etc.).

¿Cómo reacciona Jesús? Al principio de su actividad en Galilea curó a un leproso, pero Lucas lo cuenta indicando cuatro detalles: 1) extiende la mano y lo toca; 2) responde a su petición diciendo: «Quiero, queda limpio»; 3) al instante desaparece la lepra; 4) le ordena ir al sacerdote y ofrecer lo mandado por Moisés (Lc 5,12-16) 

Ahora Jesús no hace nada, se limita a ordenarles: «Id a presentaros a los sacerdotes». ¿Qué significa el plural «los sacerdotes»? ¿Que cada uno irá a buscar al sacerdote residente en su pueblo? ¿Que acudirán a diversos sacerdotes en el templo de Jerusalén? ¿Por qué no les dice que ofrezcan lo mandado por Moisés? Estas preguntas no interesan a Lucas. Lo importante es que los leprosos, sin que les desaparezca la lepra de inmediato, obedecen a Jesús y se ponen en camino. Un notable acto de fe en la palabra de Jesús, porque la sensación de haberse curado no la tienen hasta más adelante.

Entonces, solo uno vuelve, alabando a Dios por el camino, y se postra rostro en tierra a los pies de Jesús para darle gracias. Pero Jesús no se dirige a él, sino a un auditorio que abarca a todos los presentes, haciendo tres preguntas: ¿No han quedado limpios los diez? Él sabe que sí, aunque los demás no lo sepan. ¿Dónde están los otros nueve? Se supone que en busca de un sacerdote. ¿Solo este extranjero ha vuelto a dar gloria a Dios? Algo evidente, aunque nadie sabe que es extranjero. Cabe una objeción: este samaritano dio gloria a Dios en cuanto advirtió que estaba curado, ¿no habrán hecho lo mismo los demás, aunque no volviesen a dar las gracias a Jesús? Esta pregunta nos hace caer en la cuenta de que no se puede dar gloria a Dios sin dar las gracias a Jesús.

La escena termina con unas palabras que hemos escuchado en otros casos: «Tu fe te ha salvado» (7,50; 8,48; reaparecerá en 18,42). Todos han sido curados, solo uno se ha salvado. Nueve han mejorado su salud, solo uno ha mejorado en su cuerpo y en su espíritu, ha vuelto a dar gloria a Dios.

Poco antes, los discípulos han pedido a Jesús que les aumente la fe (17,5). Ahora Lucas ofrece una pista para conseguirlo. La fe se manifiesta en la alabanza a Dios y el agradecimiento a Jesús, algo que está a nuestro alcance.

Examen de conciencia

            ¿Dónde me sitúo? ¿Entre los “buenos” poco agradecidos, o entre los “malos” agradecidos?