Las lecturas de este domingo enfrentan tres posturas: la de Salomón, que
pone la sabiduría por encima del oro, la plata y las piedras preciosas; la del
rico, que pone su riqueza por encima de Jesús; la de los discípulos, que
renuncian a todo para seguirlo.
Supliqué y me fue dada la prudencia,
invoqué y vino a mí el
espíritu de sabiduría.
La preferí a cetros y tronos,
y a su lado tuve en
nada la riqueza.
No la
equiparé a la piedra más preciosa,
porque todo el oro ante
ella es un poco de arena,
y, junto a ella, la
plata es como el barro.
La
quise más que a la salud y la belleza
y la preferí a la misma
luz,
porque su resplandor no
tiene ocaso.
Con ella me vinieron todos los bienes juntos,
Tiene en sus manos riquezas incontables.
El joven rico: la riqueza vale más que Jesús (Marcos 10,17-30)
El evangelio contiene dos escenas: en la primera, los protagonistas son el rico y Jesús.
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo,
se arrodilló ante él y le preguntó:
‒ Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?
Jesús le contestó:
‒ ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los
mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso
testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.
Él replicó:
‒ Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud.
Jesús se quedó mirando, lo amó y le dijo:
‒ Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así
tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme.
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico.
El protagonista,
antes de formular su pregunta, pretende captarse la benevolencia de Jesús o,
quizá también, justificar por qué acude a él: lo llama «maestro bueno», título
que no se aplica en Israel a ningún maestro (solo conocemos un ejemplo del
siglo IV d.C.).
La pregunta. El problema que lo angustia es «qué haré para
heredar la vida eterna», algo fundamental para entender todo el pasaje. Lo que
pretende el protagonista, dicho con otra expresión judía de la época, es «formar parte de la vida futura» o «del mundo futuro»; lo
que muchos entre nosotros entienden por «salvarse». Este
deseo sitúa al protagonista en un ámbito poco frecuente entre los judíos de la
época: admite un mundo futuro, distinto del presente, mejor que éste, y desea
participar de él. Por otra parte, su pregunta no es tan rara como podemos
imaginar. Si nos preguntasen qué hay que hacer para salvarse, las respuestas es
probable que variasen bastante. Una pregunta parecida la encontramos hecha al
rabí Eliezer (hacia el año 90) por sus discípulos. Y responde: «Procuraos la estima de vuestros vecinos;
impedid que vuestros hijos lean la Escritura a la ligera y haced que se sienten
entre las rodillas de los discípulos de los sabios; y, cuando oréis, sed
conscientes de quién tenéis delante. Así conseguiréis la vida del mundo futuro».
La respuesta de Jesús. Antes de responder, aborda el saludo y da un
toque de atención sobre el uso precipitado de las palabras. El único bueno es
Dios. (Por entonces no existía la Congregación para la Doctrina de la Fe, que
lo habría condenado por error cristológico).
Luego responde a
la pregunta haciendo referencia a cinco mandamientos mosaicos, todos ellos de
la segunda tabla, aunque cambiando el orden y añadiendo «no estafarás», que no aparece
en el decálogo.
Lo curioso es que
Jesús no dice nada de los mandamientos de la primera tabla, que podríamos
considerar los más importantes: no tener otros dioses rivales de Dios, no pronunciar
el nombre de Dios en falso, y santificar el sábado. Para Jesús, de forma
bastante escandalosa para nuestra sensibilidad, para «salvarse» basta portarse
bien con el prójimo.
Cuando el
protagonista le responde que eso lo ha cumplido desde joven, Jesús lo mira con
cariño y le propone algo nuevo: que deje de pensar en la otra vida y piense en
esta vida, dándole un sentido nuevo. Hasta ahora, incluso cumpliendo los mandamientos,
él sigue siendo el centro de su vida. Lo que le pide Jesús es que cambie de
orientación: renunciando a sus bienes, renuncia a sí mismo, y otras personas
ocupan el horizonte: primero los pobres, de forma inmediata; luego, de manera
definitiva, Jesús, al que debe seguir para siempre.
La reacción del rico. El programa de Jesús se limita a tres verbos: vender, dar, seguir. El joven no vende, no da, no sigue. Se aleja. «Porque era muy rico». Con esta actitud, no pierde la vida eterna (que depende de los mandamientos observados), pero pierde el seguir a Jesús, dar plenitud a su vida ahora, en la tierra.
Mientras el rico se aleja, tiene lugar la segunda escena, en la que Jesús completa su enseñanza sobre el peligro de la riqueza y el problema de los ricos.
Jesús mirando alrededor, dijo a sus discípulos:
‒ ¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen
riquezas!
Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió:
‒ Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Más fácil le es a un
camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de
Dios.
Ellos se espantaron y comentaban:
‒ Entonces ¿quién puede salvarse?
Jesús se les quedó mirando y les dijo:
‒ Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.
Las palabras «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!» requieren una aclaración. Entrar en el reino de Dios no significa
salvarse en la otra vida. Eso ya ha quedado claro que se consigue mediante
la observancia de los mandamientos, sea uno rico o pobre. Entrar en el Reino de Dios significa entrar en la comunidad cristiana,
comprometerse de forma seria y permanente con la persona de Jesús en esta vida.
Ante el asombro
de los discípulos, Jesús repite su enseñanza añadiendo la famosa comparación
del camello por el ojo de la aguja. Ya en la alta Edad Media comenzó a
interpretarse el ojo de la aguja como una puerta pequeña en la muralla de
Jerusalén; pero esa puerta nunca ha existido y la explicación sólo pretende
suavizar las palabras de Jesús de manera un tanto ridícula. Jesús expresa con
imaginación oriental la dificultad de que un rico entre en la comunidad
cristiana.
¿Por qué se
espantan los discípulos? Su reacción podemos interpretarla de dos formas, según
los dos posibles sentidos del verbo griego: 1) ¿quién puede salvarse?; 2)
¿quién puede subsistir?
En el primer
caso, los discípulos reflejarían la mentalidad de que la riqueza es una
bendición de Dios; si los ricos no se salvan, ¿quién podrá salvarse?
En el segundo
caso, los discípulos pensarían que la comunidad no puede subsistir si no
entran ricos en ella que pongan sus bienes a disposición de todos.
En cualquier hipótesis, la respuesta de Jesús («Dios lo puede todo») da por terminado el tema.
Los discípulos: Jesús vale más que todo
Pedro se puso a decirle:
‒ Ya ves que nosotros lo hemos
dejado todo y te hemos seguido.
Jesús dijo:
‒ En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más -casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones- y en la edad futura, vida eterna.
La intervención
de Pedro no empalma con lo anterior, sino que contrasta la actitud de los
discípulos con la del rico: «nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido».
Ahora quiere saber qué les tocará.
La respuesta de
Jesús enumera siete objetos de renuncia, como símbolo de renuncia total: casa,
hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, tierras. Todo ello tendrá su
recompensa en esta vida (cien veces más en todo lo anterior, menos en padres)
y, en la otra, vida eterna. Pero, al hablar de la recompensa en esta vida, Mc
añade «con persecuciones».
Decía Salomón que, con la sabiduría «me vinieron todos los bienes juntos». A los discípulos, la abundancia de bienes se la proporciona el seguimiento de Jesús.